lunes, 22 de diciembre de 2014

323. El Gordo

Esta mañana han empezado las tres semanas de parada técnica del reactor que mueve el mundo, al menos la parte que solemos llamar occidente. Con motivo de la Navidad, las cosas dejan de ser urgentes y, si usted necesita un suministro, un recambio, una receta o un simple certificado, le tocará esperar a la vuelta de vacaciones. Lo pongo en cursiva, para que aprecien la exactitud de la expresión: para volver, primero hay que irse y eso es exactamente lo que hace la mayoría del personal durante estas tres largas semanas. Por seguir con el tema del tiempo, al que se refieren mis últimos posts, parece como si en estos días el tiempo se remansara y empezara a correr más despacio. Si buscan ustedes entre mis textos de los dos diciembres anteriores, encontrarán diversas reflexiones al respecto, a partir del post #58 No me gustan las navidades.

Creo haber dejado claro que me parece un absurdo esta interrupción tan prolongada de la normalidad, valoración que mantengo intacta, si bien este año he decidido no quejarme y soportar estoicamente el tostón de los villancicos, los chavales tirando petardos en la calle, el furor consumista materializado en compras compulsivas (contradiciendo la crisis), atracones sucesivos, proliferación de langostinos congelados en los menús cotidianos, champañas diversos y mucho toque de zambomba: zumba-zumba-zumba. Sobredosis de buenismo y sonrisa floja permanente. Sólo faltaría que, además de aguantar el coñazo, encima me rayara. Así que nada: yo feliz como el que más. Para subrayar mi adaptación al dislate, hasta me he disfrazado de Papá Noel y perpetrado unas performances de las que dejé constancia en el blog hace unos días.

Otros años solía yo ir al trabajo los días laborables de las navidades y guardarme los permisos y vacaciones reglamentarios para tiempos fuera de temporada, funcionando así a la contra de la mayoría. Pero este año he decidido desaparecer a partir de mañana y no volver hasta el día 7, porque cada vez me cuesta más madrugar para desplazarme a la isla de Alcatraz. De años anteriores recuerdo que en estos días uno podía estar tranquilo en la oficina, porque faltaba tanta gente que no era posible organizar nada. Era, pues, tiempo de programar tareas para el año venidero, ordenar archivos, releer textos pendientes. Este año, con mis viajes, me he gastado muchos días de vacaciones y permisos, así que me tocaba trabajar hoy y repetir mañana, y eso que he tenido que usar uno de los días de permiso del año entrante.

Esta mañana había poca gente, como esperaba, pero ya desde las primeras horas he notado un silencio inusual. Les recuerdo que estoy en una oficina paisaje, también llamada open office, en la que uno ha de enterarse de todas las conversaciones del entorno. Y que, en el medio laboral en que me desenvuelvo, cuanto menos nivel tiene el personal, más alto hablan y más cargados de razón parecen. Tanto en corrillos como por teléfono. Es así como uno ha de escuchar entera la explicación de cómo hacer un salmón en papillote, vociferada a una hija que no tiene el menor interés en lo que le cuentan, o tragarse la regañina al niño que ha suspendido todas sus asignaturas (bacarrá lo llamábamos en mi tiempo) y lógicamente ha preferido revelárselo a su madre por vía telefónica para ahorrase el bofetón.

Como les digo, esta mañana el cotarro estaba extrañamente silencioso, el marujeo habitual brillaba por su ausencia y ello daba un toque atípico a la escena (lo de marujeo no se lo tomen como un comentario machista: en el grupo al que me refiero hay unos cuantos marujos acreditados). Ya estaba yo preocupado y empezando a rememorar mis neuras en estas situaciones (a ver si voy a ser otra vez un muerto viviente), cuando, de pronto, una matrona recalcitrante ha proclamado a voz en grito: ACABA DE SALIR EL SEGUNDO. Otras enseguida han replicado como ecos: EL SEGUNDO, EL SEGUNDO. Hasta he dado un respingo y todo, del susto que me he llevado. Me he acercado al gallinero a ver qué pasaba y he visto que todos llevaban auriculares: estaban escuchando el sorteo de la lotería y por eso estaban tan silenciosos. Y ahora hablaban alto, como todo el que lleva auriculares.

