Bueno, ahí nos quedamos el otro
día. El problema era gordo, estaba en la parte más oriental de Alemania para
dar tres conferencias, basadas en una presentación de power point, y no tenía
presentación. Había volado. Llegué a plantearme dar las conferencias sin
imágenes; habría sido lo que los calorros llaman una ful, pero en casos así me he visto (casi siempre en Madrid) en
mi larga carrera de conferenciante. En más de un lugar, llegué con mi pen-drive
y me encontré con que el sistema que tenían era incompatible y no pude poner
imagen alguna. Una vez, en la Junta de Usera, en plena explicación del Plan
General, me quedé sin voz. Intentaba hablar, pero no me salía más que un ruido
ridículo. Pedí un vaso de agua, pero la cosa no mejoraba. Pedí un papel y escribí
que me dejaran cinco minutos en silencio porque, si intentaba hablar antes, la
volveríamos a joder. Pasado ese tiempo pude continuar y, al final, el concejal
me felicitó por mi aplomo en semejante contingencia.
En Nueva York eran tan modernos
que habían superado el uso del ratón. No había un solo ratón en el edificio: para señalar estaban los punteros laser. El problema es que me dieron uno que estaba
averiado y no daba luz. Mientras iban a buscar otro (que nunca llegó), tuve que
hablar señalando con el dedo en una imagen gigante que ocupaba toda la pared.
Para mostrar el lugar por donde el río entra en el término municipal de Madrid,
al norte del Monte del Pardo, tuve que dar saltos de baloncestista para indicarlo
con el dedo allí, casi en el techo. En fin, que ya me ha pasado de todo,
incluyendo algún apagón de luz. Pero en estos tiempos, las cosas tienen
soluciones, digamos, tecnológicas. A pesar de los cenizos y protestones, este
mundo en el que vivimos está interconectado y eso da posibilidades. Como la de
que ustedes puedan decir Jesús a un tipo que acaba de estornudar en Australia.
Era sábado por la tarde y no
había mucho más que hacer ese día. Tenía copias de mis presentaciones anteriores archivadas informáticamente en mi oficina. Mi querida África tendría trabajo
extra el lunes. La llamé por teléfono y le dije: Houston tenemos un problema. Luego, salí a dar un paseo. Repetí la
ruta del día anterior, pero esta vez llegué a la Oranienburgerstrasse. La
última vez que estuve en Berlín, allá por el año 2007, esta calle era el centro
del bullicio nocturno de Berlín. Y lo más impresionante eran las putas que
ofrecían sus servicios en las esquinas, en medio de turistas, hordas de adolescentes
de ambos sexos haciendo botellón itinerante, parejas, familias, grupos de niñas
disfrazadas celebrando cumpleaños o graduaciones. Nunca he sido muy asiduo de
los lugares de prostitución callejera, pero es que aquellas mujeres eran un
auténtico espectáculo. Eran hembras de 1,80, que alcanzaban los dos metros con
los tacones, supermaquilladas, sonrientes, triunfantes. Ellas eran el centro de
la movida, las auténticas reinas de la noche (alguien me dijo luego que la
mayoría eran travestis). Mis hijos, adolescentes entonces, estaban tan
fascinados como yo.
Siento decir que las cosas han
cambiado. La Oranienburgerstrasse sigue siendo un lugar animado, pero no tanto.
La marcha debe de haberse desplazado a otros lugares. Quizá contribuye el hecho
de que ya no existe el gran centro okupa situado en un edificio enorme al comienzo de la calle,
donde había toda clase de exposiciones y venta de productos artesanales y
alternativos. Hace un par de años leí que había sido desalojado. Ahora se ve
tapiado, con un aire triste, como un vestigio de los tiempos anteriores a la
crisis. En cuanto a las putas, conté tres (recorrí la calle dos veces) y eran
las tres de mi estatura, tacones incluidos. Y no se veían sonrientes ni
triunfantes. Un grupo de chavales le dijo algo a una de ellas en alemán y la
chica respondió con una peineta de libro. Lo único que sobrevive en el mismo
grado de animación es el restaurante indio Amrit, todo él bajo un tenderete de
uralitas seguramente ilegal, lleno de fuentes muy horteras, estatuas de budas
sonrientes, potentes estufas de calle, flores de plástico a cientos, música ad hoc y un ejército de
camareros al cargo del tema. Una decoración recargada para un lugar donde la comida es excelente. Me comí un curry Madrás para chuparse los dedos.
El domingo recogí mis cosas,
desayuné by the face y caminé hasta la Hauptbahnhof. La puntualidad proverbial
de los trenes alemanes se basa en unos relojes en los andenes que son
cojonudos. El minutero siempre marca una de sus muescas, nunca está en medio de
dos. Hay un segundero que gira a velocidad continua pero que, al llegar al
doce, parece hacer un esfuerzo suplementario, como para salvar un obstáculo:
entonces, el minutero salta a la marca siguiente de golpe. Cuando falta un
minuto para la hora, el tipo de la gorra roja toca el pito. Las puertas se
cierran exactamente a la hora que dicen los billetes. Y, enseguida, el tren
arranca con suavidad. Dos horas y pico más tarde, llegaba a la Leipzig
Hauptbahnhof, donde me esperaba mi hijo Lucas, con pantalones cortos y una
sudadera fina. Hacía aparentemente más calor que en Berlín, pero era sólo
porque había unos minutos de sol.
