lunes, 12 de septiembre de 2022

1.167. Caer y levantarse

Tarde de domingo un poco calurosa después del alivio térmico de los últimos días y a la espera de la ansiada lluvia. Me preparo un té Earl Grey para salir a escribir a la terraza de mi casa, con el incómodo acompañamiento del helicóptero, que mosconea todo el rato a poca altura sobre mi cogote. Cuando empecé este blog hace casi diez años, la crisis económica estaba en todo su rigor y había frecuentes manifestaciones de los grupos más a la izquierda, que siempre empiezan o terminan en Atocha, al lado de mi casa. Eso concitaba al helicóptero bastante a menudo. Luego yo creo que entramos en una especie de resignación social, seguida del encierro pandémico y lo cierto es que hacía mucho que no soportaba esta murga. Tal vez recuerden que incluso alguien creó una página de Twitter que se bautizó como #putohelicoptero.com, para que la gente subiera allí sus quejas por el coñazo.

No tengo idea de que haya hoy ninguna mani, las de los domingos suelen ser mañaneras, para terminar con el bocata y la cerveza y luego volver a casa con el rabo entre las piernas para enfrentar la depre de las tardes de domingo, por tener que currar al día siguiente. Telefoneo a una amiga que suele estar muy al tanto de lo que está pasando en la ciudad y me dice: ¿es que no te has enterado? Hoy termina la Vuelta Ciclista a España y como siempre los corredores recorren varias veces el circuito urbano de la Castellana, que da la vuelta justo en Atocha. Le agradezco la información, otros años incluso he bajado a ver el espectáculo, si bien no te da tiempo a ver nada, pasan en un suspiro. No he querido ser cruel con mi amiga y me he mordido la lengua para no decirle que, efectivamente, no sabía que la Vuelta terminaba hoy en Madrid, porque lo cierto es que ni siquiera me había enterado de que hubiera empezado.

El caso es que, según el ritmo cochinero que me he impuesto con el blog, hoy me toca hablar de mí mismo y de mis rutinas, que poco a poco se van recuperando después del tórrido verano. Por ejemplo, ya tengo tres bolos comprometidos de los que les iré informando puntualmente. El primero, este próximo viernes, para dar una charla a una delegación de una provincia holandesa de la que no sé todavía el nombre, aunque le han dicho a mi amigo Werner, el organizador del sarao, que ya me conocen de una visita anterior. Les tendré al corriente con todo lujo de detalles. Otra de mis novedades en esta rentreé es mi nueva máquina de café, que sucede a la de cápsulas que terminó en el Punto Limpio junto con otra serie de cachivaches y aparatos estropeados o antiguos. Les pongo una imagen.

Es una De Longhi Magnífica, estaba de oferta en El Corte Inglés por 399€ y, como ven en la foto, es un armatoste importante que me trajeron a domicilio. Se usa con ella café en grano, aunque también se puede utilizar molido, pero es una tontería, para eso vale cualquier cafetera más pequeña. Cada mañana le doy a un botón y ha de hacer primero un enjuague de todo el mecanismo, con el cual se queda lista. Se aprieta un segundo botón y la máquina muele el café necesario y te saca un expreso, dos expresos, uno normal o uno largo, según lo que le indiques. El tubo que se ve a la izquierda sirve para calentar la leche y hace un ruido como el de las cafeteras de los bares de toda la vida, de recuerdo grato para mí. Si hay que ponerle un pero es que gasta mucho café, pero el producto que ofrece es una exquisitez, y yo prefiero ahorrar en otras cosas, tal como se está poniendo la cesta de la compra.

Pero, si hoy me toca recobrar esta especie de diario semi-íntimo que he de obsequiarles cada tres posts, no me queda más remedio que hacerles un relato pormenorizado de lo que me ocurrió el sábado 3 de septiembre. Ese día, siguiendo el programa previsto, me levanté pronto con el post #1.164 ¡¡¡ESE SOY YO!!! escrito la tarde anterior y pendiente únicamente de un último repaso para publicarlo en el blog y que llegara a todos ustedes. Pero era sábado y, si están al tanto de mis rutinas, sabrán que los sábados me toca salir a correr por el Retiro. Hacía un día perfecto, fresquito a primera hora, sin viento y sin riesgo de que El Topillo hubiera cerrado el parque, como ha estado haciendo todo el verano en cuanto subía un poco el calor, contra cualquier forma de sentido común.

