jueves, 10 de junio de 2021

1.058. La pausa

Escribo desde mi habitación de la octava planta del Hotel Riazor, en La Coruña, desde la que se ven las panorámicas que les pongo más abajo. Se está aquí como Dios y es una gozada abandonar por fin el encierro, también llamado confinamiento (¿recuerdan cuando bajábamos a comprar al supermercado con guantes?). La situación va mejorando, aunque hay que ser prudentes. El lunes cogí mi coche, salí de Madrid como a las 10.30 y tuve un viaje plácido, con varias paradas. Una de ellas en el área de servicio La Pausa, cerca de Ponferrada, en donde me calcé un entrecot de puta madre (Zidane dixit), acompañado de una copa grande de cerveza. La chica de la barra, una rubia de ojos vivos y sonrientes asomando por encima de la mascarilla, me preguntó qué me había parecido la carne. Contesté que excelente pero, por ponerle alguna pega, que era demasiado grande para un sitio de carretera donde hay que evitar que la gente coma de más y le dé la soñera. La chica achicó un poco más las comisuras de sus ojos traviesos para decir que lo que pasaba es que yo venía de Madrid, en donde estamos acostumbrados a comer poco; que aquello era El Bierzo y allí se come de verdad.

El lunes lo tuve ocupado entero en el viaje, llegué por la tarde a la casa de mi hermano en Oleiros y estuve por allí hasta que empezó a anochecer y me vine al hotel. El martes fue un día también muy intenso, salí a desayunar a un bar cercano, volví para conectarme a la clase de inglés a las 9.30, después tenía una cita en una notaría para un asunto privado e hice algunas gestiones más antes de coger el coche para ir a comer donde mi hermano. A media tarde regresé al hotel para la sesión de cierre de Billar de Letras, una sesión memorable, en palabras del propio Ronaldo que comparto, y de la que les hablaré después. Acabé tan excitado y despejado que decidí salir a dar una vuelta por la ciudad y tomarme algo en un bar cualquiera, a pesar de que estaba cansado y de que a las diez de la noche cae sobre la ciudad la típica fresca cargada de humedad y hay que abrigarse. Para ser un martes, había bastante actividad en la zona de bares, sobre todo gente joven; el virus no ha conseguido domesticar su espíritu. Veamos ya las fotos prometidas.


Bien, podría pensarse que estoy en una especie de pausa de mi sinvivir de jubilado vertiginosamente activo, pero ya ven que en el mundo interconectado a través de la galaxia Internet, esa actividad continua me persigue allá donde yo vaya, a menos que no tenga cobertura, algo que ya casi no sucede en ninguna parte. Ayer miércoles, por ejemplo, me levanté, me bebí unos cuantos vasos de agua del grifo y bajé a correr por el paseo marítimo. Lo tomé hacia la izquierda y llegué más allá del monolito del Milenio, rebasé el ascensor inclinado de cabina esférica que te sube al Monte de San Pedro y aún más allá, casi hasta El Portiño, donde iba de pequeño a pescar y volvía a casa con tres míseros pececitos enanos que mi madre me freía para cenar. El saber popular ha bautizado el monolito como El Pirulí, y el ascensor como La Arielita.

Tras mi carrera, ducha y gran desayuno, me acerqué a la cafetería Manhattan, en donde tenía una cita con el gran Berto, seguidor de este blog y amigo de los de verdad, con quien me pasé todo el día deambulando por algunas zonas míticas de la Costa de la Muerte, excursión que se merece un post específico que les prometo. Tal vez ese día sí constituyó una verdadera pausa, llena de resonancias mágicas que me retrotrajeron a la infancia y de la que acabé agotado pero feliz, por la noche en mi magnífica cama doble de la octava planta del hotel, arrullado por el murmullo del mar inmenso. Hoy he desayunado con apetito, he vuelto al hotel para conectarme a mi nueva sesión de inglés y me he puesto a escribir algo para ustedes. Espero terminar a tiempo de coger el coche para irme a comer de nuevo donde mi familia. Y a las 18.00 tengo una call con Los Ángeles, con una gente de un Banco solidario que tal vez nos ayude a desbloquear uno de los proyectos ganadores del primer Reinventing, que está atascado por falta de financiación.

Pero hoy quiero hablarles de otros asuntos. La novela con la que cerramos Billar de Letras hasta septiembre se llama Como si existiese el perdón y su autora es la argentina Mariana Travacio, de Rosario, aunque se conectó con nosotros desde Buenos Aires, donde vive actualmente. Esta mujer, de mediana edad, cuya imagen tienen arriba, ha trabajado muchos años como psicóloga forense, que no es cualquier cosa. Conoce mucho del alma humana, de la bondad y la maldad, del rencor y de la venganza como motores de las conductas humanas. Nos contó que ha escrito numerosos cuentos, que son su especialidad narrativa, pero que casi todos se desarrollan en escenarios fuertemente urbanos. Esta su primera novela, en cambio, transcurre en las llanuras infinitas de la Pampa, en donde la gente está muy sola y no existen instituciones como La Justicia o La Administración. Uno ha de valerse solo, sin ayuda de nadie.

Yo intervine en el debate sólo una vez para decir que me parecía que la historia reflejaba espléndidamente la forma de pensar de la gente del mundo rural y cómo las grandes planicies influyen en la mentalidad de la gente que las habitan. Dije que esta historia podía transcurrir en La Mancha, o en las grandes llanuras de Polonia. El libro comienza en un punto en donde están los dos protagonistas al final de su día, haciendo una pequeña hoguera para calentarse una cena y luego cebarse un mate, sin prisas y casi sin hablar entre ellos, mientras el sol cae sobre el horizonte. Allá por el fondo se intuye que llega un tipo a caballo. Se va materializando, cobrando tamaño. El que manda de los dos, que se llama el Tano, deja claro que será él quién hable con el desconocido.

El tipo llega, descabalga y, sin más saludos o preámbulos, dice a bocajarro: —Estoy buscando a la Pepa. Sigue un largo silencio en el que los dos locales continúan con sus tareas cotidianas. El Tano se piensa la respuesta porque hay una Pepa que no vive lejos y es la hija de uno de sus colegas, por lo que ha de protegerla de cualquier mal viento que venga. Sólo un rato después, sosteniéndole la mirada al desconocido, le responde: —Y para qué la busca, compañero. Transcurre otro rato hasta que el recién llegado aclara: —Mire, compadre, si la ando buscando es porque se me perdió. Fíjense ustedes qué diálogo más preciso, qué arranque más impresionante de la novela. Les diré que, tras ese intercambio inicial de retos, el Tano le invita al otro a sentarse con ellos, compartir la cena y unas ginebras, para luego, todos juntos, decidir como aúnan fuerzas para encontrar a esa Pepa, que muy pronto averiguan que es otra diferente a la que primero creyeron.

Arranca ahí una historia de rencores y venganzas que desemboca en un auténtico western y que le ha valido a su autora varios premios, ser traducida a unos cuantos idiomas y entiendo que no tardará mucho en generar un guión cinematográfico. En el debate, Ronaldo propuso que opináramos sobre si la historia nos parecía totalmente realista o si tenía componentes fantásticos o mágicos. Yo me pronuncié claramente por la primera de las posibilidades porque, dije, la realidad está trufada de componentes mágicos e inexplicables que superan siempre a lo que un autor pueda imaginar. Traje a colación la respuesta de García Márquez cuando le preguntaban por cómo hacía para elaborar su realismo mágico: no, yo lo único que hago es reflejar lo que veo, en Latinoamérica la realidad es así. Otros contertulios opinaron lo contrario, pero yo lo tengo claro y además estamos hablando de la visión de una psicóloga forense.

En cualquier caso, un libro que les recomiendo. Es cortito, conciso, con capítulos de media página. Se lee en una tarde. Yo me lo he leído dos veces, la primera con la tensión de saber qué sucede y la segunda para recrearme en los detalles, en las descripciones del paisaje que es casi como otro personaje protagonista. Conocía ya esos ambientes por otros relatos, con especial relevancia de El gaucho insufrible, de Roberto Bolaños, un cuento magnífico. Pero ahora quiero incidir en otro aspecto. La novela de Travacio describe una historia que, como hemos dicho, no puede transcurrir en otras localizaciones: por ejemplo en un ambiente urbano. Tampoco en un pequeño pueblo, en el que enseguida corre el rumor y toda la colectividad opina e interviene. Aquí son personajes solos en un escenario inmenso. Sus actividades y sus diálogos son esencialmente demorados. Llevan un ritmo opuesto al sinvivir que yo experimento en la ciudad y que me traigo puesto a mi semana de vacaciones.

