El tiempo es una materia física que siempre ha
apasionado al ser humano, por su carácter intangible, inestable y perecedero. El
llamado presente es sólo un instante, como la línea de una ola de mar que
avanza, dividiendo el pasado del futuro, el antes del después. El momento en
que he empezado a escribir este párrafo ya forma parte del pasado. Porque el
tiempo corre inexorable y sigue siempre adelante. Desde la antigüedad más
remota, el hombre ha estado obsesionado por medir el tiempo, fraccionarlo en
períodos, organizarlo en secuencias, como una forma de controlarlo o
domesticarlo. Pero, por mucho que lo midamos, el tiempo fluye sin control y no
hay modo de detenerlo.
Medir el tiempo. Medir es sólo una convención, que
se da por admitida o se impone desde el poder. Medir es comparar con una unidad
previamente establecida, en este caso el segundo. Pero el tiempo es imposible
de dominar y se escurre, como agua de una fuente que se quiera parar con las
manos. Los relojes son un intento vano de organizar el transcurrir del tiempo y
especialmente los relojes callejeros que tanto proliferan en las ciudades
centroeuropeas (se dice que Praga es la ciudad del mundo con más relojes en la
vía pública). Uno va por la calle y puede comprobar todo el rato si son las
11.37, o ya hemos pasado a las 11.38, algo ciertamente tranquilizador a nivel
colectivo: el tiempo transcurre, la gente camina sosegada, nadie se tropieza, los
semáforos funcionan, la policía vigila.
En el lenguaje corriente hay numerosas expresiones relacionadas
con el paso del tiempo: perder el tiempo, aprovechar el tiempo, tener tiempo
para algo, adelantarse a su tiempo, ahorrar tiempo, ganar tiempo. Todas estas
expresiones hacen referencia a la magnitud tiempo, como si fuera algo que
pudiera aprovecharse, almacenarse, dejarse para después. Pero el tiempo no se
puede guardar, conservar, atesorar para luego. En ese sentido, es como la energía
eléctrica: cuando hace mucho viento, los molinos de energía eólica han de
pararse, porque es imposible almacenar el exceso de energía producida, para
usarlo más tarde.
También hay una obsesión recurrente por los viajes
en el tiempo. Julio Verne contó la historia de dos personajes hibernados que se
despiertan varios siglos después y terminan por volverse locos. Orwell con su
excelente novela La máquina del tiempo,
plantea el mismo asunto, la posibilidad de viajar en el tiempo y aparecer en
alguna era pasada, o (lo más inquietante) futura. La divertida serie de películas
Regreso al futuro desarrollaba la
misma idea, planteando una variante: la posibilidad de que el regreso al pasado
permitiese cambiar el transcurrir de los hechos, eliminando variantes que se
sabía que iban a ser nefastas. Esa misma vía se continúa en la serie Terminator, al menos en las primeras
entregas.
Es curioso que, en castellano, la palabra tiempo se
use indistintamente para designar esa magnitud física de la que les vengo
hablando, y también el llamado tiempo atmosférico o climatológico, que, aparte fluir
de forma parecida a la del otro tiempo, poco más tiene con él en común. Los angloparlantes
se sorprenden mucho de esta coincidencia, ellos diferencian claramente entre time y weather. Sin embargo hay numerosas interferencias entre ambos
conceptos, designados con la misma palabra. Les recuerdo en primer lugar la curiosa
película El día de la marmota, que aquí
se llamó Atrapado en el tiempo. Un extraordinario
Bill Murray se ve metido en un bucle de tiempo que le obliga a repetir
indefinidamente el mismo día, generando un sinfín de situaciones
desternillantes. Pues este personaje era, precisamente un weather man, un hombre del tiempo de la tele.
Otra interrelación entre ambas acepciones de la
palabra tiempo, la encontramos en la figura de los serenos, que muchos de
ustedes no habrán llegado a conocer. En La Coruña conocí a los serenos locales y, cuando me
vine a Madrid, tuve ocasión de convivir algunos años con esta entrañable
institución. En Madrid, el sereno era un señor asturiano, de edad,
frecuentemente renqueante, de andares cachazudos y cómplices, vestido con un
guardapolvos azul marino, con una pica en una mano y, en la otra, un gran
manojo de llaves insertado en un gran círculo de acero. Cuando llegabas a casa
por la noche, el sereno te acompañaba un buen rato, sobre todo cuando estabas
un poco bebido, te preguntaba por tu familia, te daba sabios consejos filosóficos
y te abría el portal, todo a cambio de la voluntad.