Me vestí de corredor, me preparé un expreso con mi máquina maravillosa y me lo bebí junto con más de medio litro de agua, como de costumbre. Salí con una cierta sensación de cansancio extra, debido a que la noche anterior había salido a cenar con un par de amigos al Retrogusto, un chiringuito italiano que no se define como restaurante, sino como bar con cocina, lo que quiere decir que hace uno o dos platos y te tomas lo que haya. Me había puesto bien de vitello tonnato, un plato difícil de encontrar en Madrid, acompañado por un par de copas de Aperol Spritz. Todo eso pesaba en mis intestinos, pero yo tengo que correr los miércoles y los sábados para mantener la forma y apoyar el yoga que hago lunes y jueves.

Para completar mis 6,5 kms hago un bucle adicional sobre el recorrido de 5 que sería la vuelta al parque desde mi casa. Cuando llego a la plaza del Ángel Caído, en vez de coger ya la cuesta abajo hacia Atocha, giro a mi derecha hasta la esquina del estanque y vuelvo luego por un camino recto de tierra que me lleva otra vez hasta la cuesta. Estaba casi acabando el repecho fuerte con el que termina ese tramo de tierra, cuando sucedió. Yo soy un corredor de asfalto, por lo que hago una zancada económica sin levantar mucho el pie, confiado en que el suelo es regular. En tierra, si me acuerdo, hago por levantar más el pié, pero cuando estoy cansado a veces se me olvida y ese día estaba cansado ya de inicio por haber trasnochado y encima muy al final del recorrido.

El caso es que mi pie derecho tropezó con una piedra que sobresalía del suelo, justo al empezar una zancada. Manoteé en el aire para no caerme, pero iba relativamente deprisa y no conseguí sino hacer el ángel, salir volando con los brazos extendidos y caer como un saco de patatas, ligeramente escorado hacia la izquierda y con un ruido sordo y decididamente ignominioso. En esas situaciones uno se queda inmóvil unos segundos, por el shock y lo inesperado del percance. Tenía la cara contra la tierra y unos dolores incipientes por todo el lado izquierdo de mi cuerpo. Pero enseguida tomé el control de la situación y probé a sentarme. No parecía tener nada roto, sólo mil magulladuras aquí y allá. Lo primero que vi fue a un señor que venía apresuradamente hacia mí, pero que, al ver que me sentaba, se paró a una distancia prudencial y me preguntó: ¿Está usted bien, jefe? No he sabido nunca por qué los desconocidos acostumbran a llamarme jefe, debo de tener un aspecto respetable, aunque supongo que no era el caso en ese momento.

Le contesté que creía que sí, pero todavía insistió. Mostrándome el móvil en alto, añadió que podía llamar enseguida al SAMUR, a lo que repuse que gracias pero que pensaba que no sería necesario. Entonces optó por dar media vuelta y marcharse. Me puse de pie, moví los brazos en todas direcciones y no vi mayores problemas de movilidad. Lo primero, había que hacer un inventario de daños. Piernas bien, tobillos y rodillas sin problemas, salvo los arañazos previsibles. El brazo derecho bien. Lo peor estaba en el lado izquierdo. Les recuerdo que ese es el brazo que me rompí por la mitad del húmero hace más de seis años. Desde entonces, tengo en el eje de ese brazo un clavo de titanio al que en el blog bautizamos como El General De Gaulle, sujeto con dos tornillos al codo y libre por el extremo superior. El General De Gaulle es, por definición, irrompible, pero un topetazo como ese descuadra todos los demás elementos del brazo, desde el llamado callo de fractura hasta la musculatura. Me dolían bastante el hombro, el codo y también la zona de fractura en el centro del brazo.

Me dolía además la zona pectoral, un dolor en parte reflejado desde el hombro al músculo y en parte debido al golpe mismo en las costillas, que es bastante doloroso, aunque enseguida supe que no tenía ninguna costilla rota, que era sólo una contusión fuerte. Con ese cuadro en caliente, era previsible que todo ello me doliera más después, cuando se enfriara. Había que actuar rápido. Lo primero, volver a casa. Así que eché a correr. ¿No soy corredor? pensé, pues pies pa’ qué os quiero. El braceo me ayudaba a mantener caliente la musculatura del brazo dañado y llegué a la bajada desde el Ángel Caído, en donde recuperé la cuesta abajo. Así como al descuido, me toqué la cara con la mano derecha. Me miré la mano: estaba llena de sangre.

