Me refiero a la que acaba de terminar, culminada con la victoria del Dépor en O noso derby. El Depor jugó mejor, no dejó al Celta hacer su fútbol
y demostró una vez más que es capaz de competir con equipos mejores que él (el
Celta lo es, a día de hoy) y hasta de ganarles, si tiene un poco de suerte.
Todavía nos queda jugar con el Barça y con el Madrís, y ya veremos hasta dónde
llegamos, porque yo ya tengo claro que este año no vamos a pasar apuros para
mantenernos. El partido dejó una imagen emocionante: las dos aficiones
cantando juntas el himno gallego. Impresionante escuchar a 30.000 personas
coreando eso de fogar de Breogán,
DE-BRE-O-GAN. Ya ven, soy gallego y me conmueven las señas de identidad de
mi tierra (el himno y la bandera, las que menos). Sin embargo, sería
el primero en denunciar la superchería, si un día aparecieran unos tipos
instrumentalizando todo eso, superponiéndole un absurdo odio a lo español y a lo
extranjero y llevándonos a donde no queremos ir, sólo para construirse su
propio chiringuito y robar a la gente con más comodidad.
Semana atípica, digo. Lo cierto
es que me traje de la Siberia extremeña un constipado de los grandes, algo que
pocos inviernos me pilla. Al menos hasta ahora. Yo creo que fue el frío que pasé
durmiendo en la antigua Casa-Cuartel de la Guardia Civil de Zarza Capilla. El
caso es que el catarro me impidió hacer deporte, incluso nadar, pero no
desaproveché el tiempo, como verán. Mis actividades me impidieron también asistir al taller de conversación inglesa. Aunque, por supuesto, acudí todos los días a mi
puesto en el Ayuntamiento. Tendría yo que estar medio agonizante para no ir al trabajo.
Ya ni recuerdo el último día que falté por cuestiones médicas. El lunes estaba
con la cabeza y la nariz bien cargadas. Aprovechando que no estaba para correr, me
metí en la cama por la tarde a sudar, bien envuelto en mantas. Con eso y un
Espidifén conseguí despejarme un poco. El martes acudí a mi club de lectura, en
donde analizamos libros siempre interesantes, lo que pasa es que yo sólo
recomiendo en mi blog los que me impresionan y me parecen redondos, y no es el
caso de este.
El miércoles empezó lo bueno.
Aunque el constipado me iba bajando a la garganta, salí por la mañana bien abrigado y con bufanda, y me constituí a las 9.15 en
Madrid Río, justo debajo de la gran bandera europea que adorna la glorieta de
San Vicente, junto a la antigua Estación del Norte, hoy dedicada a usos más
diversificados. Había quedado allí con mi amigo Pedro Fernández, profesor de la
Escuela de Caminos, al frente de un curso Athens de postgrado, formado por 25
arquitectos y titulados de otras carreras relacionadas con el urbanismo, que
están en estos momentos haciendo diferentes masters en universidades de toda
Europa. El programa Athens es algo similar al Erasmus, pero consistente en
cursos de una sola semana, que aportan créditos a los estudiantes. La red
europea Athens está formada por 16 universidades técnicas de diferentes
ciudades, una por país. En España, la representación en esa red la ostenta la
Politécnica de Madrid. Dos veces al año, se ofertan cursos de una semana a los
estudiantes de estas 16 universidades.
Mi amigo Pedro suele organizar
uno de esos cursos exprés y hace años que cuenta conmigo,
a veces para una conferencia, a veces para una visita al río y en ocasiones
para las dos cosas. La gente que viene a estos cursos no se conocen de nada, pero se pasan aquí una semana de puta madre, con un apretado programa de
actividades lectivas hasta las 7 de la tarde y el resto del día para irse por
ahí de marcha. Mi actividad del miércoles consistió en bajar caminando por el
parque del río, con sucesivas paradas para explicaciones sobre el proyecto,
hasta el negocio de alquiler de bicicletas Eco-Moving Sport, que
regenta mi también amigo Luis. Allí nos subimos a las 27 bicicletas que nos tenían
reservadas y recorrimos el parque hasta sus últimos
rincones. Para estas visitas sin conferencia previa tengo unas imágenes de mis presentaciones en láminas montadas sobre cartón pluma, que me preparé yo mismo en los años de ostracismo. Quiero decir que tuve que comprarme el cartón pluma, el papel y hasta el pegamento. Eso sí: usé la impresora de mi ofi.
Devolvimos las bicis a las 12.15 y continuamos andando, calle Segovia arriba, hasta llegar a la plaza de Cabestreros, en el castizo barrio de Lavapiés. Allí nos habían preparado una mesa para todos, en la
terraza al aire libre del restaurante senegalés Baobab. Ya saben que los
europeos suelen comer en torno a la una. El Baobab es un lugar auténtico, o enxebre, que decimos los gallegos. África
en estado puro. Los camareros, del color de la antracita, son muy amables. Se
puede comer con cerveza y otros refrescos occidentales, pero lo mejor es
acompañarse de cualquiera de los zumos sin alcohol típicos de Senegal: el bisap (elaborado con flores de hibiscus,
delicioso), el buy (hecho con el
fruto del baobab, más duro de pelar, pero también curioso) y un tercero de jengibre que no probé. El menú se reduce prácticamente a
las diferentes versiones del arroz senegalés (foto de arriba): de pescado, de carne y verduras, o
sólo de verduras, y al mafe (foto de abajo), el plato nacional del Senegal. El mafe tiene un aspecto
parecido al curry, con el arroz blanco y medio molido (como gusta a los africanos), en plato aparte. Está
elaborado con carne de buey (como musulmanes, no comen cerdo) y una salsa de
cacahuete ligeramente picante que está muy buena.
