Aunque en el blog no entran
demasiados comentarios, algunos amigos me hacen llegar sus apreciaciones por
mail, o whatsapp, o mensajes SMS. Una amiga dice que cómo es que digo que
Dresde está atestado de turistas, cuando en las fotos que pongo no se ve a casi
nadie. Bueno, pues aquí tienen una bien expresiva. La primera de Dresde que les
puse el otro día, correspondía a la Fraukirche (Iglesia de Nuestra Señora), que
es la catedral de Dresde. Mi foto correspondía a las primeras horas de la
mañana, cuando yo la visité. Vean cómo estaba la puerta al volver, cuando
intentaba escaparme de la zona turística. Un colega añade que no tengo abuela.
Que siempre digo que la charla me ha salido muy bien. Falso. Si no me sale tan
bien, soy el primero en decirlo, y soy bastante autocrítico.
En este caso, es que mis dos
primeras conferencias quedaron muy bien. No tanto la tercera, como les voy a
contar. En Erfurt, había 25 personas. Doris Gstach arregló las cosas para que
yo me sintiera cómodo. No me puso límite de tiempo y me dijo que contase lo que
quisiera. Yo hablé con calma, incluyendo anécdotas que venían a cuento y
volviendo atrás si se me había olvidado algo importante. La gente me seguía con
atención (había algunos profesores entre el público, además de Doris y
Michael), se reían cuando hacía un chiste y nadie se mostró ansioso por
marcharse al summer party que se
desarrollaba fuera, en el campus. Eso hizo que me encontrara cada vez más
seguro, ganando aplomo. Al terminar, busqué la hora en el móvil. Había hablado
hora y cuarto. Pero la gente no estaba aburrida, me planteó muchas preguntas,
de forma que el acto se estiró a las dos horas y sólo entonces nos sumamos a la
fiesta.
En Dresde, Irene Lohaus me hizo
sentirme igual de bien, lo que pasa es que yo no quería que la cosa durara
tanto, porque empezamos a las 18.30, yo tenía el tren a las 21 y mi anfitriona
tenía mucho interés en invitarme a cenar, a pesar de haberme pagado en cash.
Así que procuré abreviar algunos temas poniendo mayor énfasis en los aspectos
de diseño de paisaje urbano. Al final, había hablado unos 50 minutos y nos
fuimos a casi hora y media con las preguntas. El público, formado por unos 35
estudiantes de arquitectura del paisaje, se mantuvo atento a mi charla, como
los de Erfurt. Así que no me parece exagerado decir que ambas conferencias me
salieron muy bien. Eso nos lleva al miércoles 1 de julio, día de mi intervención
en Leipzig. Me levanté tarde y bastante cansado, después del agotador día
anterior, pateando Dresde bajo un sol inmisericorde, luego de orador y al final
con mis sobresaltos para coger el tren.
Repetí de café y croissant en el
Riquet, para ver si me despejaba, y volví al hotel a prepararme un poco el
sarao vespertino. Michael me había advertido de que, de las tres, esta era la
de más compromiso. Me habían incluido en una jornada monográfica sobre Participación
Ciudadana y Actuaciones Urbanísticas, organizada por la Escuela de Arquitectura
de Leipzig y programada desde las 2 de la tarde hasta las 9 de la noche. Esta
vez, tenía que poner el énfasis en el tema de la participación ciudadana, muy
interesante en cuanto a Madrid Río, por cuanto este proyecto no puede
concebirse sin la previa construcción de los túneles en el proyecto M-30, una iniciativa
del señor Gallardón en la que la participación ciudadana brilló por su
ausencia. Así que, ambas actuaciones encadenadas, podían ser ejemplos opuestos
(lo que hay que hacer y lo que no hay que hacer). Para introducir ese debate,
tenía que recortar radicalmente la parte histórica y descriptiva del proyecto,
porque sólo contaba con una hora según el programa.
