viernes, 25 de septiembre de 2015

431. El ataque con gas sarín en el Metro de Tokio

Como saben, hace años que soy seguidor fiel de Haruki Murakami, un autor del que no sólo me compro y leo compulsivamente todos los libros que se van publicando en España, sino que además es mi ídolo y querría ser como él de mayor: dedicar mis mañanas a correr y escribir, echarme una siesta después de comer y ya no hacer nada hasta la noche, excepto vivir, cuidar a los amigos, ir al cine, leer, etc. Es además una persona de una sensibilidad y una honradez extraordinarias, cualidades que transmiten todos sus libros sin excepción.

Dicho esto, he de aclararles que, una vez que este hombre se ha convertido en una superstar de la literatura, su editorial española se esfuerza en sacar con regularidad nuevos libros suyos, para que no decaigan las ventas. Pero Murakami no escribe a esa velocidad y ha alcanzado un estatus por el que sólo publica (en Japón) cuando él quiere. ¿Cómo lo hacen en España? Pues muy fácil: rescatando viejos textos, novelas del principio, libros olvidados. Les importa un rábano que su calidad (en algunos casos) no sea tan alta. Sólo con que en la portada ponga Murakami, con una mínima promoción se venden ejemplares como churros.

Les cuento esto para que no se lancen a comprar todo lo que se publique de este señor, porque pueden llevarse un chasco importante. No es mi caso; a mí me gusta casi todo lo que firma. Hasta ahora había leído tres tipos de obras de este señor En primer lugar las novelas, algunas de ellas sublimes: Al sur de la frontera/al oeste del sol, Tokio Blues, Kafka en la orilla y 1Q84. Segundo, las colecciones de cuentos. Casi todas tienen algún relato espectacular, intercalado con otros peores. En esta disciplina, yo calificaría su producción de irregular. Y, en tercer lugar, un texto inclasificable: De qué hablo cuando hablo de correr, su libro más personal y autobiográfico en donde explica todos los detalles de su otra pasión: la carrera de fondo.

Bien, pues en estos momentos estoy leyendo un libro de un cuarto tipo. Se titula Underground y acaba de ver la luz en España, aunque el autor lo publicó en Japón a finales de 1996. El libro es el resultado de una investigación sobre un suceso tremendo ocurrido un año antes: el ataque terrorista en el Metro de Tokio, por el que cinco activistas de una secta dispersaron gas sarín en plena hora punta de un día de diario. Les voy a contar un poco de qué va este libro, sin miedo a chafárselo, porque no les recomiendo que lo lean. De hecho, yo he tenido que dejar de leerlo en la cama porque, en vez de darme sueño, me desvelaba y me intranquilizaba, hasta dejarme a las dos de la mañana con los ojos como platos. El ataque fue perpetrado por seguidores de la secta Aum Shinrikyo (La verdad Suprema). Se trata de un grupo liderado por un gurú llamado Shoko Asahara, cuya imagen tienen abajo.

Este angelito perdió la visión de un ojo cuando era niño y esa minusvalía condicionó en parte su trayectoria posterior, lejos de los ambientes universitarios y dedicado a la meditación y al cultivo del yoga extremo (si es que eso existe). En 1987, regresó de uno de sus viajes a la India y proclamó ante sus amigos que ya había alcanzado LA ILUMINACIÓN. Entonces empezó a congregar a su alrededor a una serie de gentes que seguían sus enseñanzas a pies juntillas. Unas enseñanzas basadas en una concepción sincrética del mundo, que incorporaba conceptos budistas, hinduistas y cristianos, en un batiburrillo que acababa por pronosticar el inminente armagedon, que acabaría con nuestro mundo mezquino. No se supieron nunca los motivos o los mecanismos mentales que llevaron a la secta a perpetrar ese ataque, porque nunca lo explicaron. Pero digo yo que a lo mejor lo que pretendían era acelerar el proceso que anunciaban.

Siete años después de su fundación, la secta contaba con decenas de miles de seguidores en todo el mundo y disponía de una estructura administrativa dividida en Ministerios. El Ministerio de Industria había conseguido fabricar gas sarín e incluso habían hecho una prueba un año antes, en 1994, en lo que dio en llamarse el incidente de Matsumoto, con resultado de 8 muertos y unos 200 afectados. Se sospechó de su autoría, pero no consiguieron probarla. El 20 de marzo de 1995, diez miembros de la secta, seleccionados expresamente por el líder, se prepararon para ejecutar la acción.

La noche anterior se concentraron en la sede, donde disponían de dormitorios colectivos. Al despertar, hicieron sus oraciones y procedieron a hacer un ensayo general. La cosa consistía en que cinco de ellos entrarían en el Metro y se subirían a vagones de las cinco líneas más concurridas, portando una especie de tetrabricks (dos cada uno) con el gas letal, que situarían en el suelo junto a ellos. A una hora convenida, todos a una pincharían esos envoltorios con paraguas afilados y saldrían a la calle. Los cinco restantes eran conductores de automóvil: su misión era llevar a los otros a las estaciones y recogerlos luego para huir a un escondite seguro. Los afectados esta vez fueron 6.000, muchos con graves secuelas. Pero los muertos fueron sólo 13, por lo que explicaré más abajo.

Un año después, con toda la cúpula detenida y en proceso de juicio, en la prensa apenas se hablaba de las víctimas. Es entonces cuando Murakami piensa que es su deber hacer un informe exhaustivo sobre este tremendo suceso, dando voz a las víctimas y testigos que encontrase y que quisieran contarle su vivencia de ese día terrible. Dedicó un año entero a este empeño, para lo que contó con dos ayudantes. Lo primero era localizar a las víctimas. Empezó por dirigirse a la policía, en donde, como es lógico, no le quisieron ayudar (la protección de datos y todo eso). Entonces, con sus ayudantes empezó a buscar recortes de prensa, testimonios gráficos, reportajes de televisión. Contó con la ayuda de vecinos y pequeños comerciantes que le informaban de la presencia en el barrio de alguien relacionado con el suceso. Al final localizó a unas 200 personas. Pero la mayoría no querían hablar del asunto ni revivir esos días. Por fin consiguió una lista de unos 60 dispuestos a colaborar.

La dinámica con cada uno de ellos era la misma. Murakami se citaba con él y le solicitaba sus datos personales. Luego grababa la conversación que mantenían, en la que le pedía que hablara de cómo había sido su vida, en qué trabajaba, cómo era su familia, etc. A continuación debía contar sus recuerdos de ese día infausto. Y al final, les preguntaba sobre sus sentimientos acerca de los miembros de la secta. Esas grabaciones, eran transcritas por sus ayudantes. Entonces, Murakami las reescribía, eliminando pasajes repetitivos y dándole una cierta unidad literaria. Cuando tenía un primer borrador, se lo mandaba al afectado, para que diera su visto bueno o cambiara lo que quisiera. El autor respetaba siempre los deseos de cada uno, reelaboraba el texto y se lo volvía a mandar. El proceso se repitió en algunos casos hasta cinco veces. Entre los fragmentos eliminados, el autor confiesa que había pasajes extraordinarios, que le dio pena borrar, pero él siempre respetó las instrucciones de los afectados. Algunos le pidieron utilizar seudónimos y Murakami advierte en el prólogo que no le parece correcto desvelar cuáles son seudónimos y cuáles nombres reales.

El libro reúne esos más de 60 testimonios y tiene 550 páginas. Es un poco repetitivo a veces, pero siempre conmovedor. Y aporta detalles espeluznantes. Los cinco ejecutores eran miembros de la elite cultural y científica del Japón, que se habían sumado a la secta. Uno de ellos, por ejemplo, había sido el jefe del servicio de Cardiología de uno de los mejores hospitales de Tokio, hasta que lo dejó todo (trabajo, familia) para sumarse a esa locura. En el juicio dijo que, cuando recibió la orden, tuvo un vago vestigio mental de que aquello no estaba bien, pero al final pudo más la obligación de cumplir las órdenes del líder. Otro de ellos, era ingeniero informático, número uno de su promoción. Parece que éste, después de estar en el Metro listo para agujerear los envoltorios, sufrió un ataque de horror, los recogió y se salió a un andén, en donde estuvo un rato meditando hasta que se decidió. Entonces se subió a otro vagón y cumplió las órdenes. Murakami profundiza en el componente aleatorio que salvó la vida a los pasajeros del primer vagón, que quizá hoy día ni siquiera sean conscientes de lo que pudo haberles sucedido.

Un tercer terrorista era el talentoso químico que había logrado sintetizar el gas letal. Murakami, con su habitual perspicacia, viene a sugerir que Asahara eligió precisamente a estos elementos brillantes como ejecutores, para someterlos a prueba a ver hasta dónde eran capaces de llegar, lo que certificaría definitivamente su sumisión. Cuenta también cómo el menos preparado y culto de los cinco, al hacer los ensayos (con recipientes idénticos llenos de agua), pone tanto énfasis que rompe su paraguas y tienen que afilar otro para dárselo. Estos elementos fueron todos identificados y detenidos. Del juicio, que se terminó en 2004, salieron 12 condenados a muerte y otros a diversas penas. Ninguno de los 12 ha sido todavía ejecutado, por las complejidades del sistema judicial japonés. Asahara, obviamente uno de ellos, perdió voluntariamente el habla a mitad del juicio y hoy en día mantiene su silencio.

