Esta mañana han empezado las tres
semanas de parada técnica del reactor que mueve el mundo, al menos la parte que
solemos llamar occidente. Con motivo de la Navidad, las cosas dejan de ser
urgentes y, si usted necesita un suministro, un recambio, una receta o un
simple certificado, le tocará esperar a la vuelta de vacaciones. Lo
pongo en cursiva, para que aprecien la exactitud de la expresión: para volver,
primero hay que irse y eso es exactamente lo que hace la mayoría del personal
durante estas tres largas semanas. Por seguir con el tema del tiempo, al que se
refieren mis últimos posts, parece como si en estos días el tiempo se
remansara y empezara a correr más despacio. Si buscan ustedes entre mis textos
de los dos diciembres anteriores, encontrarán diversas reflexiones al respecto,
a partir del post #58 No me gustan las navidades.
Creo haber dejado claro que me
parece un absurdo esta interrupción tan prolongada de la normalidad, valoración
que mantengo intacta, si bien este año he decidido no quejarme y soportar
estoicamente el tostón de los villancicos, los chavales tirando petardos en la
calle, el furor consumista materializado en compras compulsivas (contradiciendo
la crisis), atracones sucesivos, proliferación de langostinos congelados en los
menús cotidianos, champañas diversos y mucho toque de zambomba:
zumba-zumba-zumba. Sobredosis de buenismo y sonrisa floja permanente. Sólo
faltaría que, además de aguantar el coñazo, encima me rayara. Así que
nada: yo feliz como el que más. Para subrayar mi adaptación al dislate, hasta
me he disfrazado de Papá Noel y perpetrado unas performances de las que
dejé constancia en el blog hace unos días.
Otros años solía yo ir al trabajo
los días laborables de las navidades y guardarme los permisos y vacaciones
reglamentarios para tiempos fuera de temporada, funcionando así a la contra de
la mayoría. Pero este año he decidido desaparecer a partir de mañana y no
volver hasta el día 7, porque cada vez me cuesta más madrugar para desplazarme
a la isla de Alcatraz. De años anteriores recuerdo que en estos días uno podía
estar tranquilo en la oficina, porque faltaba tanta gente que no era posible
organizar nada. Era, pues, tiempo de programar tareas para el año venidero,
ordenar archivos, releer textos pendientes. Este año, con mis viajes, me he
gastado muchos días de vacaciones y permisos, así que me tocaba trabajar hoy y repetir
mañana, y eso que he tenido que usar uno de los días de permiso del año
entrante.
Esta mañana había poca gente,
como esperaba, pero ya desde las primeras horas he notado un silencio inusual.
Les recuerdo que estoy en una oficina paisaje, también llamada open office,
en la que uno ha de enterarse de todas las conversaciones del entorno. Y que,
en el medio laboral en que me desenvuelvo, cuanto menos nivel tiene el
personal, más alto hablan y más cargados de razón parecen. Tanto en corrillos
como por teléfono. Es así como uno ha de escuchar entera la explicación de cómo
hacer un salmón en papillote, vociferada a una hija que no tiene el menor
interés en lo que le cuentan, o tragarse la regañina al niño que ha suspendido
todas sus asignaturas (bacarrá lo llamábamos en mi tiempo) y lógicamente ha
preferido revelárselo a su madre por vía telefónica para ahorrase el bofetón.
Como les digo, esta mañana el cotarro
estaba extrañamente silencioso, el marujeo habitual brillaba por su ausencia y
ello daba un toque atípico a la escena (lo de marujeo no se lo tomen como un
comentario machista: en el grupo al que me refiero hay unos cuantos marujos
acreditados). Ya estaba yo preocupado y empezando a rememorar mis neuras en
estas situaciones (a ver si voy a ser otra vez un muerto viviente), cuando, de pronto, una
matrona recalcitrante ha proclamado a voz en grito: ACABA DE SALIR EL SEGUNDO. Otras enseguida
han replicado como ecos: EL SEGUNDO, EL SEGUNDO. Hasta he dado un respingo y
todo, del susto que me he llevado. Me he acercado al gallinero a ver qué pasaba
y he visto que todos llevaban auriculares: estaban escuchando el sorteo de la
lotería y por eso estaban tan silenciosos. Y ahora hablaban alto, como todo el que lleva auriculares.
