El jueves, 1 de julio, después de
mi conferencia me fui caminando al hotel, me quité toda la ropa y me sentí a
gusto, con los deberes hechos. Mi trabajo había terminado y tenía unos días
para descansar de verdad. Llamé a Lucas y le dije que escogiera el lugar en
donde quería que le invitara a nuestra última cena. Eligió repetir el snitzel salad de nuestra anterior
velada. En esa cena me dio sus sabios consejos de orador. Dimos una vuelta y
se vino conmigo al hotel un rato. Era la última noche y a ninguno de los dos
nos gustan las despedidas, pero no quedaba otra. He de decir que el B&B Hotel
Leipzig-City de la Nikolaistrasse es un lugar funcional y minimalista, bien
situado y que me resultó muy práctico durante las 11 noches que dormí allí.
El viernes me levanté descansado,
después de dormir como un niño. Empecé a preparar la maleta y, a las 9, bajé al
Café Riquet, a por mi habitual milchkaffee con croissant. El dueño del Café
Riquet es un tipo que abre cada día a las 9 en punto y se queda allí todo el
rato controlando el gallinero de ayudantes femeninas que atienden a las mesas
con delicadeza extrema. La que me solía servir cada día era la única que sabía
un poco de inglés. Le dije que ya no iba a volver más y me corrigió: por el
momento (by the moment). Luego subí
al hotel, me lavé los dientes, terminé mi equipaje y salí por última vez a la
Nikolaistrasse para dirigirme a la estación. Localicé el andén 12, comprobé que
el tren a Berlín salía de allí y me senté plácidamente en un banco a enredar
con el móvil, mientras esperaba el tren.
Había cogido un billete para las
11, con la intención de llegar a Berlín-Hauptbahnhof a las 12, caminar con mi
equipaje a rastras hasta la Oranienburgerstrasse, donde estaba mi hotel esta
vez, tomar posesión de mi habitación, colocar las cosas, descansar un poco y
tener todavía margen para comer algo por la zona y poder callejear en la tarde
berlinesa. El sol tomaba altura en el cielo de Leipzig y empezaba a apretar el
calor. El tren llegó con diez minutos de retraso, busqué un vagón de segunda y
me coloqué plácidamente ocupando dos
asientos, con mi maleta al lado. El convoy arrancó con la suavidad habitual,
entre mensajes en alemán difundidos por la megafonía, y salimos a los campos
verdes de esta zona llana de Alemania.
Un rato después, apareció un
revisor veterano y corpulento, con uniforme azul marino, gafas de pasta y bigote blanco como
el mío. Le pasé mi billete y entonces palideció y empezó a regañarme en alemán.
No entendía lo que me quería decir, excepto que utilizaba mucho el nein (no). Le pregunté si podíamos
hablar en inglés, en francés o en español. Nein.
El tipo sólo sabía alemán. Pensé que el problema era que estaba en un vagón
exclusivo para viajeros con reserva y le hice saber que no me importaba
cambiarme de vagón. Me gritó entonces algo como die problem is nicht wagen. No entendía nada. Entonces empezó a
hacer unas señas enérgicas: me señalaba (yo), señalaba el suelo (el vagón), y
luego concluía NEIN. Como no le entendía, le mostré mi billete y dije: BERLIN.
Entonces señaló el tren y me respondió: MUNICH. Miré alrededor pidiendo ayuda a
alguno de los otros viajeros. Un chaval con una mochila gigante se acercó y me confirmó
lo que ya me estaba temiendo: you took
the wrong train, man.
Le pedí que me ayudara como
traductor y se enterase de qué debía hacer. Consultó con el revisor y me
tradujo. La primera parada era en Jena. Allí podía bajar y tomar el tren de las
13.08, en la dirección contraria. El revisor escribió algo en mi billete, para
que no tuviera problemas. Les di las gracias a los dos, pero protesté
levemente: el billete decía que el tren estaría en la vía 12 y yo había llegado
con tiempo a la vía 12, había comprobado que el tren de esa vía iba a Berlín y
me había despreocupado. A través del traductor, el hombre me hizo saber que a
última hora, el tren que yo debía tomar había cambiado a la vía 8, por culpa de
las obras en la estación. Pero yo no había vuelto a mirar los carteles y no me
había enterado. Al final, la cosa se resolvió con un retraso de tres horas
sobre mis planes. Una hora de viaje a Jena, otra de espera en esa remota
estación (en el camino de Weimar y Erfurt) y una tercera del viaje de vuelta. A
las dos de la tarde volví a pasar por la Leipzig Hauptbahnhof.
Esta jaimitada se suma a las
otras dos que he cometido en este viaje. Me refiero a la pérdida del pen-drive
con mis presentaciones y al hecho de que por segundos no perdí el tren de
vuelta desde Dresde. En los tres casos tengo excusas fundamentadas. Mis
presentaciones las tengo guardadas en varios lugares y la pérdida del pen-drive
no era irreversible. En Dresde estaba enfrascado en una interesante cena con
una dama, delante de unas delicatessen libanesas. Y en esta última, llegué con
demasiada antelación al andén y no me percaté del cambio de vía de última hora.
