Hace tiempo que no doy la murga
con el tema del nacionalismo, mis posts #25, 34, 40 y 50 sobre el tema no
tuvieron un seguimiento muy amplio y deduzco que la gente no quiere oír
hablar de esto, que bastante agobiados están ustedes con la hipoteca, los
recortes en sanidad y educación, el copago farmacéutico, la diáspora de sus hijos al extranjero en busca de un trabajo digno y otras desventuras. Pero yo
he visitado Yugoslavia cuando existía y también Croacia después del estallido
del Estado Yugoslavo, y no puedo dejar de estar preocupado por la deriva
catalana y el regocijo con que la observan los vascos, que sufrieron durante
años una violencia terrible y ahora dicen: “id vosotros delante, que ya os
seguiremos, pues”.
Nuestra situación actual tiene
puntos en común con la yugoslava anterior a 1991. Quizá la mayor diferencia es
que en Yugoslavia convivían tres religiones diferentes, al menos, y ya se sabe
lo malo que es esto para la unidad de un Estado. Fuera de eso, la situación de
Yugoslavia en 1990, no era muy diferente de la nuestra ahora, y no quiero
asustar a nadie. Por un lado, serbios, croatas, eslovenos y bosnios son
étnicamente similares, todos ellos pueblos eslavos implantados en los Balcanes en torno al siglo VII, adonde llegaron provenientes del Cáucaso, según algunos, y de más
allá (Persia), según otros.
Todos ellos proceden de un mismo
tronco étnico y, lógicamente, es imposible distinguirlos por sus rasgos. Usted
ve a un croata y sabe que es un croata porque es el hijo de Fulanito y Menganita,
pero alguien que desconozca este dato no lo diferenciaría de un serbio o un
esloveno. Igual que entre nosotros. ¿Ustedes distinguirían a un catalán de un
aragonés? Yo no. Bueno, a un vasco, tal vez, por la boina. En cuanto al idioma,
otra de las señas de identidad a las que se agarran siempre los nacionalistas,
pues resulta que gramaticalmente es el mismo, el serbocroata que, con
diferentes acentos, se habla no sólo en Serbia y Croacia, sino también en
Bosnia y en Montenegro. Los que sí son ligeramente distintos son el esloveno y
el macedonio. Ahora, la lengua oficial de Croacia es el croata y la de Serbia el serbio, pero son la misma. Igual que el café turco y el café griego, que son
idénticos, pero no se lo digas a unos y otros.
En ese idioma serbocroata, yugoslavo significa precisamente eslavo
del sur, lo que diferencia estos pueblos de los del norte (checos, húngaros,
letones, ucranianos y tantos otros). Entre los yugoslavos había continuamente
guerras de taifas, son pueblos peleones que estaban todo el día de bronca, algo
habitual entre vecinos. En la Segunda Guerra Mundial, los nazis crearon un
Estado títere croata, cuyos gorilas, los ustachi,
se hartaron de cargarse serbios. A su vez éstos organizaron guerrillas no menos
sanguinarias, los chetnniks, que con
el apoyo de Rusia mataron a muchos croatas. Los serbios son un pueblo muy
guerrero. Es significativo que su fiesta nacional más querida conmemore una
derrota contra los turcos en el Kosovo, hace más de 600 años. Para ellos es más
honrosa una derrota, que una paz impuesta, como explicaba Janez Drnovsek en su
libro El Laberinto de los Balcanes,
clave para entender esta zona.
Es decir, que había odios
históricos latentes entre los pueblos y
agravios bien arraigados. Eso no impidió que, al acabar la Guerra Mundial,
todos se agruparan bajo el mando del mariscal Tito e iniciaran un camino unificado,
sobre la base de las ideas paneslavistas, el origen común de todos ellos y el
perdón de las atrocidades anteriores. Tito supo desmarcarse lo justo del mundo
soviético, como para que los americanos le apoyaran económicamente, llevando a
su país a unos niveles de prosperidad desconocidos. Yo atravesé Yugoslavia de
vuelta de Grecia y puedo certificar que allí se respiraba una libertad mayor
que la permitida en los demás países del área soviética. Pero Tito murió en
1980, la ayuda americana declinó y los yugoslavos entraron en una crisis
económica severa.
Y allí surgieron los
politiquillos nacionalistas, como siempre, sacando de la caja de Pandora los
viejos agravios, echando la culpa al otro
de todos los males, hasta de las tormentas, y agitando la bandera de la
escisión. Personajes siniestros como Franjo Tudjman, el primer presidente
croata, un tipo turbio y taimado. Similar, en mi opinión, a políticos como
Arzallus o Artur Mas. También como siempre, ese discurso caló profundamente en
las zonas rurales, en las aldeas, entre
la gente más inculta. En las ciudades, los pueblos se habían mezclado y,
después de 35 años de unificación, había muchas parejas mixtas.
La situación en España es diferente,
básicamente porque aquí no ha salido un líder centralista tan cabrón como
Milosevic, el último presidente yugoslavo, que extremó las políticas basadas en
el dominio de los serbios y lo que consiguió fue exacerbar el odio de todos los
demás. Aquí se han hecho esfuerzos ímprobos por integrar a los catalanes y los
vascos, hasta el extremo de organizar un regionalismo de “todos café” que ha
generado una estructura administrativa carísima, imposible de mantener. Les
pido ahora un ejercicio de ficción ucrónica. ¿Recuerdan ustedes que Aznar
estuvo decidiendo a quién nombraba sucesor? ¿Se acuerdan de quiénes integraban
la terna? ¿Se imaginan que el dedo divino hubiera caído sobre Mayor Oreja? De
ser así, es posible que ya estuviéramos a tiros. Dos no se pelean si uno no
quiere, y aquí no nos faltan los Tudjmans
pero, por suerte, no nos ha salido un Milosevic.
La deriva yugoslava no es una opción
totalmente disparatada en nuestro futuro, ojala no me toque verlo. La guerra es
lo peor que le puede tocar vivir a una persona. En Yugoslavia, esas tensiones
estallaron en 1991 y la locura duró diez años. Al final, he aquí la lista de
países resultantes: Eslovenia, Croacia, Serbia, Bosnia-Herzegovina, Montenegro,
Macedonia y el Kosovo. Además, Bosnia son en realidad dos países que casi ni se
hablan entre ellos, con capitales distintas (Sarajevo y Banja-Luka), que no se
siguen pegando por la presencia de fuerzas internacionales de interposición y
que sólo comparten el representante en el Festival de Eurovisión, y eso porque
no les dejan llevar a dos.
La cifra de muertos de estas
guerras absurdas en pleno corazón de la civilizada Europa superó los cien mil. Los
refugiados son incontables. Por ejemplo, los yugoslavos eran una potencia en
fútbol y baloncesto. En España había muchos jugadores de ambos deportes, que
vinieron aquí como yugoslavos y, al regresar a su tierra, tuvieron que elegir
nacionalidad. La patria en la que habían nacido y crecido ya no existía. No es
de extrañar que muchos decidieran quedarse. Un caso emblemático: Prosinecky,
jugador del Real Madrid, llegó a España como
yugoslavo y, al volver, se vio en la tesitura de elegir entre ser serbio, como
su padre, o croata como su madre.
No me digan que no es aterrador,
todo esto. Yugoslavia fue un país potente, respetado en todo el mundo, pilar
del Movimiento de los Países No Alineados. Los siete despojos resultantes de su
estallido son países enanos, reinos de taifas sin peso internacional alguno,
dominados por las grandes empresas multinacionales que cuentan con presupuestos
anuales ordinarios diez veces mayores que muchos de ellos. Hay intereses
ocultos en que los Estados grandes se destruyan. Yo he visitado Croacia y me he
encontrado un país vendido a las empresas extranjeras. Fue sospechosa la
rapidez con que la Alemania de Helmut Khol se apresuró a reconocer a este
autoproclamado país. Si los catalanes siguen esa vía, no podemos esperar que
los países con intereses económicos poderosos les ignoren.
En fin, por lo que a mí respecta:
¡¡Abajo el nacionalismo, coño!! Y sobre todo, no pierdan de vista una idea: el
nacionalismo es retrógrado, camina a la contra de la historia, es excluyente, es racista, es fascista. Aunque muchos se crean muy modernos y se pongan pendientes como
Otegui. Por cierto: qué mal le queda, ¿no?