Se queja una amiga de que tengo
el blog un poco abandonado en este viaje. Tiene razón, pero es que hasta hoy no
he dispuesto de tiempo para escribir textos. Ayer di mi última conferencia,
todo ha ido razonablemente bien, como les contaré, y ahora tengo un par de días
de asueto hasta el sábado en que vuelo desde Berlín. Por cierto, el hecho de
que junio se haya cerrado finalmente con 12 posts como todos los meses de este
año, es casual; les juro que esta vez no ha sido adrede. Mis lectores buscan
distintos tipos de información. Algunos quieren encontrar aquí reflexiones
profundas o, al menos, divertidas sobre temas de actualidad. Otros usan mi blog
de guía turística, centrados en los datos e informaciones geográficas, por si un día se
aventuran a venir por estas tierras. Y luego están los que disfrutan con los
detalles del tipo: “me picaba un pie, me puse crema y mejoró”, o bien: “me comí
un curry buenísimo”. Bien, hoy intentaré contentar a todos. Ya saben: los
artistas, como Pantoja y yo, nos debemos a nuestro público, arsa.
Vamos al revés. Primero las
minucias. El miércoles 24 me había acostado sin cenar, salvo el referido bretzel relleno, con ein kleines Biere (espero haberlo
escrito bien esta vez). Michael me dejó al lado de mi hotel cerca de las 12 y ya
no encontré nada abierto. Así que el jueves 25 me levanté con un hambre canina,
me duché y bajé corriendo a una panadería artesanal en la que los días
anteriores había visto algo similar a lo que los asturianos llaman bollus preñaus. Me zampé uno de esos con
un café y terminé inflado y agotado: era una barbaridad dietética, con un pan
de centeno integral súper espeso, relleno de jamón empastado generosamente con
queso fundido y coronado con un pegotón de nata fresca espolvoreada con ciboulette cortadito. Que sí, que ya sé que en
castellano hay una palabra equivalente (cebollino); no lo pongo en francés por
presumir de snob o diletante políglota, es que para mí un cebollino es un tío
muy tonto.
Bueno, pues tras ese desayuno
desmesurado, intenté caminar un rato pero estaba cansado y todavía un poco
flojo con mi catarro. Así que me subí al hotel a escribir un texto que di en
llamar “Houston, tenemos un problema”. Tras terminarlo, bajé otra vez a
callejear por ahí. Todavía tenía el bollu preñau casi en la garganta, así que
opté por acercarme a un puesto de curry
wurst que hay en el arranque de la Peterstrasse. Me comí tan magro almuerzo
en un banco del parquecito vecino y luego me obsequié con una cerveza en una terraza
junto a la iglesia de Santo Tomás. Aquí dicen Saint-Thomaskirche, pero eso de kirche se pronuncia algo así como kirgiaa. Por cierto, aquí para saludar has
de decir halloo. Si la cosa es más
protocolaria, puedes usar el guten morgen
(guten abend, en la tarde-noche, y guten nacht para irse a dormir, con la ch pronunciada como jota). En un nivel
intermedio, puedes decir solamente moogen,
por la mañana, y shoen-abend (bonita
noche) por la tarde. Y para despedirse, se dice algo así como shiuus. Todo el mundo utiliza esta especie de estornudo, versión teutona del chao, que se escribe, como siempre, con sobredosis de consonantes: tschüss.
Esa tarde la pasé callejeando por
la ciudad, aprovechando que la temperatura había subido un poco y haciendo
tiempo hasta que Lucas saliera de la Uni. A última hora, quedamos para ir a un
H&M a comprar ambos algo de ropa, en mi caso calcetines más gordos para no
agravar el catarro. A las 11, nos acercamos a la Goethestrasse, donde está la
parada de los autobuses interurbanos Meinferbus. Mi hijo menor Kike llegaba de
Berlín a esa hora y aún tuvimos tiempo de tomar juntos una cerveza. A partir de
aquí vinieron una serie de días empleados en diversas actividades con mis
hijos, que pueden resumirse rápido. El viernes, Kike se despertó tarde en medio
del caos (su hermano se había ido a la Uni) y me llamó para comer juntos. Nos
tomamos unas ensaladas en la Barfussgässchenstrasse, una calleja que sale de la
Marktplatz, tan llena de terrazas de restaurantes, que apenas queda espacio
libre en el centro para que se crucen dos peatones. Por la tarde, acudimos los
tres a merendar-cenar a casa de Michael, en la zona de la
Karl-Liebnknechtstrasse. Ya les cuento del festejo en otro lugar. Era bien
entrada la noche cuando terminamos: yo me fui al hotel y mis hijos se fueron de
parranda con la peña de nepalíes y andaluces hasta la madrugada, como habría
hecho yo también si tuviera su edad.