Los serenos surgen en el siglo XVIII y se reglamentan
en el XIX. Su función era vigilar el orden por las noches, evitar hurtos o
asaltos, avisar de incendios y ayudar en lo que pudieran. Los pueblos solían
tener al menos un sereno y la tradición marcaba que debían dar avisos a horas fijas
y en puntos preestablecidos, para informar del estado de ambos tiempos: el físico
y el atmosférico. En el lugar elegido, el sereno se paraba, daba un golpe con
su pica y proclamaba: “las cuatro y media, lloviendo”. El durmiente al que le
pillara cerca de la esquina en cuestión, se despertaba ligeramente y,
tranquilizado por la información recibida, se volvía a dormir enseguida. Otras
veces era “las tres y nevando”. Y cuando el cielo estaba despejado y el viento
en calma, la proclama era “las cinco y media y sereno”, de donde les viene el
nombre.
De todas formas, cuando el tiempo era de difícil
descripción tenían una muletilla más, que a mí es la que más me gusta: “las
siete y media, tiempo vario”. Creo que en estos momentos de incertidumbre, no
hay mejor definición que esta: estamos en un momento de tiempo vario. Todo es
inestable, todo está en precario, no sabemos por donde va a salir la situación.
El tiempo fluye, como siempre ha sucedido, pero la situación general del mundo
fluye también y de forma asombrosa a veces. USA se acerca a Cuba con la mediación
del Papa Curro, el mejor papa desde Juan XXIII. El rublo se hunde, las FARC
proclaman el alto el fuego incondicional en Colombia y, en Marte, ya han visto
que algún engendro legendario se tira pedos con fruición. Todo es incierto, nada
es previsible y eso nos remite a las teorías de Heráclito.
Por si no lo recuerdan, Heráclito de Éfeso,
conocido por el mote de El Oscuro, fue el filósofo griego que enunció la teoría
del cambio continuo: “todo fluye, nada permanece”. Decía Heráclito, que uno
puede tirar una piedra desde un puente, sobre el curso del río. Pero no
repetirlo: si tira otra piedra cinco minutos más tarde, ésta caerá sobre un
agua diferente, porque el agua primera ya ha pasado y ha seguido su curso río
abajo. Su oponente más conocido era Parménides de Elea, quien sostenía que todo
eso eran zarandajas: el río era uno, era siempre el mismo y no había que darle
más vueltas. Haciendo una simplificación, lógicamente empobrecedora, podemos decir
que Heráclito era un pensador progresista y revolucionario, mientras que
Parménides era el típico conservador retrógrado. En este momento, Heráclito tal
vez fuera de Podemos y Parménides del
PP.
Todo esto es
de sobra conocido para cualquiera que haya estudiado los rudimentos de la
filosofía griega. Menos del dominio público es el hecho cierto de que Heráclito
de Éfeso padecía hidropesía y solía combatir esa enfermedad con un remedio bárbaro, muy en
boga en la época: se enterraba en estiércol de vaca, dejando fuera sólo la
cabeza, y se pasaba así muchas horas, a veces un día entero. Algunos
estudiosos, como Julio Cortázar, sostienen que la hidropesía era una mera excusa,
que el objeto de la cura era más bien psicosomático. Es decir: uno se entierra
en mierda hasta el cuello, se pasa así, digamos, doce horas y luego se ducha. El resultado debe de ser extraordinario: no es posible que el mundo se vea
igual, después de someterse a semejante terapia. A Heráclito de Éfeso los
vecinos lo apodaron El Oscuro, no por el más que probable efecto sobre su piel
de sus curas periódicas, sino porque nadie entendía lo que decía. Sus
razonamientos eran herméticos para sus contemporáneos, que no conseguían
descifrar lo que les quería decir. Heráclito El Oscuro fue un adelantado a su
tiempo.
A lo mejor
es esto lo que nos está sucediendo, a nivel colectivo. Como sociedad nos hemos
enterrado en mierda hasta el cuello. Llevamos así ya mucho tiempo y todos
deseamos que, de una vez, llegue la ansiada ducha reparadora. Que llegará, no
lo duden. Empuñen la manguera los de la coleta, u otros cualesquiera. Nunca ha
sucedido que, después de llover, no escampe; a todos los cerdos les llega su
sanmartín y, antes o después, nos liberaremos de la mierda. El tiempo, además
de todas las peculiaridades y variantes que hemos comentado tiene una virtud
innegable: al final pone a todo el mundo en el lugar que se merece.
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