Uno de los problemas endémicos de
nuestro país es la mala educación de mucha gente. No es tanto un problema de la
enseñanza, que también: a pesar del esfuerzo encomiable de los maestros y demás
profesionales, los escasos medios de que disponen muchas veces, los sueldos
bajos y la carencia de apoyo en situaciones de conflicto, llevan a muchos
docentes a abismos de desánimo, antesala de un cierto absentismo. Pero el
problema fundamental es la mala educación que recibe la gente en sus casas. La carencia
de unos valores claros, independientes de matices religiosos, raciales o
culturales, que no se pueden recibir en la escuela sin una mínima base mamada
en el entorno familiar. La mala educación es algo que se percibe de lejos, que
es fácil de pronosticar a partir de ciertos gestos, actitudes, atuendos, formas
de hablar, tono alto de las conversaciones, reacciones extemporáneas, etc.
La mala educación se manifiesta
de mil maneras, en diferentes grados y escalas. Les contaré algunos incidentes que me han sucedido recientemente. Por ejemplo, saben que hablo en un tono bastante bajo y no soy capaz
de forzar la voz. Por eso, en los bares, donde suele haber mucho ruido, hago
mis peticiones (un café solo, por favor) muy pendiente de captar un gesto del
camarero que me confirme que me ha oído: un ya voy, un enseguida, una mirada, un
asentimiento somero. Si no capto esa señal, me quedo vigilando, a ver si el
tipo pone en marcha la cafetera y coloca una tacita debajo. Y si el sujeto no
mueve un solo músculo facial y, encima, se afana en limpiar la barra y colocar uno
tras otro cuarenta vasos en la estantería, a veces no puedo evitar levantar un
dedo y repetir mi petición (un café solo, por favor). Pues, me crean o no, muchas
veces he recibido miradas airadas y frases despectivas (ya le he oído). El otro
día, un tipo que podía ser hijo mío superó el listón contestándome: ¿quiere
usted otro, o es el mismo que me acaba de pedir?
Es sólo un ejemplo minúsculo de
esa falta de civismo a que me refiero. En el otro extremo del abanico, hay todo
tipo de respuestas más agresivas e intimidantes. Les cuento. En la plaza que
hay delante del portal de mi casa, se concentran últimamente grupos de gente
maleducada, ignorante y barriobajera, que se sientan a charlar en los poyetes,
mientras sus perros corretean por allí. La mayoría son tipos jóvenes, varones,
a los que la familia manda a pasear al perro, momento que aprovechan para
socializar un poco, alrededor de un canuto o unas latas de cerveza. He de
reconocer que, por lo general, son aseados, recogen las cacas y no dejan restos
de latas, aunque tienen la mala costumbre de mear por el entorno. Más de una
vez me he tropezado a alguno de estos energúmenos discretos con la polla en la
mano apuntando a la pared de mi casa y se lo he recriminado educadamente,
cosechando amenazas del tipo: vete ya de aquí, abuelo, que te doy una hostia
que te mando directamente al asilo. Ante tan amable admonición, he optado por
seguir mi camino, sacar la llave del portal y entrar.
Valgan estas historietas de
prólogo de la que les quiero relatar aquí, sucedida hace ya meses, demostración
palmaria de que, de esta lacra de la mala educación, no se libra ni la
Universidad. Les sitúo. Una Facultad de la Universidad madrileña XX, no
especialmente relacionada con el urbanismo. He sido invitado a explicar el
Avance de Plan General recién publicado (saben que se aprobó hace más de un
año). El aula está abarrotada, hace calor y me veo obligado a forzar la voz.
Pido por favor que guarden silencio para que me oigan los de detrás. Casi todos
los alumnos atienden mi ruego. Pero hay una excepción. Una gorda repintada,
sentada en la segunda fila. Masca chicle con la boca abierta, haciendo un ruido
desagradable, y habla todo el rato a su compañero con gestos de desaprobación y
mucha subida de hombro izquierdo, subrayando su desacuerdo indignado con lo que
yo cuento.
Un desacuerdo bastante fuera de
lugar, puesto que lo que yo les pretendo explicar son conceptos abstractos, en
los que todo el mundo suele estar de acuerdo: las primeras fases del planeamiento
urbanístico tienen mucho de filosofía y es obvio que nadie va a presentar su
plan diciendo que va contra el desarrollo sostenible, o contra la cohesión
social. En la segunda parte de la charla, abordo nuestra idea de elaborar una normativa
vinculada a un sistema de indicadores urbanos, de forma que, cuando uno de
estos indicadores alcance un valor crítico, la norma se corrija de forma
automática. Es un tipo de regulación que nunca se ha utilizado en Madrid, pero
sí en otros muchos lugares y de forma exitosa. El amigo de la gorda levanta la
mano y pregunta si les puedo poner algún ejemplo concreto. Por supuesto que
puedo.
Si el planeamiento establece que
en un barrio determinado sólo puede haber 20 bares porque, por encima de esa
cifra, el uso se hipertrofia, congestiona la zona y se vuelve tóxico para los
vecinos, puede suceder que al promotor del bar número 20 se le dé licencia de
apertura y, al alcanzarse el indicador establecido, el número 21 vea denegado
su permiso y tenga que abrir su negocio en otro barrio. Simple cuestión de
equilibrio. La foca se arrebuja ofendida y dice: –Osá-vale-osá: que si mi
vecino se da más prisa que yo con los papeles, a él le dan permiso y a mí no.
Bien, dejando de lado las formas y la cara de malhuele, la objeción es lógica y
ya la he escuchado en otros foros, como los Consejos de los Distritos. Por eso
tengo una respuesta preparada: es como si tú vas a un cine que tiene 40
butacas. El número 40 de la cola encuentra entrada, y el 41 se tiene que volver
a su casa.