El sábado, esperé a que mis hijos
amanecieran y luego comimos en el Ramen, un restaurante japonés-coreano que nos
había recomendado Michael, en donde nos tomamos cada uno un onigiri y un plato de ramen, exquisitos fideos orientales. Tras echarnos una siesta en el meadow de un
parque cercano (la mejora del tiempo era ya imparable), nos fuimos a casa de
Lucas para unos asuntos. Michael me había dado un formulario a rellenar,
que le había enviado Doris Gstach por mail desde Erfurt, para que me puedan
pagar la clase dada. El problema es que estaba íntegramente en alemán, por lo
que necesitábamos ayuda de alguno de los compañeros alemanes del piso de Lucas.
Hube de buscar en Internet el IBAN y el SWITCH de mi cuenta y aprovechamos para
comprar el billete de bus de Kike a Berlín para el día siguiente. Luego, yo me acerqué a casa de Michael a llevarle los papeles rellenos y firmados y estuve con él un buen rato. Por la noche, me reuní con mis hijos y fuimos
a comernos unas hamburguesas al lugar adonde me habían llevado en mi primera noche en
Leipzig, ese donde pasé un frío terrible. Esta vez se estaba muy a gusto.
Dejaré el domingo para el post
siguiente, porque ya va siendo hora de hablar de Leipzig y subir algunas fotos.
Leipzig tiene algo más de medio millón de habitantes y es una ciudad acogedora,
culta, con una potente universidad que abarca todas las ramas, una nutrida actividad
cultural y de ocio, y una continua movida festiva por la calle, en donde
menudean las performances y los músicos callejeros. La gente es tranquila,
alegre, callejera y amable. Están muy orgullosos de ser el lugar en donde se
inició la revolución que acabó con la caída del muro de Berlín. No hay muchos
turistas, porque es un destino fuera de los circuitos de los tour-operators, pero es un lugar muy agradable para vivir, tal vez
no tanto en el más crudo invierno, aunque Michael dice que no es para tanto.
Lucas está plenamente integrado y feliz aquí; es increíble lo bien que se
maneja en alemán, después de apenas tres meses en Leipzig.
Mis días en Leipzig comenzaban
invariablemente con un desayuno en el café Riquet, cuyas fotos ven arriba. Allí dan un buen milchkaffee (pronúnciese tal como se
escribe) y unos croissants extraordinarios, de elaboración propia. Es un lugar, más que
parisino, vienés, algo que subraya una música de fondo que combina las alegres
melodías del charlestón de los años 20 con los brillantes valses de Srauss. La
vida de la ciudad gira en torno a la Marktplatz, la plaza del mercado, situada
frente al Altes Rathaus o viejo
Ayuntamiento. Allí, al menos tres veces por semana, se organizan mercadillos y saraos con orquestillas. El edificio del
Ayuntamiento, que ven abajo, tiene su torre no centrada, sino situada de
acuerdo con la proporción áurea. De allí salen la Peterstrasse, donde están la
mayoría de los grandes centros comerciales, y la Grimmaischestrasse, que
termina en la Augustusplatz, principal centro de reunión ciudadana en la periferia
del centro histórico.
En la Augustusplatz están los modernos edificios centrales de la nueva Universidad, construida después de la reunificación alemana. Es la nueva cara de esta prestigiosa institución en la que estudiaron, entre otros, Goethe, Nietzsche, Leibnitz y hasta Marx y Engels. Casi nada. La fachada principal, rinde homenaje a la antigua iglesia de St Pauluskirche, donde solía Bach tocar el órgano. Esta iglesia fue dinamitada por los soviéticos, con gran disgusto de la población local (la verdad: qué ganas de tocarle los órganos al personal). Al menos dejaron que se salvara el órgano de Bach, que fue trasladado a la St-Thomaskirche, donde puede visitarse. Vean abajo lo que les digo. Aunque lo parezca no es una iglesia; es la Universidad.
Por el contrario, siguiendo la Peterstrasse, se llega a la Wilhelm-Leuschnerplatz. Desde allí, arranca hacia el exterior la Karl-Liebknechtstrasse de la que les he hablado en posts anteriores, en donde se concentran los bares y restaurantes. No he tenido tiempo de ver el barrio alternativo de Südvorstadt situado mucho más lejos. Dice Lucas que es un lugar lleno de okupas, antisistemas, puestos callejeros de comida, artesanos que venden sus productos en los mercadillos, gente alternativa llena de piercings y tatuajes. Michael me ha contado que antes de la guerra vivían en Leipzig 800.000 personas y que ahora acaban de alcanzar las 500.000. Eso explica que haya todavía muchos solares, lo que ayuda a que la vivienda sea barata. Lucas paga unos 170 euros por su habitación. Le paga directamente al dueño, que ha establecido los alquileres en función del tamaño de cada cuarto. Aquí un par de edificios decorados por un artista local reconocido.