Y aquí la foto que
me hice con los que más conectaron conmigo. Pedro es el de la derecha. El chino
se llama Bo, es de la ciudad de Lanzhou, construida en el punto en que el Río Amarillo recibe las aguas
limpias de un gran afluente, y ha salido por primera vez de China para hacer su
máster en Delft (Holanda). Allí comparte curso con la chica guapa del abrigo gris
que sonríe a mi lado y que es lituana. Los de la izquierda son un húngaro y una
italiana cuyos nombres he olvidado. Después de comer con ellos me fui a
descansar un rato, porque por la noche tenía un sarao diferente: una cata de
catorce quesos artesanales de Cantabria, en el restaurante Lhardy, con vinos de
Fernández Lacuesta y un vermú buenísimo de la misma marca. La cosa empezaba a
las 8 de la tarde y terminamos cerca de las 12, porque el tipo que dirigía la
cata se tiraba mucho el rollo con maridajes, texturas, matices olfativos y
recomendaciones sobre cómo beber el vino. Lo cierto es que los quesos estaban
extraordinarios, desde los más suaves del principio hasta los fuertes del
final. Y los de Lhardy nos obsequiaron con su estupendo suflé, para cerrar.
Mi constipado seguía su curso.
Con los recorridos en bici y caminatas matutinas, mejoró notablemente. En la
terraza del Baobab volví a coger frío. Y por la noche acabé con una ronquera
importante. El jueves por la mañana no podía ni hablar. Estaba como el de yo tenía un chorro de voz, yo era el amo del falsete. El problema es que
tenía citados a primera hora a cinco indonesios de una agencia estatal que se
dedica a financiar y construir infraestructuras por todo el país, a los que tenía que hablar durante
una hora, tarea para la que no me podía sustituir nadie. Menos mal que no vinieron,
plantón del que aun no he recibido ninguna explicación. Tal vez se acojonaron con los
atentados de París y suspendieron el viaje. Escribiré a mi contacto con ellos
(un tipo de una agencia radicada en Nueva Zelanda) a ver qué me cuenta. Pero el jueves por la
tarde tenía más actividades programadas. La primera, recoger mis nuevas gafas
de lejos, en la óptica dónde las había encargado. Tuve que entenderme con el optometrista por señas.
Tengo que decirlo ya: esto de las gafas es algo
sensacional. Es la hostia. Es la repera. ¡Cómo veo! El óptico me explicó que, como la vista se va perdiendo
poco a poco, uno se acostumbra a ello y no es consciente de lo mal que
ve. Y, cuando te pones gafas, descubres un mundo nuevo. Les diré que salí de
la óptica con ellas puestas (mis primeras gafas). Y que podía leer todos
los letreros de las calles. Y las matrículas de los coches. Y veía las caras de la
gente. Esto es lo más asombroso. Yo estaba convencido de que por la calle pasaba desapercibido, como parte del
síndrome de invisibilidad que había contraído en el trabajo, a fuerza de ser
ignorado y marginado. Y resulta que lo que pasaba era que, cuando yo alcanzaba
a distinguir bien los rasgos de las personas que se cruzaban en mi
camino, ellas ya me habían mirado y habían apartado la vista de mí. Ahora me he
dado cuenta de que, no sólo no paso desapercibido, sino que me mira mucha gente. Desde más lejos, pero me miran. Incluso
muchas señoritas y señoras de buen ver. En esto también estoy resucitando.
Con mis gafas nuevas acudí al
acto de presentación de un libro sobre Labordeta, elaborado con los pequeños
textos de 88 de sus amigos. Era en el auditorio de Comisiones Obreras de la calle Lope de Vega, parte del edificio que un día albergó los sindicatos verticales de Franco. Presentaba el libro la periodista Pepa Bueno, escoltada por Rubalcaba, Miguel Ríos, Pilar
Bardem y otros famosos. Fue un acto muy emotivo y entrañable, en torno a una
figura muy querida. Una cantante aragonesa revivió varias de las
canciones del maestro y todos a coro cerramos el acto con su Canto a la
Libertad. Bueno, todos menos yo, que no tenía voz. Con mi nueva visión pude percibir
hasta el último de los granos en la cara de Miguel
Ríos, la calidad y textura del pelo blanco de Luis Pastor y las lágrimas que caían
por las mejillas de Pilar Bardem, en situación de gran fragilidad
física y anímica. Me compré el libro, por supuesto, y me fui a descansar. El
viernes conduje por primera vez con gafas hasta el trabajo y ¡qué
maravilla! Veía todos los letreros:
Parque del Retiro, Calle Menéndez Pelayo, Plaza de las Ventas, M-30 todas
direcciones. No se imaginan qué cambio.
Así que les deseo a todos que empiecen esta semana con ánimos
renovados. Ya se ha acabado el veranillo de San Martín y hace un frío que pela. Por mi parte,
he superado la fase no veo ni hostia, y también la de yo tenía un chorro de voz. Aquí me tienen, listo para comerme el mundo.
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