Veo que no se queda muy
satisfecha la mujer y reconozco que el ejemplo del bar tal vez no sea muy
afortunado, que los indicadores en los que estamos pensando tendrían que ver
más con temas medioambientales. Por ejemplo, se puede fijar un porcentaje
máximo de NO2 en el aire que, cuando se alcance, modifique automáticamente la
regulación del tráfico, de forma que los días pares circulen sólo los coches
con matrícula par y los impares los otros. Ya se ha hecho en otras ciudades,
como Milán, París o México. La chica levanta la mano de nuevo: –En ese caso,
¿puede decirme si a los que pagamos el impuesto municipal por nuestro coche, se
nos devolvería la parte correspondiente?
Mi respuesta: –No lo sé, no es
más que un caso teórico, en Madrid no se ha aplicado nunca una medida de ese
tipo. ¿Y en las otras ciudades? –insiste la gorda– ¿cómo se ha hecho? –No tengo
ni idea. –Pero usted qué opina. La chica está crecidísima y yo ya empiezo a
hartarme de tanto acoso. Así que, con tono un poco cortante, contesto: –Si yo
fuera el que tuviera que tomar esa decisión, desde luego que no rebajaría ni un
euro los impuestos. Surtido de golpes de hombro y gesto indignado:
–Osá-vale-osá: que nosotros pagamos impuestos por usar el coche todo el año y
sólo vamos a poderlo usar la mitad de los días. Hasta se ha puesto colorada de
la indignación. Opto por templar gaitas: –Hombre, se trata de una situación
puntual, de emergencia, serían unos días hasta que el nivel de contaminación se
normalizara.
Como no salgo de mi asombro, me
parece necesario insistir en que el automóvil privado es el único responsable
de que estemos respirando mierda en las ciudades y que cualquier medida que
limite su uso debe primar sobre cualquier otra consideración. Pongo otro
ejemplo: los nuevos parkímetros que ha instalado la señora Botella, en los que
ha de teclearse la matrícula y el aparato te cobra más o menos según el coche
esté registrado en la base de datos municipal como eléctrico, híbrido,
gasolina, diesel, todoterreno, etc. A mi interlocutora ya no hay quien la pare:
con el brazo en alto vuelve a proclamar su disconformidad: –Osá-vale-osá: que
los pobres, que no tenemos dinero para cambiar de coche, encima vamos a tener
que pagar más por aparcar en la calle. Es más de lo que estoy dispuesto a
soportar. La miro fijamente a los ojos y compongo mi sonrisa más mefistofélica: –Exactamente.
Yo, como soy rico, me acabo de comprar un híbrido y, desde entonces, pago menos
por aparcar en el centro.
Al ver el cariz que está tomando
la disputa, la profesora, que estaba sentada en la última fila, se levanta,
viene a mi lado y pide por favor que las preguntas se dejen para el final de la
clase. La chica sigue rezongando en voz alta, dirigiéndose a su paciente
compañero, por lo que, con cara de mala uva, le digo que, cuando termine ella
de hablar, continuaré yo mi charla, porque no puedo forzar más la voz.
Se pone aun más colorada por el cabreo, sopla su chicle hasta formar una pompa
gigantesca y la hace explotar con un brillo de odio en los ojos. Fin de la
historia. Al acabar la clase hubo muchas preguntas, pero esta señorita no tuvo
a bien hacer ninguna más.
Son sólo unos ejemplos de lo que les
venía diciendo. A los jóvenes de las tres historias (incluso el que me dice que
si es el mismo café que ya le he pedido) no les han enseñado en sus casas a
mostrar más respeto a un sexagenario con bigote blanco, que se ha dirigido a
ellos en actitud cívica, tranquila y respetuosa. Es parte del mundo que viene y
lo siento. Mis hijos no son así, se lo aseguro.
¡Qué paciencia Miluco!. Estas historias son las que más me gustan y consiguen hacerme reir, aunque ya sabes que con todas disfruto mucho, pero me obligan a pregunarte cómo es posible que después de ello persistas en tu natural optimismo.
ResponderEliminarMis hijos tampoco son así, porque no me he atrevido a arriesgar tanto.
Aprovecho para comunicarte que en tu ausencia por países del norte, con magnífica crónica viajera que más parece aventurera, se publicó un artículo de Javier Cercas en el dominical de El País del día 16 de Noviembre, que te recomiendo con todo interés pues da una explicación sobre literatura y novela que me parece magistral y estoy seguro de que, si no lo has leído, te gustará. Al leerlo yo no pude por menos que acordarme de tí.
Desde el noroeste un abrazo, Alfred.
Buenos días Alfred, veo que sigues trasnochando, ya echaba de menos tus comentarios. Soy optimista porque creo que hay mucha gente juiciosa, educada, tranquila y que ha recibido en su casa unos valores básicos. Ahora es un momento bastante malo, porque se ha recortado mucho el apoyo a la educación y hay mucha gente ignorante que devora esos programas de la telebasura que difunden hasta una manera de hablar barriobajera, chula, desvergonzada y pendenciera, como la de la chica que he descrito en mi texto. La gente aprende ahí a interrumpir todo el rato, a enzarzarse en minucias, a faltar al interlocutor, a discrepar de todo. Tengo claro que esta chica no se irritó por lo que yo explicaba. Su enfado con el mundo ya venía de antes y seguro que no ke faltaban razones.
EliminarNo recuerdo haber leído el artículo que dices, aunque Cercas es alguien a quien admiro mucho, por sus ideas y por lo bien que las cuenta. Lo buscaré y ya te cuento.
Feliz Navidad, dentro de lo que cabe.