Michael me había aconsejado estar
en el lugar a las 2, para presentarme a los organizadores y hacer nuevos
contactos, aunque yo no hablaba hasta las 16.30. Tomé un tranvía que me llevó
por la Karl-Liebknechtstrasse adelante. La Escuela de Arquitectura está en esa calle,
pero mucho más lejos que la zona de restaurantes donde vive Michael. La directora
de la jornada se llamaba Annette Menting (todos los contactos de Michael son
femeninos) y estuvimos un rato chequeando el funcionamiento de los aparatos y
probando que mi presentación se abría normalmente. Abrió el acto, la rectora de
la Universidad Técnica, una señora atractiva que habló en alemán con brillantez
de política avezada. Siguieron Annette y tres oradores más, interesantes,
aunque en alemán poco podía hacer yo, aparte de ver las imágenes.
Entonces vino el primer
break-coffee, antes de mi intervención. Por allí aparecieron mi hijo Lucas,
Birgitte (la mujer de Michael) y Urban y Shaka, una pareja de arquitectos que
conocí en el party de su casa. Y aquí se presentó el problema que me hizo
desenvolverme de manera menos brillante ese día. El moderador hizo un aparte
conmigo, me dijo que llevábamos mucho retraso y que yo sólo dispondría de 40
minutos, con preguntas y todo. Protesté ligeramente, argumentando que no era
culpa mía si la rectora y los demás se habían pasado del tiempo previsto. Cierto, admitió el tipo, antes de decirme que no me daba ni un minuto más. Impasible, el alemán. Si ya tenía que
comprimir mi presentación habitual, pues así tuve que comprimirla al cuadrado.
Corrí lo que pude, suprimí partes fundamentales para entender del proyecto y además
me fui acelerando y poniendo cada vez más tenso al sentir que estaba dando una
impresión apresurada y atropellada y que las 50 personas que me escuchaban no
se reían demasiado con mis bromas.
No hubo margen más que para un
par de preguntas y acabé agotado. Sin embargo, sí que pude plantear lo que
tenía interés en explicar: que los dos proyectos están íntimamente
relacionados. Que el primero no se planteó de forma participativa y
democrática, pero que sin él no se podría haber desarrollado el segundo. Que no
me parece honesta la postura de los autores del proyecto del jardín, que
cuentan su actuación sin hablar nada de M-30 (para no pringarse), como si de
pronto, por arte de magia, hubieran aparecido 110 hectáreas de terreno libre en
el centro de Madrid, listos para que ellos hicieran su diseño. Mucho menos
presentable es la postura de ciertos arquitectos, plasmada en artículos, que
viene a decir que menos mal que llegaron
ellos (los arquitectos) para arreglar la salvajada que habían hecho los otros (los
ingenieros) y revertir un proyecto malo para convertirlo en bueno. Mi idea es
que hay que contar las dos cosas. Y que incluso existe la paradoja de que, si
Gallardón llega a iniciar un proceso ortodoxo de participación, el proyecto no
se hubiera hecho nunca, porque le habría pillado la crisis. Así lo proclamé en
Leipzig, antes de los aplausos.
Me tomé un café y unos bollos con
mi claque particular, que se iban después de escucharme y gritar bravo. Entonces
entré a ver la intervención siguiente, sobre Estambul y Hamburgo. Eran dos
chavales barbados y con pendientes que hablaron de unos huertos urbanos que habían
intentado impedir en Hamburgo, y lo compararon con la protesta de Estambul
contra la actuación sobre la plaza Taksim. Aunque hablaban en alemán, su
discurso estaba claro: la resistencia a la injusticia estimula la creatividad. Me
reservo mi opinión sobre esa afirmación (el lector ya puede presumir lo que
pienso), pero no me gustó que sus imágenes fueran casi todas de fotos bajadas de Internet con gente
huyendo de los gases lacrimógenos, etc. Y lo que me indignó es que los dos
chavales pasaban olímpicamente de la recomendación de abreviar que les dieron como
a mí. Me indignó, porque soy idiota. Me ha pasado lo mismo muchas veces y no
aprendo.
En cualquier jornada, el
moderador pide brevedad, pero nadie le hace ni caso. Nadie más que yo, que soy gilipollas
y ya he estropeado muchas presentaciones por esforzarme en correr y cumplir el
tiempo que me asignan. Estos dos chavales, que casi podían ser mis nietos, se
tomaban su tiempo para pensar cada una de las frases que iban
improvisando sobre las imágenes. Sin apuros de ningún tipo. Al final, el moderador empezó por agitar enérgicamente su
reloj en alto. Ni puto caso. Luego se puso el reloj, lo señaló y abrió la mano:
cinco minutos más. Ni puto caso. Después se puso de pie. Ni puto caso. Por fin,
fue donde los oradores y les cortó el rollo abruptamente. Entonces los tipos
pusieron cara de víctimas y concluyeron diciendo que tenían muchas más cosas
interesantes que contar, pero ese señor tan intransigente no les dejaba.
