Hola colegas, aquí me tienen de
vuelta de mi excursión por el punto donde confluyen las fronteras de Francia,
Alemania y Suiza, baricentro de esta vieja Europa en decadencia, a la que
España ha asociado su destino y en la que yo me siento tan a gusto a pesar de
los pesares, porque prefiero que nos apriete el cuello la señora Merkel, que no
que el señor Tejero nos apunte con su pistola a la sien. Europa fue una idea
extraordinaria, surgida de la mente privilegiada de De Gaulle y Adenauer, para
poner fin a la espiral de guerra y desolación que arrasó por dos veces los
hermosos territorios que he visitado, una espiral que se inició el 28 de
junio de 1914 con el atentado de Sarajevo, del que ayer se cumplieron cien años.
El pacto sellado por De Gaulle y
Adenauer fue algo así como cuando dos tipos que se están pegando en plena
calle, hartos de hacerse daño y romperse dientes, se apoyan uno contra el otro para no
caerse, se abrazan agotados y deciden no pelear más y convertirse en unos socios indestructibles, que a partir de ese instante ya no se van a pelear más, sino que van a canalizar sus
energías hacia tareas más constructivas y solidarias. Hace falta mucha visión
de futuro para eso. Ya les he contado que Italia y los tres países del llamado
Benelux fueron invitados a ser socios fundadores de esta nueva Europa y que las sedes de muchas de las instituciones centrales creadas fueron situadas en lugares como
Bruselas o Luxemburgo, para que no estuvieran en uno ni otro de los dos grandes
impulsores de la unión, y en Estrasburgo, ciudad emblemática en la misma raya
franco-germana.
Mi viaje me ha conducido a
Friburgo, Estrasburgo y Basilea, ciudades situadas en el entorno del valle del
Rihn, ese gran río que estructura una de las regiones económicas más potentes
del viejo continente. Si observan ustedes el mapa, verán que el Rihn discurre
en un amplio tramo en dirección este-oeste, desde el Lago Constanza hasta las cercanías
de Basilea, tramo en el que el río constituye la frontera entre Alemania y
Suiza. Al llegar a Basilea, esa frontera se desplaza hacia el norte, de modo
que el río pasa a fluir por el centro de la ciudad, en donde se le puede ver
con una anchura de unos 200 metros y una corriente bastante potente. En el
propio centro de Basilea, el río gira hacia el norte, iniciando el gran valle
que se interna entre la Selva Negra y los Vosgos, en dirección al Mar del Norte.
En ese amplio tramo sur-norte, el río sirve de frontera entre Alemania y la
región ahora francesa de Alsacia, durante largos períodos bajo dominio alemán, de
cuya cultura quedan numerosas huellas en
todos sus pueblos.
El aeropuerto al que llegué, promocionado por la Comunidad Europea, sirve a Friburgo en Alemania, Basilea en Suiza y Mulhouse en Francia, como ya
les conté. De
hecho, su nombre es Euroairport Basel-Mulhouse-Freiburg, tal como reza el gran
letrero que rotula su fachada. Este pequeño aeropuerto se construyó al final de
la Segunda Guerra Mundial, por un acuerdo franco-suizo. Francia tenía mucho
interés en compartir un aeropuerto en esta zona, pero carecía de dinero para
construirlo. Y dinero era lo que le sobraba a los suizos, enriquecidos tras
conseguir mantenerse neutrales en la guerra. Así que Francia facilitó los
terrenos, en el municipio de Saint Louis, vecino de Basilea, y Suiza financió
la construcción. Durante años, el aeropuerto se llamó sólo de Basilea-Mulhouse, ciudades ambas próximas a sus pistas, hasta que Alemania, ya recuperada de la
dura postguerra, entró en su mantenimiento, a pesar de que Friburgo está 75
kilómetros más al norte.
El aeropuerto se construyó con
dos salidas, una a Suiza y otra a Francia, en donde los trámites eran
diferentes. La cosa se mantuvo así hasta que Suiza entró en el espacio
aéreo de Schengen, algo que no sucedió hasta 2009. Tenía yo curiosidad por ver
cómo había afectado el referéndum suizo de comienzos de este año, por el que se
reinstauraban los límites a la inmigración para todos los extranjeros. Al
llegar sólo vi una divisoria en las salidas del aeropuerto: por la de la
izquierda se salía tranquilamente a Francia y Alemania, a donde yo iba. Luego
supe que la entrada de Suiza no era diferente, que lo decidido en referéndum autoriza
al Gobierno suizo a implantar unos controles que aun no se han instalado,
porque necesitan que primero se apruebe una ley que detalle el funcionamiento
del nuevo sistema. Es decir, que lo de los referéndums suizos no es tampoco una
panacea, que Suiza no es el paraíso asambleario que algunos imaginan. Esta
ausencia de controles de entrada la constaté después, cuando crucé varias veces en
autobús entre St. Louis y Basilea.