En la Augustusplatz están los modernos edificios centrales de la nueva Universidad, construida después de la reunificación alemana. Es la nueva cara de esta prestigiosa institución en la que estudiaron, entre otros, Goethe, Nietzsche, Leibnitz y hasta Marx y Engels. Casi nada. La fachada principal, rinde homenaje a la antigua iglesia de St Pauluskirche, donde solía Bach tocar el órgano. Esta iglesia fue dinamitada por los soviéticos, con gran disgusto de la población local (la verdad: qué ganas de tocarle los órganos al personal). Al menos dejaron que se salvara el órgano de Bach, que fue trasladado a la St-Thomaskirche, donde puede visitarse. Vean abajo lo que les digo. Aunque lo parezca no es una iglesia; es la Universidad.
Por el contrario, siguiendo la Peterstrasse, se llega a la Wilhelm-Leuschnerplatz. Desde allí, arranca hacia el exterior la Karl-Liebknechtstrasse de la que les he hablado en posts anteriores, en donde se concentran los bares y restaurantes. No he tenido tiempo de ver el barrio alternativo de Südvorstadt situado mucho más lejos. Dice Lucas que es un lugar lleno de okupas, antisistemas, puestos callejeros de comida, artesanos que venden sus productos en los mercadillos, gente alternativa llena de piercings y tatuajes. Michael me ha contado que antes de la guerra vivían en Leipzig 800.000 personas y que ahora acaban de alcanzar las 500.000. Eso explica que haya todavía muchos solares, lo que ayuda a que la vivienda sea barata. Lucas paga unos 170 euros por su habitación. Le paga directamente al dueño, que ha establecido los alquileres en función del tamaño de cada cuarto. Aquí un par de edificios decorados por un artista local reconocido.
Alemania es un lugar donde la
gente cumple las normas de manera natural. Lo hacen porque les tranquiliza.
Nadie cruza los semáforos en rojo, aunque no venga ningún coche: esperan a que
se ponga verde. Bien es cierto que, cuando una norma o ley resulta absurda,
excesiva o injusta, trabajan para cambiarla. Y hay cosas sorprendentes. Por
ejemplo, se fuma libremente en todas partes. Los fumadores no necesitan salir a
la calle como apestados para echarse un cigarrito. Hay una ley parecida a la
española, impuesta por las paranoias yanquis, pero en la práctica no se aplica.
Otra: la velocidad en las autopistas no está limitada. Suelen tener tres
carriles. Yo he ido en autobús por el carril del centro, porque a la derecha iba
un lento, y he notado como nos adelantaban coches a 200 por hora. Es como si
pasaran cohetes.
Muy bien: una vez contadas las
minucias de mi viaje y algunas consideraciones sobre Alemania y sus ciudades,
me queda margen para una pequeña reflexión. La situación griega está a punto de
estallar. Y digo yo: ¿por qué se han puesto como se han puesto los negociadores
europeos? ¿Tiene algo de “intrínsecamente malo” la idea de preguntar al pueblo
si seguimos por la senda que nos están marcando o nos salimos a un lado? ¿No
era eso lo que todos achacaban no haber hecho al señor Zapatero? En mayo de
2010, Europa le puso a este denostado señor una pistola en la cabeza: o
aprobaba una serie de medidas antisociales y contrarias al programa con el que
había llegado a presidente o nos íbamos a la mierda. Zapatero tragó y todo el
mundo dijo entonces: se ha suicidado políticamente; tenía que haberse negado o,
al menos, consultar al pueblo si adoptaba esas medidas o no. Cierto que tampoco le dieron mucho tiempo para pensar qué hacer. Era esa noche o nunca.
Pues eso es lo que ha planteado
el señor Tsipras, don Alexis. Preguntemos al pueblo. Que tragan con el sí, pues
entonces yo me hago a un lado. Que gana el no, pues entonces Europa será
consciente de que su problema no es con un político izquierdista radical, sino
con todo el pueblo de un país integrado en su unión monetaria. La reacción europea,
cabreada, destemplada, inflexible, próxima a la pataleta, es (además de poco elegante o estética)
reveladora de su poca capacidad negociadora, de su
talante y de su sumisión a los grandes poderes económicos. Así que, por mi
parte: tres hurras por los griegos. Lo que decidan, bien estará. Como suele decirse: aguante Alexis. En apoyo a este pueblo
milenario y sabio, les dejo un vídeo homenaje que revela la capacidad de la
gente de ocupar pacíficamente el espacio público. La cinta está rodada en 2012, en el barrio
griego de Toronto, pero podría valer para cualquier calle de la Grecia actual. Póngansela en pantalla grande. Y no se pierdan la actuación final del SELUR canadiense, para que nadie tenga
que pagar los platos rotos. Sean buenos que ya vuelvo. Tschüss.
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