Aproveché entonces para despedirme.
Había terminado cansado y escuchar a los dos de los pendientes me había
terminado de bajar el ánimo. Pero sucedieron varias cosas que me lo subieron de
nuevo, y de qué manera. Hice un aparte con Annette y le anuncié que me iba,
porque no podía más. Me dijo que lo entendía, que apreciaba el esfuerzo que
había hecho, pero que era consciente de que no entiendo el alemán y que ella
había tomado nota de las cosas tan interesantes que yo había planteado, para discutirlas
en el debate final, a las ocho y media. Luego me dio dos papeles para rellenar.
Creí que se equivocaba y me daba el de algún compañero, pero no. En los dos
estaba mi nombre. La Escuela de Arquitectura de Leipzig me pagaba 150€ (lo
mismo que en Erfurt y en Dresde), y otros 200 más, por venir desde Madrid y por
el esfuerzo realizado. Al hilo de esto, me dijo que pensaban publicar un libro
sobre la jornada, y que si podía escribirles algo sobre Madrid Río en inglés.
Por supuesto que lo haré.
Michael me había contado que en
las universidades del Este se paga entre 100 y 150€ la clase. Mis tres anfitrionas
me pagaron 150, las de Erfurt y Leipzig después de la conferencia, y la de
Dresde después de hablar conmigo más de una hora. Además, en Erfurt me
invitaron a una cerveza gigante y un bretzel relleno, en Dresde a una cena libanesa y en
Leipzig me dieron 200€ extra. Tan mal no lo debo de hacer. Pero aun hubo más
cosas que me subieron el ánimo. En el break coffee hablé un rato con un
asistente, que me preguntó si este proyecto se había enseñado en una
conferencia sobre buenas prácticas a la que había asistido él en Berlín. Le
dije que estaba seguro de que no, que seguramente sería alguien de Barcelona.
Al salir, me lo encontré en el ascensor y caminamos un rato juntos. Y, para mi
estupefacción, me soltó que le había sorprendido mucho lo bien que pronunciaba
el inglés para ser español. Le miré sin saber si me estaba tomando el pelo y me
dijo que no, que los españoles y los franceses destrozan el inglés con su
pronunciación y que a mí casi no se me notaba el acento.
Imaginan los kilos que engordó mi
ego en ese momento. El sol caía ya y decidí regresar andando, sintiéndome libre
al aire del atardecer. Por la noche cené con Lucas y le pedí sus impresiones.
He de decirles que Lucas es un orador experto que ha hablado ya en congresos en
español y en inglés y que supera a su padre por goleada. En cuanto al inglés,
coincidió con el anterior contertulio. A él también le había sorprendido. Y me
dio tres consejos. UNO: mirar más a la gente (alternativamente, no siempre al
mismo). DOS: no hablar mucho sobre una misma imagen; que, aunque cuente lo
mismo, lo haga sobre dos o tres imágenes. TRES: renovar las fotos de Madrid
Río, que el parque está ya mucho más verde y vistoso de lo que yo enseño. Creo
que le haré caso en las tres. Este post lo he empezado en el vuelo Berlín-Madrid y lo termino en mi casa, mientras funciona mi lavadora. Sean felices. Y no se quejen de los 40 grados, que 34 en Berlín, con la humedad que hace, casi es peor.
¿En qué quedamos? Lo que le dieron en el summer party de Erfurt fue una cerveza gigante o ein kleines Bier? Por lo demás, una vez dominados el francés y el inglés, está claro que su siguiente conquista debe ser el alemán.
ResponderEliminarLa cerveza era gigante, de esas que te sirven en los parties universitarios, en un gran vaso de plástico. Lo de ein kleines Bier es irónico, a cuenta de la coña que nos traemos un seguidor del blog y yo, sobre mis conocimientos de alemán. Le agradezco que se sume usted también a la coña con su último párrafo (a lo mejor es el mismo).
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