En fin, esto de la lotería es
otra de las tradiciones relacionadas con las navidades. Ya saben que yo no
suelo comprar lotería. En general, no me gusta el juego que depende
exclusivamente del azar. Podría engancharme a jugar al poker o al mus,
suponiendo que conociera las reglas, pero nunca a la ruleta. Por eso no he
pisado jamás un casino. Bueno, una vez lo intenté: iba con una cuadrilla, todos
éramos muy jóvenes y uno se empeñó en ir al casino. Resultado: no nos dejaron
pasar por no llevar corbata. Cosas como esta pasaban en aquellos tiempos de la
prehistoria de la libertad. Volviendo a la lotería, durante años jugué
únicamente en Navidad, y sólo por no parecer aun más raro en el trabajo. Nunca
me ha tocado. Y hace dos años decidí no jugar ni en Navidad, en protesta por
los recortes. El año pasado y este, he jugado de nuevo, menos de lo que solía,
y con el mismo resultado: cero pelotero.
Esta mañana hemos sabido luego
que el Gordo había tocado en el Instituto de Formación Municipal y que algunos
colegas de las plantas primera y quinta (yo estoy en la tercera) llevaban
participaciones del número premiado. A una buena parte del marujerío del que he
hablado más arriba se le ha torcido el gesto y ya han estado de mala cara toda la
mañana. Hombre –decía la matrona del primer grito–, que no nos toque nada, vale,
pero que encima les toque a los estirados de la quinta, es que es de juzgado de
guardia, osá. El mundo está lleno de envidiosos y eso lo saben muy bien los que
han ideado el anuncio de la lotería de este año, en el que un tipo que no ha
comprado su décimo se pasa todo el spot con la mayor cara de pena que se ha
visto en la tele en años, hasta que averigua que le han reservado uno.
Los que han parido ese anuncio
han acertado y parece que se ha notado en las ventas de décimos. Sobre todo en
comparación con el año pasado, en que el anuncio desanimó de comprar a muchos
españoles. Es que ver a la señora Caballé enseñando las amígdalas ponía los
pelos de punta y, cuando uno se empezaba a recuperar del susto, aparecía
Raphael y decía eso de la la lalalá lala
la, moviendo la manita. Yo me desperté varias veces con pesadillas a media
noche, soñando que Raphael me retorcía las pelotas con el lalalá. Frente a la
lotería, el tipo que lo tiene más claro es mi amigo Álvarez, camarero de El Brillante.
Un día, limpiando la barra con un trapo me lo dijo: a mí me toca el reintegro en todos los sorteos. Como no juego…
En fin, que el Gordo ha salido
tarde pero, como cada año, ha estado mu
repartío y ha dado pie a que los agraciados salgan haciendo el gilipollas
en el telediario, poniéndose perdidos de champán y explicando en qué se van a
gastar el dinero, como si eso le interesara a alguien. Pero, cuando he titulado
este post El Gordo, me refería también a otro gordo. Ya que estamos en plan de
integrarnos en los festejos, disfrazarnos de Papa Noel y tocar la zambomba como
posesos, pues aquí les dejo la versión del Jingle
Bells que grabó el genial Fats Domino, el gordo por antonomasia. Fats nunca
fue un gran cantante, pero sí un pianista de mérito. No hay versión con más swing que la suya. Súbanle el volumen y hala:
¡a bailar! Y que pasen ustedes unas felices fiestas.
Una cuestión lingüística. La lotería, como los ciegos, o la quiniela, no se juega: se echa. Así se decía tradicionalmente. ¿Has echao los ciegos, prenda? Sí abuelo, sólo me falta echar la quiniela.
ResponderEliminarPor lo demás, el temilla de Fats Domino es una putada. Llevo toda la mañana con él en la cabeza y no me lo puedo quitar de encima.
Que pase usted unas felices navidades, dentro de lo que cabe.
Me encanta lo de echar los ciegos, efectivamente era así como se decía por estas tierras castellanas. Se me había olvidado y se agradece la aportación.
EliminarFats Domino es la caña. Hay que ser un tío grande para sacarle ese ritmo a una melodía tan ñoña.
Feliz Navidad, amigo, quien quiera que sea.