En fin, esto de la lotería es otra de las tradiciones relacionadas con las navidades. Ya saben que yo no suelo comprar lotería. En general, no me gusta el juego que depende exclusivamente del azar. Podría engancharme a jugar al poker o al mus, suponiendo que conociera las reglas, pero nunca a la ruleta. Por eso no he pisado jamás un casino. Bueno, una vez lo intenté: iba con una cuadrilla, todos éramos muy jóvenes y uno se empeñó en ir al casino. Resultado: no nos dejaron pasar por no llevar corbata. Cosas como esta pasaban en aquellos tiempos de la prehistoria de la libertad. Volviendo a la lotería, durante años jugué únicamente en Navidad, y sólo por no parecer aun más raro en el trabajo. Nunca me ha tocado. Y hace dos años decidí no jugar ni en Navidad, en protesta por los recortes. El año pasado y este, he jugado de nuevo, menos de lo que solía, y con el mismo resultado: cero pelotero.

Esta mañana hemos sabido luego que el Gordo había tocado en el Instituto de Formación Municipal y que algunos colegas de las plantas primera y quinta (yo estoy en la tercera) llevaban participaciones del número premiado. A una buena parte del marujerío del que he hablado más arriba se le ha torcido el gesto y ya han estado de mala cara toda la mañana. Hombre –decía la matrona del primer grito–, que no nos toque nada, vale, pero que encima les toque a los estirados de la quinta, es que es de juzgado de guardia, osá. El mundo está lleno de envidiosos y eso lo saben muy bien los que han ideado el anuncio de la lotería de este año, en el que un tipo que no ha comprado su décimo se pasa todo el spot con la mayor cara de pena que se ha visto en la tele en años, hasta que averigua que le han reservado uno.

Los que han parido ese anuncio han acertado y parece que se ha notado en las ventas de décimos. Sobre todo en comparación con el año pasado, en que el anuncio desanimó de comprar a muchos españoles. Es que ver a la señora Caballé enseñando las amígdalas ponía los pelos de punta y, cuando uno se empezaba a recuperar del susto, aparecía Raphael y decía eso de la la lalalá lala la, moviendo la manita. Yo me desperté varias veces con pesadillas a media noche, soñando que Raphael me retorcía las pelotas con el lalalá. Frente a la lotería, el tipo que lo tiene más claro es mi amigo Álvarez, camarero de El Brillante. Un día, limpiando la barra con un trapo me lo dijo: a mí me toca el reintegro en todos los sorteos. Como no juego…

En fin, que el Gordo ha salido tarde pero, como cada año, ha estado mu repartío y ha dado pie a que los agraciados salgan haciendo el gilipollas en el telediario, poniéndose perdidos de champán y explicando en qué se van a gastar el dinero, como si eso le interesara a alguien. Pero, cuando he titulado este post El Gordo, me refería también a otro gordo. Ya que estamos en plan de integrarnos en los festejos, disfrazarnos de Papa Noel y tocar la zambomba como posesos, pues aquí les dejo la versión del Jingle Bells que grabó el genial Fats Domino, el gordo por antonomasia. Fats nunca fue un gran cantante, pero sí un pianista de mérito. No hay versión con más swing que la suya. Súbanle el volumen y hala: ¡a bailar! Y que pasen ustedes unas felices fiestas.




2 comentarios:

  1. Una cuestión lingüística. La lotería, como los ciegos, o la quiniela, no se juega: se echa. Así se decía tradicionalmente. ¿Has echao los ciegos, prenda? Sí abuelo, sólo me falta echar la quiniela.
    Por lo demás, el temilla de Fats Domino es una putada. Llevo toda la mañana con él en la cabeza y no me lo puedo quitar de encima.
    Que pase usted unas felices navidades, dentro de lo que cabe.

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    1. Me encanta lo de echar los ciegos, efectivamente era así como se decía por estas tierras castellanas. Se me había olvidado y se agradece la aportación.
      Fats Domino es la caña. Hay que ser un tío grande para sacarle ese ritmo a una melodía tan ñoña.
      Feliz Navidad, amigo, quien quiera que sea.

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