El libro es un mosaico de testimonios que Murakami reproduce escrupulosamente sin añadir nada. Ahí hablan víctimas, familiares, bomberos, empleados del Metro, médicos, etc. Todos cuentan su experiencia. Entre ellos, uno de los médicos, responsable directo de que el número de víctimas mortales no fuera más alto. Se trata del facultativo que atendió a los afectados en el incidente de Matsumoto un año antes. Había investigado al respecto, sabía cómo actuar en casos así y había elaborado unos protocolos al respecto. Este señor, cuando empezó a ver en la tele las noticias del atentado, a título personal se puso a enviar por fax (no había entonces mail) esos protocolos a todos los hospitales de la ciudad. Gracias a su gesto, en todos lados supieron qué debían hacer y salvaron muchas vidas.

En una ciudad como la nuestra, que ha sufrido el 11-M y tantos atentados de ETA y GRAPO, no podemos dejar de sentir un intensa empatía con esa gente corriente que hace comentarios como estos que les transcribo: –Yo seguía caminando y veía gente tirada en el suelo y pensaba: ¡pero cuántos epilépticos se han juntado esta mañana! Otro: –Si no me hubiera parado a ayudar a aquel hombre en el suelo, no me habría visto afectado, pero yo soy de barrio y, si veo a un tipo en el suelo, voy y lo ayudo, no lo puedo evitar. Otro más: –Yo seguía y seguía caminando, al límite de mis fuerzas, porque tenía que llegar a mi oficina, ese día cerrábamos balances y no había nadie que pudiera sustituirme en mi trabajo. En fin, la gente huía despavorida de los andenes, trataba de salir a la calle porque se ahogaba. Pueden imaginárselo.

Un último matiz. Ya saben que hay tipos que le dan un empujón a alguien en el Metro, justo cuando entra el tren. Entonces decimos: –Ese es un loco. El enloquecimiento individual es algo que puede entenderse. El colectivo es más difícil de explicar, pero yo suelo ligarlo a mentes simples, capaces de dejarse manipular por una idea, o una mente dominante. En los grupos terroristas, los jóvenes recién captados se suelen rodar con pequeñas actuaciones: cortes de tráfico, rotura de cristales de bancos, pequeñas agresiones. Sólo los elegidos pasan al siguiente nivel. Lo de este caso del gas sarín es algo insólito para mí. Me resulta difícil imaginar al antiguo jefe del servicio de Cardiología de un hospital puntero montándose en un Metro con una bolsa de gas sarín y pinchándolo con un paraguas. Encima, inducido por un elemento medio ciego, sin estudios y con la cara que ven arriba en la foto. 

Pero creo que esto explica de forma muy explícita otros enloquecimientos colectivos, como el de los alemanes cultos y preparados que fueron arrastrados a un abismo de horror por un tipo bajito, feo, ignorante y con un bigote decididamente absurdo. O el de los italianos abducidos por un showman inculto y ridículo. Por no hablar de los españoles seguidores del enano de la voz atiplada. A dos días del peculiar domingo que nos espera, no voy a hacer más comparaciones porque, como dice una querida comentarista, no está el horno para bollos y yo no quiero contribuir a la crispación. Que ustedes lo pasen bien.   
    

2 comentarios:

  1. Terrorífico. Mi primera reacción ante un tema del que había oído hablar vagamente, pero no conocía los detalles es: ¡Qué raros son estos japoneses! Pero sus dos últimos párrafos nos previenen de conclusiones de ese tipo: en cualquier sociedad puede suceder lo mismo. Compararlo con el asunto Cataluña es un poco excesivo, pero entiendo su razonamiento: se trata también de un caso de enloquecimiento colectivo. Por fortuna, educado y no violento.

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    1. Entro a colgar mi post 434 y descubro alborozado que hay hasta cuatro comentarios pendientes de respuesta. Empiezo por este. Comparar a los catalanes con los japoneses es ciertamente impropio. Los del país del sol naciente son un pueblo correcto, educado y cívico hasta extremos increíbles. Desde luego que los catalanes no son así. Lo que está pasando en Cataluña proviene de los intereses económicos más cutres, corruptos y espurios del clan del señor Pujol que, con objeto de expoliar aun más a su pueblo y salirse de rositas, imaginó el sueño de una Cataluña independiente, con Hacienda y Justicia propias que no le afearan su conducta de décadas de robar a su pueblo. Para esa sinvergonzonería, abrieron la caja de Pandora de los sentimientos antiespañoles que muchos catalanes tenían, seguramente con razón y motivos sobrados. Ahora, como proverbiales aprendices de brujo, no saben cómo controlar un asunto que se les ha ido de las manos. El prusés es educado y no violento, por ahora. Ya me lo dirá usted cuando empiecen las pedradas a los cristales y las agresiones a la gente que no les siga el rollo.

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