Tarde de domingo un poco calurosa después del alivio
térmico de los últimos días y a la espera de la ansiada lluvia. Me preparo un
té Earl Grey para salir a escribir a la terraza de mi casa, con el incómodo
acompañamiento del helicóptero, que mosconea todo el rato a poca altura sobre
mi cogote. Cuando empecé este blog hace casi diez años, la crisis económica
estaba en todo su rigor y había frecuentes manifestaciones de los grupos
más a la izquierda, que siempre empiezan o terminan en Atocha, al lado de mi casa.
Eso concitaba al helicóptero bastante a menudo. Luego yo creo que entramos en
una especie de resignación social, seguida del encierro pandémico y lo cierto es
que hacía mucho que no soportaba esta murga. Tal vez recuerden que incluso alguien
creó una página de Twitter que se bautizó como #putohelicoptero.com, para que la gente subiera allí sus quejas por
el coñazo.
No tengo idea de que haya hoy ninguna mani, las de los
domingos suelen ser mañaneras, para terminar con el bocata y la cerveza y luego volver a casa con el rabo entre las piernas para enfrentar la depre de las tardes de domingo, por tener que currar al día siguiente. Telefoneo a una amiga que suele estar muy al tanto de lo
que está pasando en la ciudad y me dice: ¿es que no te has enterado? Hoy
termina la Vuelta Ciclista a España y como siempre los corredores recorren varias
veces el circuito urbano de la Castellana, que da la vuelta justo en Atocha.
Le agradezco la información, otros años incluso he bajado a ver el espectáculo,
si bien no te da tiempo a ver nada, pasan en un suspiro. No he querido ser
cruel con mi amiga y me he mordido la lengua para no decirle que, efectivamente,
no sabía que la Vuelta terminaba hoy en Madrid, porque lo cierto es que ni
siquiera me había enterado de que hubiera empezado.
El caso es que, según el ritmo cochinero que me he
impuesto con el blog, hoy me toca hablar de mí mismo y de mis rutinas, que poco
a poco se van recuperando después del tórrido verano. Por ejemplo, ya tengo
tres bolos comprometidos de los que
les iré informando puntualmente. El primero, este próximo viernes, para dar una
charla a una delegación de una provincia holandesa de la que no sé todavía el
nombre, aunque le han dicho a mi amigo Werner, el organizador del sarao, que ya
me conocen de una visita anterior. Les tendré al corriente con todo lujo de
detalles. Otra de mis novedades en esta rentreé es mi nueva máquina de café,
que sucede a la de cápsulas que terminó en el Punto Limpio junto con otra serie
de cachivaches y aparatos estropeados o antiguos. Les pongo una imagen.
Es una De Longhi Magnífica, estaba de oferta en El
Corte Inglés por 399€ y, como ven en la foto, es un armatoste importante que me
trajeron a domicilio. Se usa con ella café en grano, aunque también se puede
utilizar molido, pero es una tontería, para eso vale cualquier cafetera más
pequeña. Cada mañana le doy a un botón y ha de hacer primero un enjuague de
todo el mecanismo, con el cual se queda lista. Se aprieta un segundo botón y la
máquina muele el café necesario y te saca un expreso, dos expresos, uno normal
o uno largo, según lo que le indiques. El tubo que se ve a la izquierda sirve
para calentar la leche y hace un ruido como el de las cafeteras de los bares de
toda la vida, de recuerdo grato para mí. Si hay que ponerle un pero es que
gasta mucho café, pero el producto que ofrece es una exquisitez, y yo prefiero
ahorrar en otras cosas, tal como se está poniendo la cesta de la compra.
Pero, si hoy me toca recobrar esta especie de diario
semi-íntimo que he de obsequiarles cada tres posts, no me queda más remedio que
hacerles un relato pormenorizado de lo que me ocurrió el sábado 3 de septiembre. Ese día,
siguiendo el programa previsto, me levanté pronto con el post #1.164 ¡¡¡ESE SOY
YO!!! escrito la tarde anterior y pendiente únicamente de un último repaso para
publicarlo en el blog y que llegara a todos ustedes. Pero era sábado y, si
están al tanto de mis rutinas, sabrán que los sábados me toca salir a correr
por el Retiro. Hacía un día perfecto, fresquito a primera hora, sin viento y
sin riesgo de que El Topillo hubiera cerrado el parque, como ha estado haciendo
todo el verano en cuanto subía un poco el calor, contra cualquier forma de
sentido común.
Me vestí de corredor, me preparé un expreso con mi
máquina maravillosa y me lo bebí junto con más de medio litro de agua, como de
costumbre. Salí con una cierta sensación de cansancio extra, debido a que la
noche anterior había salido a cenar con un par de amigos al Retrogusto, un
chiringuito italiano que no se define como restaurante, sino como bar con
cocina, lo que quiere decir que hace uno o dos platos y te tomas lo que haya.
Me había puesto bien de vitello tonnato, un plato difícil de encontrar en
Madrid, acompañado por un par de copas de Aperol Spritz. Todo eso pesaba en mis
intestinos, pero yo tengo que correr los miércoles y los sábados para mantener
la forma y apoyar el yoga que hago lunes y jueves.
Para completar mis 6,5 kms hago un bucle adicional
sobre el recorrido de 5 que sería la vuelta al parque desde mi casa. Cuando llego a la
plaza del Ángel Caído, en vez de coger ya la cuesta abajo hacia Atocha, giro a
mi derecha hasta la esquina del estanque y vuelvo luego por un camino recto de
tierra que me lleva otra vez hasta la cuesta. Estaba casi acabando el repecho
fuerte con el que termina ese tramo de tierra, cuando sucedió. Yo soy un
corredor de asfalto, por lo que hago una zancada económica sin levantar mucho
el pie, confiado en que el suelo es regular. En tierra, si me acuerdo, hago por levantar más el pié, pero cuando estoy cansado a veces se me olvida y ese día estaba cansado ya de inicio por haber trasnochado y encima muy al final del recorrido.
El caso es que mi pie derecho tropezó con una piedra
que sobresalía del suelo, justo al empezar una zancada. Manoteé en el aire para
no caerme, pero iba relativamente deprisa y no conseguí sino hacer el ángel,
salir volando con los brazos extendidos y caer como un saco de patatas,
ligeramente escorado hacia la izquierda y con un ruido sordo y decididamente
ignominioso. En esas situaciones uno se queda inmóvil unos segundos, por el
shock y lo inesperado del percance. Tenía la cara contra la tierra y unos
dolores incipientes por todo el lado izquierdo de mi cuerpo. Pero enseguida tomé el
control de la situación y probé a sentarme. No parecía tener nada roto, sólo
mil magulladuras aquí y allá. Lo primero que vi fue a un señor que venía
apresuradamente hacia mí, pero que, al ver que me sentaba, se paró a una
distancia prudencial y me preguntó: ꟷ¿Está usted bien, jefe? No
he sabido nunca por qué los desconocidos acostumbran a llamarme jefe, debo de tener un aspecto respetable, aunque supongo que no era el caso en ese momento.
Le contesté que creía que sí, pero todavía insistió. Mostrándome
el móvil en alto, añadió que podía llamar enseguida al SAMUR, a lo que repuse
que gracias pero que pensaba que no sería necesario. Entonces optó por dar
media vuelta y marcharse. Me puse de pie, moví los brazos en todas direcciones
y no vi mayores problemas de movilidad. Lo primero, había que hacer un
inventario de daños. Piernas bien, tobillos y rodillas sin problemas, salvo los
arañazos previsibles. El brazo derecho bien. Lo peor estaba en el lado
izquierdo. Les recuerdo que ese es el brazo que me rompí por la mitad del
húmero hace más de seis años. Desde entonces, tengo en el eje de ese
brazo un clavo de titanio al que en el blog bautizamos como El General De
Gaulle, sujeto con dos tornillos al codo y libre por el extremo superior. El
General De Gaulle es, por definición, irrompible, pero un topetazo como ese
descuadra todos los demás elementos del brazo, desde el llamado callo de
fractura hasta la musculatura. Me dolían bastante el hombro, el codo y
también la zona de fractura en el centro del brazo.
Me dolía además la zona pectoral, un dolor en parte reflejado desde el hombro al músculo y en parte debido al golpe mismo en las costillas, que
es bastante doloroso, aunque enseguida supe que no tenía ninguna costilla rota,
que era sólo una contusión fuerte. Con ese cuadro en caliente, era previsible
que todo ello me doliera más después, cuando se enfriara. Había que actuar
rápido. Lo primero, volver a casa. Así que eché a correr. ¿No soy corredor? ꟷpenséꟷ, pues pies pa’ qué os
quiero. El braceo me ayudaba a mantener caliente la musculatura del brazo
dañado y llegué a la bajada desde el Ángel Caído, en donde recuperé la cuesta abajo.
Así como al descuido, me toqué la cara con la mano derecha. Me miré la mano:
estaba llena de sangre.