He de recordarles otra cosa. Desde que me descubrieron la estenosis en la carótida derecha, estoy tomando Adiro, un medicamente compuesto por aspirina y un protector gástrico, que hace que tengas la sangre mucho más líquida. Yo ya he observado que desde que tomo Adiro, cualquier heridita me sangra mucho y tarda en cerrarse. En ese momento desconocía si mis heridas estaban en la cara o en la propia mano. Las manos las tenía bastante arañadas, los nudillos de la izquierda negros por la mezcla de sangre y tierra. Me toqué la frente y la noté al tacto llena de tierra empastada por el sudor. Comprendí entonces por qué toda la gente del paseo me miraba con aprensión apenas disimulada: iba hecho un ecce-homo. Pero apreté el paso, llegué a Atocha, crucé la Castellana y logré llegar a mi portal. Había salido de mi casa 45 minutos antes hecho un brazo de mar, que daba gloria verme, y ahora volvía como Mambrú, cuando regresaba de sus guerras y le cantaban eso de qué dolor, qué dolor, qué pena.

Por fortuna, no me encontré a ningún vecino en el portal. Ya en casa, me apresuré a poner en práctica la medida más urgente. Fui al congelador, saqué las dos cubiteras de hielo y las vacié dentro de una bolsa de tela, de esas que te dan para hacer compras ecológicas. Inmediatamente me puse a darle trompazos a la bolsa contra la encimera de la cocina, para lograr la textura del hielo que los expertos en cócteles denominan pilé. Me tumbé en el sofá del lado derecho y me puse la bolsa sobre el hombro, sin limpiarme las heridas ni nada. Tenía claro que el impacto principal había sido allí, en el hombro, el dolor en el pectoral era reflejado, lo mismo que los del codo y el resto del brazo, inducidos por los desajustes del General De Gaulle. Estuve así una buena media hora, hasta que la bolsa del hielo empezó a churretear por el sofá abajo. Esto del hielo hay que hacerlo enseguida, en caliente, después no sirve para nada.

Procedí a continuación a lavarme bien las heridas de las manos y una pequeña en la sien izquierda. Eran simples arañazos, me las lavé bien y luego me apliqué alcohol con un algodón empapado: ves las estrellas pero te garantiza una buena desinfección. Desayuné con mi zumo de naranja, mis tostadas y mi doble expreso. Y me fui a la ducha. La puse a la mayor temperatura que soportaba y estuve un buen rato debajo, poniendo las zonas dañadas directamente bajo el chorro. Y, después de secarme, me apliqué Traumel, mi pomada mágica, con el secador de pelo al máximo de calor para que el producto entre más adentro y con enérgicos masajes sobre el hombro dolorido. Sólo en ese momento, me senté, abrí el ordenador, le di un repaso al post y lo publiqué. Mi sensación era como si fueran las tres de la tarde pero, según los datos del blog, eso sucedió a las 11.57. 

El resto del día me lo pasé descansando y dedicado a mis diversas rutinas. A partir de ese mediodía empecé a tomar Ibuprofeno pautado, cada ocho horas. El Ibuprofeno es antiinflamatorio y mitiga bastante el dolor. Dormí aceptablemente esa noche y, como era de esperar, al día siguiente, domingo, me dolían más todas las mataduras. El problema era que el lunes tenía ya una sesión reservada en la academia de yoga. Hice una prueba de saludo al sol y nada: imposible. El dolor me imposibilitaba para hacer los ejercicios más elementales. Me pasé todo el domingo en reposo y dejé la decisión de anular o no la clase de yoga para el día siguiente (puedo cancelar las clases hasta una hora antes de la cita). El lunes, por la mañana, lo intenté de nuevo y vi que podía. Con bastante dolor, pero podía. Así que decidí no cancelar la clase.

Al llegar le dije a Elena lo que me pasaba. Se puso muy seria para decir: ¡Es que correr es muy peligroso! Le contesté que lo sabía pero que, a mi edad, cualquier actividad física es peligrosa, hasta el yoga. Estuvo conmigo en que lo que pudiera hacer de mi rutina sería bueno para las lesiones, porque el yoga tiene mucho de estiramientos. Lo cierto es que finalmente pude hacer casi todos los ejercicios programados. Mis amigos del Ricla me dijeron luego que me veían un poco alicaído y ojeroso, así que les tuve que contar la historia. Miren, yo no soy especialmente amigo de la épica, a mí esto de convertir el blog en una especie de Hazañas Bélicas no me mola, y no me gusta nada salir a correr y volver como Mambrú. Pero es lo que ha tocado esta vez. El miércoles, por supuesto salí a correr otra vez. Me arriesgaba a caerme de nuevo y joderme el brazo del todo, pero a la vez tenía que romper las ataduras del miedo.