Una hora de autobús me permitió
llegar desde el aeropuerto hasta Friburgo, una bonita ciudad alemana de 220.000
habitantes, más o menos como La Coruña. Lo primero que quiero contarles tiene
que ver con el nombre de la ciudad. En Alemania es conocida como Freiburg im Breisgau. Eso la distingue
de otros Freiburg que abundan por
Alemania y Suiza. Un amigo de mis hijos quiso hacer este año su Erasmus en esta
ciudad maravillosa y le mandaron a otro Freiburg en la Alemania del Este, en
donde ha sobrevivido helado de frío. Parece que la funcionaria de la
Universidad que atendió su solicitud en Madrid le dijo que era el mismo. Algo
así me pasó a mí cuando entré a consultar el pronóstico del tiempo para decidir
qué tipo de ropa me llevaba. El Freiburg que aparecía en el programa AccuWeather, hablaba de unas
temperaturas invernales en pleno junio. Mi amigo Jurgen me lo aclaró: en todos
los programas y libros españoles, su ciudad natal aparece como Friburgo de Brisgovia. No sé a qué se
debe esta ridiculez. Es como si Frankfurt
am Main figurara como Francoforte del
Meno.
Como ya les he contado también,
la primera parte de mi viaje era técnica, centrada en la política de movilidad
de Friburgo que se considera modélica. En esos primeros días me incorporé a un
grupo de doce personas, con mayoría de catalanes y presencia de colombianos y
mexicanos. Fueron unos días intensos, llenos de conferencias y actividades muy
interesantes que ya les cuento más detenidamente en otro post. Ya fuera del
grupo, aproveché para pasar unos días en Estrasburgo, adonde viajé en autobús. De allí bajamos a Basilea en tren, si bien pernoctamos en Saint Louis, entre la frontera
suiza y el aeropuerto, donde los precios son más económicos que en la parte
suiza. Mis impresiones sobre Estrasburgo ya quedaron reseñadas en el post #198,
que pueden consultar AQUÍ.
Y sobre Basilea y los suizos, les hablaré también en próximos textos.
Friburgo es una ciudad que, como
todas las alemanas, fue bombardeada con saña por los aliados en los últimos
compases de la Segunda Guerra Mundial, previos a la rendición de Alemania. La
Catedral, que es preciosa, sobrevivió, supongo que de chamba, porque los
aviadores aliados no se andaban con demasiadas sutilezas a la hora de apuntar
(ya les conté que en Saint Nazaire destrozaron todo el pueblo y no llegaron a rozar la base
submarina nazi que era su objetivo). El caso es que, para la reconstrucción de
la ciudad, se planteó el debate de cómo acometerla. No sé si lo saben pero, frente casos de destrucción masiva de ciudades, hay dos tendencias: los
partidarios de la reconstrucción fiel, piedra a piedra, y los que sostienen que
es mejor aprovechar para hacer un nuevo diseño, eliminando los problemas y
disfunciones del antiguo. Ejemplos de la primera teoría: Dresde y la mayor
parte de las ciudades alemanas destruidas en 1945. Ejemplo emblemático de la
segunda: Rotterdam, donde enseguida se inició la planificación de la nueva ciudad sin
grandes referencias a la antigua.
Sobre este dilema reflexiona la
historiadora del arte zaragozana Ascensión Hernández Martínez en su interesante
ensayo La Clonación Arquitectónica (Siruela-2007),
cuya lectura es muy recomendable. El ansia de los pueblos por reproducir sus
señas de identidad destruidas, para que su historia no caiga en el olvido, es comparada
por la autora con la desazón de los replicantes de Blade Runner, angustiados
porque carecen de pasado. Lo que pasa es que el modelo de reconstrucción
historicista fiel al original, no deja de ser una forma de clonación, es
decir, un cierto fraude, como los implantes de memoria de los replicantes.
Además, estas reconstrucciones, hasta que tienen una cierta antigüedad, suelen ostentar
unos aires de pastelito un tanto horteras.
Rodas, la isla griega próxima a Turquía, estuvo en los años 30 y 40 en manos de
Mussolini, quien decidió reconstruir la antigua ciudad helénica. Resultado: un
lugar con un cierto aire de decorado de Hollywood, de hecho utilizado para el
rodaje de películas de romanos, filmadas a cientos entre esos muros
reconstruidos.
¿Qué fue lo que decidió el pueblo
de Friburgo? Pues una reconstrucción, por supuesto, pero con ligeras e
interesantes variaciones, ligadas a la funcionalidad de la red de transporte
público, de las que les hablaré en el post siguiente. De momento ya van que
chutan con lo que les he contado. Hala, a seguir bien.
No hay comentarios:
Publicar un comentario