Caminamos hasta mi hotel, en
donde no había (literalmente) nadie. Hay que tener en cuenta que era domingo.
Hube de teclear el número de mi reserva para que me franquearan una primera
puerta. En la segunda, otro teclado me exigió además el pago de la habitación
por adelantado. Sólo entonces me indicó el número de habitación, y un nuevo
código de seis cifras que me permitiría abrir todas las puertas del hotel.
Funcionó todo como un reloj, aunque con la sensación continua de ser el
único huésped. El hotel es nuevecito, es más, está todavía en obras de
acondicionamiento de la fachada. La habitación está bien, es muy funcional, en
pleno centro histórico y en la sexta planta. En cuanto dejamos mis cosas,
salimos a caminar un rato, para que Lucas me enseñara un poco la ciudad.
El centro es bastante pequeño,
todo peatonal; hasta los ciclistas han de bajarse de la bici para cruzarlo,
excepto por la noche. Leipzig es una ciudad muy extensa, llena de parques y
pequeños lagos, conseguidos a base de rellenar los agujeros de antiguas minas. El
ambiente es tranquilo y con bastante vida callejera. Comimos algo en un kiosco
de un parque, en donde tocaban músicos improvisados que se iban rotando. Luego
pasé a ver dónde vive Lucas y creo que en mi vida había visto un caos igual. Mi
hijo me dijo que es que él y otro estaban de mudanzas, intercambiando sus
habitaciones. Pero las de los que no estaban de mudanzas, no se diferenciaban
de las demás. En medio del caos había un chaval alemán enganchado a algún juego
on-line, que ni se levantó para saludarme. Me fui a descansar al hotel y
quedamos después. En ese rato le escribí a África Houston una guía paso a paso
para que localizase mi archivo de presentaciones, eligiera una de ellas y me la enviara
por un Wetransfer, porque mis power
points están llenos de fotos, pesan muchas megas y no se pueden mandar por
mail.
Por la noche, otra vez hacía un
frío que pelaba. Mi hijo se iba encontrando diferentes amigos de los de su
panda: un par de nepalíes, una pareja de malagueños, una chica de Madrid que es
hija de un amigo mío. A esas edades, la gente se busca e intercala sus planes
para verse por la noche. Yo lo hacía también a sus años. Al final terminamos todos en un tenderete callejero con mesas al aire libre, en el que daban unas
hamburguesas estupendas. El problema es que hacía mucho frío, que llovía a
ratos y que, finalmente yo no he venido preparado para estas temperaturas que
no me esperaba. El Accu Weather hablaba de calor hace unos días.
Además, ya vengo bastante acatarrado de Madrid, problema que había pasado a un
segundo plano con mis historias cardíacas, y se me había agravado tras pasear a los dos
yanquis por el río bajo un sol implacable. El sobrecalentamiento del cartón es
algo muy malo para un acatarrado. Por abreviar: pasé un frío horrible. Los
colegas de Lucas me arroparon con mantas del bar y la chica malagueña se quitó
su chal y me lo puso por la cabeza. De esa guisa me hicieron una foto, que
concentra la esencia de mi ancianidad y desvalimiento. No me la han dado aún,
pero no sé si la colgaré en el blog. Tal vez ninguno de ustedes volvería a
leerme. Doy bastante pena.
El lunes diluviaba y seguía el
frío. Bajé a desayunar a una panadería artesanal, cerca del hotel, y subí a
esperar el envío de mi nueva presentación. África Houston, con la ayuda de otra
compañera (Mónica) lo hicieron a la perfección y hago constar aquí mi
agradecimiento a las dos. Evalué el trabajo que me quedaba y vi que no era
mucho. Bajé a dar un paseo, con mi paraguas, a pesar de que estaba muy
desapacible. A la hora de comer, entré en una pizzería y me obsequié con una
sopa de tomate ardiendo, riquísima, y unos espaguetis aglio, ollio, peperoncino, súper picantes. Buena dieta para el
caminante constipado y aterido. A mí el picante me hace sudar de manera masiva,
lo que es bueno para descongestionar los pulmones. Además, por donde más sudo
es por el cuero cabelludo, como los bebés, lo que también ayuda a lubrificar el
cartón achicharrado en Madrid Río.
Por la tarde, me fui a la
habitación a escribir mi post sobre Spandau. Ya tenía una presentación sobre la
que trabajar y no quería pensar más en el tema. Por la noche, volví a quedar
con Lucas, que había trabajado todo el día. Compartimos un snitzel gigante
y una ensalada y nos fuimos a dormir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario