Bien, una de las cosas que más me
molestan últimamente es que nos pretendan vender esta última revolución
tecnológica, ligada al ordenador, los teléfonos móviles, la interconexión
planetaria, la circulación de la información en tiempo real y la posibilidad de hacer negocios con Australia en
lo que se tarda en hacer un click, como algo comparable, o incluso superior, a
la gran revolución industrial de finales del XIX y principios del XX. ¡Por
favor! ¿A quién le cabe en la cabeza comparar lo que supuso la electricidad, el
ferrocarril, el teléfono, la radio, la televisión, el automóvil, la aviación
comercial, la lavadora y la nevera (por hacer una enumeración somera), con la
mierda de estar todo el día enganchado a una pantalla para ver si ha pasado
algo nuevo? ¿Son de alguna utilidad el 90% de los datos que circulan por la
red?
Les pongo un par de ejemplos de
la tontuna imperante, presenciados por mí en los últimos tiempos. Una pareja
cena en un restaurante en la mesa de al lado y hablan de la última exposición
de Renoir en el Thyssen. Ambos tienen sus móviles sobre la mesa y atienden todo
el rato a la entrada de Tweets, Whatsapps o lo que sea. A pesar de la
intermitencia forzada, hablan de algunas obras del pintor. La chica recuerda
con arrobo Después del almuerzo,
cuadro del que afirma que ya le maravilló cuando lo vio en el Metropolitan de
New York. El tipo consulta su móvil, así como al descuido, y rebate el dato: el
cuadro no está en el Metropolitan; está en el Städel de Frankfurt. Y digo yo:
¿aporta algo a la conversación el hecho de disponer de toda la enciclopedia a
un click, para comprobar un dato tan irrelevante?
Otro caso. Dos señoras mayores
con pinta de poco cultas conversan sentadas en el Metro sobre la ola de frío.
Una de ellas enfatiza: –Mi marido ha salido esta mañana a las ocho y doce y ha
vuelto diciendo que hacía dos grados. Les hago la misma pregunta. Esa exactitud
de los datos ¿sirve para algo? ¿Supone algún avance para la Humanidad ? Hace unos
años, esta señora habría dicho: –Mi marido salió por la mañana y regresó
aterido. De acuerdo, tenemos datos más precisos. Supongamos que eso es bueno.
Pero ¿es algo comparable con la construcción de una red de Metro? ¿Con lo que
supuso el ferrocarril frente a la diligencia? ¿Con la generalización del automóvil
a precio asequible? ¿Con la lavadora?
Los inventos, antiguos o
actuales, afectan a la conducta de las personas. Por ejemplo, el automóvil es
un elemento decisivo para cualquier urbanita que se precie. Y la forma de
conducir de alguien revela muchas más cosas sobre su personalidad, que muchos
tests psicoanalíticos. Saben que me precio de observar las conductas humanas y
sacar conclusiones, manía que no dejo de practicar por estar al volante. Antes,
te sucedía que, circulando en manada por una calle de varios carriles, de
pronto te veías detrás de un conductor extra-lento. Tratabas de adelantarlo por
un lado o por otro, maldiciendo en hebreo, y de forma automática pensabas:
este, o es una mujer, o es un abuelo. Y lo malo es que, al adelantarlo, una ojeada
te confirmaba casi siempre el pronóstico. Ya sé que es una observación
machista, yo me limito a consignar una comprobación empírica de repetición y
espero que resulte menos ofensiva por provenir de alguien que forma parte del
otro colectivo señalado, el de los abuelos.