He de recordarles otra cosa. Desde que me descubrieron
la estenosis en la carótida derecha, estoy tomando Adiro, un medicamente
compuesto por aspirina y un protector gástrico, que hace que tengas la sangre
mucho más líquida. Yo ya he observado que desde que tomo Adiro, cualquier
heridita me sangra mucho y tarda en cerrarse. En ese momento desconocía si
mis heridas estaban en la cara o en la propia mano. Las manos las tenía
bastante arañadas, los nudillos de la izquierda negros por la mezcla de sangre
y tierra. Me toqué la frente y la noté al tacto llena de tierra empastada por el sudor. Comprendí
entonces por qué toda la gente del paseo me miraba con aprensión apenas
disimulada: iba hecho un ecce-homo. Pero apreté el paso, llegué a Atocha, crucé
la Castellana y logré llegar a mi portal. Había salido de mi casa 45
minutos antes hecho un brazo de mar, que daba gloria verme, y ahora volvía como Mambrú, cuando regresaba de sus guerras y le
cantaban eso de qué dolor, qué dolor, qué
pena.
Por fortuna, no me encontré a ningún vecino en el portal.
Ya en casa, me apresuré a poner en práctica la medida más urgente. Fui al
congelador, saqué las dos cubiteras de hielo y las vacié dentro de una bolsa de
tela, de esas que te dan para hacer compras ecológicas. Inmediatamente me puse
a darle trompazos a la bolsa contra la encimera de la cocina, para lograr la
textura del hielo que los expertos en cócteles denominan pilé. Me tumbé en el sofá del lado derecho y me puse la bolsa sobre
el hombro, sin limpiarme las heridas ni nada. Tenía claro que el impacto
principal había sido allí, en el hombro, el dolor en el pectoral era reflejado,
lo mismo que los del codo y el resto del brazo, inducidos por los desajustes
del General De Gaulle. Estuve así una buena media hora, hasta que la bolsa del
hielo empezó a churretear por el sofá abajo. Esto del hielo hay que hacerlo
enseguida, en caliente, después no sirve para nada.
Procedí a continuación a lavarme bien las heridas de las manos y una pequeña en la sien izquierda. Eran simples arañazos, me las lavé bien y luego me apliqué alcohol con un algodón empapado: ves las estrellas pero te garantiza una buena desinfección. Desayuné con mi zumo de naranja, mis tostadas y mi doble expreso. Y me fui a la ducha. La puse a la mayor temperatura que soportaba y estuve un buen rato debajo, poniendo las zonas dañadas directamente bajo el chorro. Y, después de secarme, me apliqué Traumel, mi pomada mágica, con el secador de pelo al máximo de calor para que el producto entre más adentro y con enérgicos masajes sobre el hombro dolorido. Sólo en ese momento, me senté, abrí el ordenador, le di un repaso al post y lo publiqué. Mi sensación era como si fueran las tres de la tarde pero, según los datos del blog, eso sucedió a las 11.57.
El resto del día me lo pasé descansando y dedicado a
mis diversas rutinas. A partir de ese mediodía empecé a tomar Ibuprofeno
pautado, cada ocho horas. El Ibuprofeno es antiinflamatorio y mitiga bastante el dolor. Dormí aceptablemente esa noche y, como era de
esperar, al día siguiente, domingo, me dolían más todas las mataduras. El
problema era que el lunes tenía ya una sesión reservada en la academia de yoga.
Hice una prueba de saludo al sol y nada: imposible. El dolor me imposibilitaba
para hacer los ejercicios más elementales. Me pasé todo el domingo en reposo y
dejé la decisión de anular o no la clase de yoga para el día siguiente (puedo
cancelar las clases hasta una hora antes de la cita). El lunes, por la mañana,
lo intenté de nuevo y vi que podía. Con bastante dolor, pero podía. Así que decidí no cancelar la clase.
Al llegar le dije a Elena lo que me pasaba. Se puso
muy seria para decir: ¡Es que correr es muy peligroso! Le contesté que lo sabía
pero que, a mi edad, cualquier actividad física es peligrosa, hasta el yoga.
Estuvo conmigo en que lo que pudiera hacer de mi rutina sería bueno para las
lesiones, porque el yoga tiene mucho de estiramientos. Lo cierto es que
finalmente pude hacer casi todos los ejercicios programados. Mis amigos del
Ricla me dijeron luego que me veían un poco alicaído y ojeroso, así que les
tuve que contar la historia. Miren, yo no soy especialmente amigo de la épica,
a mí esto de convertir el blog en una especie de Hazañas Bélicas no me mola, y no me gusta nada salir a correr y volver como Mambrú. Pero es lo que ha tocado esta vez. El miércoles, por supuesto salí a correr otra
vez. Me arriesgaba a caerme de nuevo y joderme el brazo del todo, pero a la
vez tenía que romper las ataduras del miedo.