Si lo recuerdan, una de las primeras cosas que hice tras romperme el brazo, cuando volví del hospital ya operado, fue irme al Metro y repetir el recorrido que no había podido hacer por mi caída. El miedo es algo que uno debe vencer, porque nada te invalida tanto como el terror. En estos momentos, una semana después de mi caída, sigo teniendo dolores y molestias en el brazo y en el tórax, pero van remitiendo. Sigo tomando Ibuprofeno, pero ahora dos veces al día. Y por la mañana completo mi surtido de medicamentos con un Omeprazol, para proteger el tubo digestivo de los efectos del Ibuprofeno. Si el abuelo que desayunó a mi lado en Jerez me viera ahora, se partiría el culo de la risa, al ver mi almuerzo de medicinas. Todo esto que les he contado tiene una función también didáctica, por si un día se dan un golpe o tienen una lesión y no pueden ir a urgencias ni tienen a mano algún amigo que sepa cómo actuar.

La vida activa está tachonada de caídas pero lo importante es volverse a levantar. Alguien me cuenta que en las empresas americanas y europeas, a la hora de comparar los curriculums de los aspirantes a un puesto de trabajo, valoran mucho el hecho de que el tipo se haya recuperado de un despido o cualquier otra desgracia o bajón. La famosa resiliencia. Que uno sea capaz de rehacerse después de un contratiempo es algo que se valora mucho en estos tiempos de vacas flacas que se nos vienen encima. Nos están metiendo miedo sobre el frío que vamos a pasar y la escasez de comida, pero yo creo que resistiremos. Si hemos superado la pandemia, ya podemos presumir de indestructibles como el General De Gaulle, que le da a mi brazo una resistencia a prueba de topetazos.

Viene a cuento para cerrar un tema del gran Tony Joe White: Ain’t going down this time, no me voy a venir abajo esta vez. Hace unos días supe que este señor se había muerto en octubre de 2018. Estaba yo por entonces en Chile recorriendo el país arriba y abajo y no me enteré de su fallecimiento. Tony Joe White es ciertamente el inventor del swamp sound, el sonido del pantano, que luego seguirían Creedence Clearwater Revival y otros. Su canción Polk Salad Annie es todo un hito del rock de los 70. Luego, se retiró de la primera fila y se dedicó a componer para otros como Tina Turner. Ya bastante mayor, sus hijos lo convencieron de que volviera a la carretera. Hizo una gira por Europa, como en 2004, y a mí me tocó verlo en la Sala El Sol. Asistimos cuatro gatos, la mitad los había avisado yo, pero fue un concierto muy bueno.

Estaba mayor, tocaba sentado y se acompañaba sólo de una batería, el resto del acompañamiento se lo hacía él mismo con su guitarra. En 2013, con el blog recién empezado le dediqué un post con motivo de la publicación de su álbum Hoodoo, con el que volvía a tentar al mercado. Pensé que luego se habría retirado de nuevo, pero no sabía que se había muerto. Fue el 24 de octubre de 2018, de un ataque cardiaco. Tenía 75 años. Nos quejamos mucho del calor del verano, pero cuando empiezan a morirse las personas mayores es con el otoño, véase Javier Marías y la reina Isabel II. Por cierto, se dice por aquí que la señora Ayuso le ha dedicado tres días de luto porque se cree que fue ella la que construyó el Canal de Isabel II. Les dejo ya con Tony Joe White. Sean buenos. 

2 comentarios:

  1. ¡Qué trastazo, Emilio! Yo creo, como tu profe de yoga, que correr es peligroso, además de ser de cobardes y de malos toreros. Deberías probar con algo más sosegado, como el taichi, que libera mucho menos los radicales libres. Tu protocolo de curación a mí me parece raro: Lo primero es lavar, después desinfectar y luego aplicar la bolsa de guisantes congelados. El frío es un antiinflamatorio excelente y sigue siendo efectivo dos horas después del porrazo y más allá.
    Por último, no compares a la prima Lilibeth (como la llama nuestro rey demérito), fallecida a los 96 tacos, con el dandy Javier Marías, caído víctima de Covid a los 70. Además el shakesperiano académico era un tío educado, que nunca diría eso de "es mi hijo, es mi yate y es mi peñón".

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    1. Pues estás equivocada, querida, el hielo es útil al principio, con el músculo en caliente, para evitar el hematoma. También puede sustituirse por alguna pomada, tipo Trombocid, pero a mí me gusta más el hielo. Si quieres evitarte el aporreo de los cubitos para llegar al pilé, puedes tener en el congelador algunos paquetes de guisantes congelados, que son muy útiles, pero yo no tenía ninguno. Y, en cuanto el músculo se enfría, el hielo ya no hace nada y lo mejor es ya el calor con alguna pomada tipo Traumel.
      Dios me libre de comparar a Lizbeth con Marías. Sólo decía que al llegar el otoño, los viejos caen como las hojas de los árboles, véase también Godard.

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