Bien, pues, en los últimos
tiempos, el colectivo de los extra-lentos se ha enriquecido con dos nuevas
tipologías, por cierto, ambas exclusivamente masculinas. UNO, el tipo que va
consultando su móvil, porque ha recibido una señal entrante y no puede esperar
a pararse para retweetear o rebotar
el whatsapp. DOS, el gordo que se va comiendo una palmera de chocolate y se le
ha caído un trozo o las migas sobre la barriga por lo que ha de bajar la
velocidad para solucionar el percance. Para que yo consigne una observación
como conducta tipo, he de haberla observado al menos dos veces. De momento, no
he visto a ninguna mujer atendiendo al móvil (salvo escuchando algo con el
aparato en la oreja), ni comiendo cosas al volante. Todo se andará, porque algunas
tienen tendencia a imitar las conductas masculinas.
Esos dos nuevos tipos de
conductores extra-lentos son hijos de nuestro tiempo (el gordo tal vez es un
tipo que sólo ejercita una musculatura: la de los pulgares en el teclado del
móvil). Porque ya se ha proclamado en este foro que el móvil es, a día de hoy,
el auténtico opio del pueblo. La sobreinformación que padecemos, incide también
en la forma en que ejercitamos otros músculos: los mentales. Por ejemplo: yo
antes me sabía de memoria unos diez o quince números de teléfono, de familiares
y amigos. Ahora ya no sé ninguno. Casi ni siquiera el mío. Les juro que, a
veces, me lo piden y tengo que comprobarlo en el aparato, porque no estoy
seguro. Por supuesto, ya no sé hacer una raíz cuadrada y pronto me olvidaré de
dividir.
Pero es que además de todo esto,
el aparatito de los cojones está logrando que la gente no sea capaz de
disfrutar de un paisaje, sin ponerse como locos a hacer fotos para colgar en el
Facebook. O de asistir a un concierto de rock, sin captar compulsivamente
imágenes y pequeños vídeos para mandar enseguida a todo el mundo. O de ver un
debate en la tele sin controlar de reojo cuantos me gusta cosecha cada uno de los participantes. Al final esta
idiotez colectiva nos impide disfrutar del tiempo. Nos impide perder el tiempo.
Estamos perdiendo el supremo placer de tocarnos las pelotas a dos manos. De no
hacer nada, el mejor caldo de cultivo para la reflexión o la filosofía. Ahora
estamos todo el día ocupados en pequeñas tareas estériles e improductivas. El
chiste de hoy de Forges abunda en lo mismo.
Mi
amigo Ronaldo Menéndez ha colgado en su perfil de Facebook una reflexión
deliciosa sobre Proust y el tiempo perdido, que viene como anillo al dedo y que
les transcribo abajo. Una pequeña joya literaria. Por cierto, de nuevo les
insisto encarecidamente: lean su novela La
Casa y la Isla. No les
decepcionará.
Quisiera comenzar diciendo que Marcel Proust
sigue tan vivo como siempre en manos de sus lectores. Pero eso es mentira.
¿Quién está dispuesto a perder su tiempo leyendo las más de 3000 páginas de En
busca del tiempo perdido? Recuerdo que cuando empecé Por el camino de Swan, a
mis 22 años de tiempo perdido, una amiga que hacía su doctorado en la
Universidad Complutense de Madrid, me dijo: ¿Por qué te torturas?
Y es que leer a Proust hoy, como ayer, es
una profunda y dilatada experiencia de ocio. Sólo que hoy nadie está para el
ocio, lamentablemente. Y lo lamento no llevado por pruritos eruditos (que hasta
rima), sino porque me parece una evidente pérdida de índole existencial que en
nuestro tiempo germine esta incapacidad de leer a Marcel Proust. ¿Por qué? Muy
sencillo: la obra de Proust se titula coincidentemente En busca del tiempo
perdido, y tanto su escritura como el acto de leerla, implican una apacible
exploración de un tiempo que no es el de los relojes. Hacer escala silenciosa
de muchas horas en la nada de la ausencia de trama. Como su propio autor dice,
es “volver a vivir”, a través de los recuerdos. Recuperar nuestra vida y
salvarla por el camino de la memoria sensorial y lo infraordinario, en términos
de Perec.