Y esa pausa, inducida por el paisaje, me lleva a uno de los últimos textos del blog de José Ovejero, en donde analiza otra de las características de la vida moderna, el vicio de grabarlo todo en fotos o vídeos, para conservarlos, como una especie de receta de inmortalidad. Esa ansiedad compulsiva por dejar constancia de todo para la posteridad, nos llega a impedir disfrutar de la vida en su plenitud: no vivimos porque estamos todo el día dedicados a dejar constancia de cómo vivimos. Ovejero enciende una vela por el disfrute de los momentos irrepetibles, la fugacidad, la mortalidad y, en definitiva, el olvido. Curioso tema. Les pido que lo lean, para lo que han de pinchar AQUÍ, y luego continuamos.

Creo que esto de guardarlo todo es una inutilidad. Me vienen a la cabeza los tiempos de las diapositivas, con aquellos carros circulares en los que había que revisar una a una las imágenes para asegurarse de que no estaban al revés. Uno iba a cenar a casa de una familia amiga y al final te decían: —¿Quieres que te ponga las fotos de nuestro viaje por las islas griegas? Y te calzaban un coñazo insufrible. Menos mal que apagaban la luz y podías darte alguna cabezadita. Otro tema: yo tengo guardadas una serie de cintas de casette que le grabaron a mi madre, ya muy mayor, cantando o diciendo cosas que se le ocurrían. Tal vez piensen que soy lo que se llama un descastado, pero jamás he sentido ganas de escucharlas. Ahora ya ni tengo aparato reproductor de cassette, pero es algo que nunca he tenido curiosidad de escuchar. Y eso que me acuerdo de mis padres y de mi hermano Viti, prácticamente todos los días.

Y en cuanto a la belleza de lo efímero irrepetible, pues siempre tendré en la memoria los speechs que mi amigo X y yo soltamos a todos los presentes al final de su comida de jubilación. Algunos que no pudieron venir, me han preguntado si lo tenemos grabado y les he dicho que no, que había que haber estado allí. Ese fue un momento único que todos conservamos en nuestras memorias y que no podremos nunca revisar y está bien así, como dice Ovejero. Pero este autor soslaya un matiz del tema. Es que mucha de la gente que va sacando fotos y vídeos de todo lo que hace, realmente no actúa así por preservar el momento mágico para la eternidad, sino para colgarlo enseguida en redes y que le llenen de megustas y caritas sonrientes con lágrimas azules a los lados. Y sus amigos lo borran todo enseguida, o al cabo de unos días.

Y esta es una tontuna que desenmascara el absurdo de una tipología de personajes en posesión de unos medios técnicos asombrosos, pero sin la adecuada preparación psicológica (¿forense?) para gestionarlos de forma racional. Y, para colmo, ese es un tema que puede llevar a derivadas perversas, como el asesinato del profesor francés que fue degollado por un fanático islamista después de que una de sus alumnas colgase en redes que había insultado a Mahoma en su clase, algo que la propia chica admitió después que era falso. Mi admirada Leila Slimani, el día en que presentó su nueva novela, nos contó que ese terrible incidente le hizo borrarse de Facebook y las demás redes sociales, y que desde entonces está muy a gusto. Hablando de esta señora, ya saben que una de las cosas que más me satisfacen es que en los grandes periódicos se hable de un tema que yo he sacado primero en el blog. Pues en el artículo que van a ver abajo se destacan los libros de Slimani y la novela La vida lenta de Abdelá Taia, de la que les reproduje un fragmento. Pueden verlo AQUÍ.

En fin, que yo sigo con mi pausa a la vera del océano. Disfrutando unos días de esta vida lenta, a pesar del vértigo que me traigo a la espalda. Y que mañana y pasado no tengo planes prefijados por lo que espero dedicarme plenamente a fluir. Let’s flow. Y el domingo cogeré otra vez la carretera para volver a Madrid. Sólo lamento una cosa: no poder llegar a tiempo para sumarme a la manifestación de Colón. Como se pueden imaginar, estoy loco por aparecer en esa foto con los padres de la patria, hacedores de la libertad-libertad-libertad y martillo pilón del comunismo y la pérdida de valores en la que ha desembocado esta Sodoma y Gomorra de Sánchez y compañía. Como no me da tiempo a llegar a sumarme a ese evento maravilloso, he decidido grabarme un autovídeo dedicado a estos señores, que les dejo de cierre y que creo que describe perfectamente todo lo que se ha hablado en este post. Que les aproveche. 

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