Si lo recuerdan, una de las primeras cosas que hice
tras romperme el brazo, cuando volví del hospital ya operado, fue irme al Metro y
repetir el recorrido que no había podido hacer por mi caída. El miedo es algo
que uno debe vencer, porque nada te invalida tanto como el terror. En estos
momentos, una semana después de mi caída, sigo teniendo dolores y molestias en
el brazo y en el tórax, pero van remitiendo. Sigo tomando Ibuprofeno, pero
ahora dos veces al día. Y por la mañana completo mi surtido de medicamentos con
un Omeprazol, para proteger el tubo digestivo de los efectos del Ibuprofeno. Si
el abuelo que desayunó a mi lado en Jerez me viera ahora, se partiría el culo
de la risa, al ver mi almuerzo de medicinas. Todo esto que les he contado tiene
una función también didáctica, por si un día se dan un golpe o tienen una
lesión y no pueden ir a urgencias ni tienen a mano algún amigo que sepa cómo
actuar.
La vida activa está tachonada de caídas pero lo
importante es volverse a levantar. Alguien me cuenta que en las empresas americanas
y europeas, a la hora de comparar los curriculums de los aspirantes a un puesto
de trabajo, valoran mucho el hecho de que el tipo se haya recuperado de un despido
o cualquier otra desgracia o bajón. La famosa resiliencia. Que uno sea capaz de
rehacerse después de un contratiempo es algo que se valora mucho en estos
tiempos de vacas flacas que se nos vienen encima. Nos están metiendo miedo
sobre el frío que vamos a pasar y la escasez de comida, pero yo creo que
resistiremos. Si hemos superado la pandemia, ya podemos presumir de
indestructibles como el General De Gaulle, que le da a mi brazo una resistencia a
prueba de topetazos.
Viene a cuento para cerrar un tema del gran Tony Joe
White: Ain’t going down this time, no
me voy a venir abajo esta vez. Hace unos días supe que este señor se había
muerto en octubre de 2018. Estaba yo por entonces en Chile recorriendo el país
arriba y abajo y no me enteré de su fallecimiento. Tony Joe White es
ciertamente el inventor del swamp sound, el sonido del pantano, que luego
seguirían Creedence Clearwater Revival y otros. Su canción Polk Salad Annie es todo un hito del rock de los 70. Luego, se retiró de la primera fila y se dedicó a componer para otros como Tina
Turner. Ya bastante mayor, sus hijos lo convencieron de que volviera a la
carretera. Hizo una gira por Europa, como en 2004, y a mí me tocó verlo en la
Sala El Sol. Asistimos cuatro gatos, la mitad los había avisado yo,
pero fue un concierto muy bueno.
Estaba mayor, tocaba sentado y se acompañaba sólo de
una batería, el resto del acompañamiento se lo hacía él mismo con su guitarra. En
2013, con el blog recién empezado le dediqué un post con motivo de la
publicación de su álbum Hoodoo, con
el que volvía a tentar al mercado. Pensé que luego se habría retirado de nuevo,
pero no sabía que se había muerto. Fue el 24 de octubre de 2018, de un ataque
cardiaco. Tenía 75 años. Nos quejamos mucho del calor del verano, pero cuando
empiezan a morirse las personas mayores es con el otoño, véase Javier Marías y
la reina Isabel II. Por cierto, se dice por aquí que la señora Ayuso le ha
dedicado tres días de luto porque se cree que fue ella la que construyó el Canal de
Isabel II. Les dejo ya con Tony Joe White. Sean buenos.
¡Qué trastazo, Emilio! Yo creo, como tu profe de yoga, que correr es peligroso, además de ser de cobardes y de malos toreros. Deberías probar con algo más sosegado, como el taichi, que libera mucho menos los radicales libres. Tu protocolo de curación a mí me parece raro: Lo primero es lavar, después desinfectar y luego aplicar la bolsa de guisantes congelados. El frío es un antiinflamatorio excelente y sigue siendo efectivo dos horas después del porrazo y más allá.
ResponderEliminarPor último, no compares a la prima Lilibeth (como la llama nuestro rey demérito), fallecida a los 96 tacos, con el dandy Javier Marías, caído víctima de Covid a los 70. Además el shakesperiano académico era un tío educado, que nunca diría eso de "es mi hijo, es mi yate y es mi peñón".
Pues estás equivocada, querida, el hielo es útil al principio, con el músculo en caliente, para evitar el hematoma. También puede sustituirse por alguna pomada, tipo Trombocid, pero a mí me gusta más el hielo. Si quieres evitarte el aporreo de los cubitos para llegar al pilé, puedes tener en el congelador algunos paquetes de guisantes congelados, que son muy útiles, pero yo no tenía ninguno. Y, en cuanto el músculo se enfría, el hielo ya no hace nada y lo mejor es ya el calor con alguna pomada tipo Traumel.
EliminarDios me libre de comparar a Lizbeth con Marías. Sólo decía que al llegar el otoño, los viejos caen como las hojas de los árboles, véase también Godard.