Es sintomático entonces que en los tiempos
que corren no haya tiempo para leer a Proust. Pues vivimos en un tiempo
práctico, donde el acto inefable de mirar hacia el techo, o quedarse suspendido
contemplando el humo de un cigarrillo haciendo volutas metafísicas por toda la
habitación, ha sido degradado a la condición de pérdida de tiempo.
Definitivamente, hoy Newton no hubiera tenido tiempo para tumbarse a observar,
por casualidad, esa manzana.
El tiempo subjetivo y emocional que nos
enseña Proust a lo largo de sus siete novelas, cada vez sucumbe más al tiempo
implacable de los relojes donde nuestros movimientos siempre tienen un fin
preciso. Cuando estuve en la tumba de Proust hace unos años, agarré con mucha
imaginación un ramo de flores del muerto del costado, y se lo coloqué al
maestro del tiempo recobrado. Luego estuve una hora mirando el camino por donde
no pasaba nadie.
En fin. Estarán de acuerdo en
que, en estos tiempos, nadie se pone a leer En
busca del tiempo perdido y es una pena. Yo, como ya soy una persona de otra
época, he emprendido un empeño similar. Me estoy leyendo la Historia de la Revolución Rusa, tres
tomos, escrita por León Trotsky. Resulta que, como se cuenta en El hombre que amaba a los perros,
Trotsky fue desterrado a Kazajstán por Stalin. Allí, a veinte bajo cero, se
encontró sin nada que hacer. No había móviles ni Ipads en ese tiempo. Así que, hiperactivo como era, decidió emplear
su tiempo en reseñar la historia de la Revolución, cuyo desarrollo en detalle
conservaba aún en su memoria. Y se puso a ello con su certera y ácida pluma.
Cuando yo estaba acabando de leer el libro de Padura, le comenté esto a un
compañero de viejas fatigas trostkistas, ahora en el Ayuntamiento como yo,
quien exclamó: –¡Pero si yo tengo el libro traducido al español! Mañana te lo
traigo.
Son tres tomos de lomos
descoloridos, olor indescriptible y letra minúscula, de los que editaba
clandestinamente El Ruedo Ibérico desde París. Los tuve un tiempo en la
estantería del salón de mi casa, sin decidirme a empezar su lectura. Pero ahora
mi colega amenaza con jubilarse, así que me he puesto manos a la obra. La prosa
de Trotsky es apasionada, turbulenta, adictiva. Los tres tomos desmenuzan el
año 1917 en San Petersburgo (a la que Trotsky llama Piter en ocasiones). El hecho de que las revueltas se desarrollen
en los parajes que yo recorrí hace unos meses (la Nevski Prospekt, el Gostini
Dvor, el teatro Mariinsky o la fortaleza de San Pedro y San Pablo, donde
Trotsky estuvo preso), hacen mi lectura más emotiva.
Por otro lado, entiendo
perfectamente la necesidad compulsiva de escribir, de un hombre al que, en
pleno desarrollo de una actividad agotadora que le impedía casi dormir, Stalin
le hace la putada de mandarlo a un terrible exilio en las tierras heladas de
Kazajstán, en donde no tiene nada que hacer. Yo también sufrí un corte vital de
ese tipo (salvando las distancias y la proporción), cuando fui obligado a interrumpir
mi trabajo municipal incansable, y cambiarlo por largas horas diarias de
cumplir un horario absurdo. El mío fue un exilio interior y, como Trotsky, yo
también hube de ponerme a escribir para no volverme loco, revolución vital que
está en el origen de la fundación de este blog que tanto les entretiene.
Cuídense. Y aprovechen su tiempo. Pero no lo desperdicien frente a aparatejos
de pantalla brillante. Mejor disfrútenlo mirando a las musarañas. O cazando
gamusinos. O leyendo mi blog, una forma más de perder gozosamente el tiempo.
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