Las tres emergencias se solucionaron sin mayores quebrantos, pero yo creo
bastante en la suerte y las fuerzas telúricas que gobiernan el universo. Tres jaimitadas
son muchas como para no tomármelas como una advertencia del destino. Estoy
mayor, mi memoria no es tan buena como antes y he de estar más pendiente de los
detalles, si no quiero que me suceda algo realmente grave.
Ahí lo dejo, aunque el asunto que
les planteo tiene un estrambote final que les revelaré en el próximo post, el
último de esta serie. Mi tren no llegó, pues, a Berlín a la hora prevista (las
doce), sino a las tres de la tarde. Cabezota como soy, mantuve mi plan de
caminar desde la Berlín Hauptbahnhof hasta mi hotel, a la mitad de la
Oranienburgerstrasse. Previendo que llegaría a Berlín tarde para comer, me
había zampado un sándwich con una cerveza de botella en mi espera de una hora
en la estación de Jena. Pero lo que no imaginaba es que en Berlín hiciera tanto
calor. Y que las ruedas de mi maleta eligieran ese momento para decir basta. Mi
maleta tiene cuatro ruedas, originalmente con revestimiento de caucho. Dos de
ellas lo habían perdido en algún viaje anterior, pero las otras dos cascaron en
este. El caso es que llegué bastante agotado y sudoroso a mi nuevo alojamiento,
otro hotel de la cadena Meininger como el de hacía quince días, pero situado en
esta bulliciosa calle.
Como ya me sabía los trucos,
agarré un puñado de tickets de Internet del cestito del mostrador, para poder
conectar ordenador, tablet y móvil, y dije que no quería desayunar, en la
seguridad de tener dos días de buffet by
the face. Me dieron una habitación interior en la que lo primero que hice
fue desnudarme entero, lo segundo darme una ducha, lo tercero echarme una media
siesta y lo cuarto escribir un post llamado El
lector manda. Luego bajé a callejear por Berlín. Avancé por la
Oranienburgerstrasse hasta la Monbijoustrasse, que tomé a la derecha. Esta
pequeña calle te lleva justo a un puente sobre el Spree que da acceso a la
llamada Isla de los Museos. Pero no crucé ese puente, sino que seguí por el
camino que bordea el río. Es una zona llena de chiringuitos con música y
animación máxima y estaba abarrotada de gente sentada por el verde o
repantigada en tumbonas frente al río, aprovechando el fresquito del atardecer tras un día de calor extremo.
El primer chiringuito se llama
Hamlet y tenía una música de salsa a todo volumen. Parejas expertas bailaban a
la luz del anochecer, bajo los árboles adornados con guirnaldas de bombillitas.
Un poco más allá, el kiosco Ampelmann estaba también muy concurrido. Pasé un par
de veces bajo la línea elevada del S-bahn, hasta llegar a la estación
Hackescher Markt, donde hay un montón de restaurantes cuyas terrazas se
extienden por la plaza. Me senté en uno y me comí un rumpsteak, que es un filetazo de tamaño natural, con patatas fritas
y ensalada. Lo acompañé con una weissbier,
la cerveza de trigo típica de Baviera, la que se toma en la fiesta de la
cerveza de Munich. Varios grupos de música amenizaban la velada por turno, entre ellos un
combo de metal rumano cojonudo. En un momento dado, atacaron el Hit the road, Jack, de Ray Charles, y
estuve a punto de lanzarme a bailar con ellos. Volví al hotel bordeando otra vez el río y dormí de nuevo como un cura. ¿Cómo? ¡Ah! Que no saben de qué
canción les hablo. Aquí se la pongo. Verán cómo les suena. La versión no es
muy vistosa, pero es la original. Que duerman bien.
Repasando tus textos TR, así todos de una vez, algo que hago con todos tus viajes blogueros, encuentro un cabo suelto que has dejado sin resolver. ¿No dijiste que ibas a ir al concierto de ZZ Top en la Ciudadela de Spandau? No has comentado nada más al respecto.
ResponderEliminarTienes razón. Lo cierto es que, al llegar al hotel de Berlín, busqué información sobre el concierto y la entrada más barata valía ¡¡60€!!. Sobran los comentarios. Yo creo que, en este momento pagaría 60€ por muy pocos artistas. Tal vez por ver a Bruce Springsteen. Y para de contar. ZZ Top son bastante malos, y pagar ese dinero por ver a un grupo malo, en su decadencia, sólo porque dos de sus miembros llevan sin afeitarse desde su adolescencia, pues no entra entre mis presupuestos mentales. Dediqué tan poco tiempo a tomar esa decisión, que olvidé reseñarlo en el blog.
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