Esta
semana he alterado mi ritmo de actividades deportivas, debido a dos cosas: que
el lunes era festivo en Madrid, lo que me impidió correr (los festivos son para
descansar), y que este viernes tampoco podré salir a entrenar porque me voy por
la tarde en coche a una zona que todavía no he logrado ubicar en el mapa, pero
que por lo visto es conocida como la Siberia extremeña, para una nueva
excursión del grupo senderista al que pertenezco. En principio, eso de la
Siberia extremeña produce un cierto escalofrío, me dicen que está cerca de la
provincia de Ciudad Real, ya les contaré. Existe también una Siberia aragonesa; yo
creo que esas denominaciones se deben a que nuestra piel de toro está en un
proceso irreversible de desertización y eso genera amplias extensiones con
aspecto de estepa (buenos polvorones), aunque nunca con el frío clima de la
Siberia original.
El
caso es que, como les iba diciendo, esta semana me quedaban únicamente tres
tardes útiles para hacer deporte y las he distribuido de una manera lógica:
ayer salí a correr, hoy iré a nadar y mañana otra vez a correr. No sé si fue
debido a que venía de un fin de semana con un día extra de descanso, o si
también contribuyó el excelente tiempo de este veranillo de San Martín que nos
está regalando el cambio climático. El caso es que en un momento de mi carrera
lo vi claro: tenía que estirar el recorrido y llegar a los 8 kilómetros. Así lo
hice y parece que la espalda no se me resintió más de lo previsible. Mi
problema con la espalda no se acaba de solucionar, más bien habría que decir
que me he acostumbrado a convivir con él (eso se llama resiliencia, me dicen).
He comprobado que, parando del todo durante meses, no se me quita, pero al mismo tiempo
percibo con claridad que, cada vez que salgo a correr, el dolor evoluciona, lo que quiere decir que está relacionado directamente con esta práctica tan poco habitual en un
casi-abuelo de 65.
Ya
lo ven: si paro de correr me duele la espalda, y si corro también. Es como la
vieja canción: me matan si no trabajo y si trabajo me matan. Pero habrá
que seguir, mientras el cuerpo aguante. Esto de envejecer es una murga, pero no
hay alternativa y, dependiendo de cómo te lo tomes, lo llevas mejor o peor. Hay
gente que está convencida de que la edad de oro son los veinte. Que luego todo
es decadencia. Sinceramente, yo recuerdo los veinte como una época de
inseguridades, de anhelos nunca cumplidos, de hormona a tope guiando mis pasos
todo el rato hasta un muro infranqueable. Cada edad tiene su punto bueno y sus
inconvenientes. Los sesenta también pueden ser cojonudos. Lo que pasa es que
hay que mantener el ánimo. Hay gente que incluso llega al extremo de decir que
la verdadera edad de oro son los nueve meses que se pasan dentro del útero
materno, que uno empieza a deteriorarse y envejecer desde el momento mismo en
que nace (por eso lloran los bebés al nacer, porque se dan cuenta de la putada
que supone, de que han perdido para siempre su paraíso, como Adán).
No
cuenten conmigo para semejantes líneas mentales. Yo he disfrutado a todas las
edades, me he adaptado y me lo he pasado de puta madre hasta en la mili. En
estos últimos tres años mi desempeño laboral ha sido muy frustrante, pero me he
defendido de ello escribiendo un blog y ahora mi vida es en parte literatura,
puesto que el requerimiento de contar todo lo que me va pasando, sin duda
influye también en lo que hago. Es decir, que todo lo que hago, ha de ser
correcto y pertinente, si no ¿cómo podría contarlo luego? Si Artur Mas tuviera
un blog, seguro que habría tomado otra deriva. El blog es para mí una presencia
vigilante, como ese Dios de los creyentes, que está en todas partes y vigila
todas sus actuaciones. Los beatos auténticos dicen: yo no hago nada pecaminoso o incorrecto, ni
siquiera cuando no me ve nadie, porque me vería Dios. Mi caso es parecido:
procuro ser buena gente todo el rato, porque, si hago una pirula, no la podré contar en el
blog.
De
todas formas, los nueve meses en el seno materno deben de ser la felicidad
suprema, yo creo que, muy adentro en el subconsciente, tenemos un recuerdo
nítido de ese tiempo maravilloso. Flotar sin nada que hacer, en un líquido
delicioso a la temperatura justa, sin tener que preocuparte de comer, ni conducir,
ni ir al trabajo, ni pagar el recibo de la luz. Ese es ciertamente el paraíso
perdido. Ya lo cantaba Juan Luis Guerra: Quisiera ser un pez/para tocar mi
nariz en tu pecera/y hacer burbujas de amor por donde quiera/mmmm… pasar la
noche entera/mojado en ti. Una bonita letra, aunque otros la entendían en
un sentido más libidinoso. La gente es que siempre está pensando en lo mismo,
oyes.
Así
que ya lo saben, ayer corrí ocho kilómetros y estoy tan fresco, algo que me
enorgullece, aunque soy consciente de que en cualquier momento puede llegar el
típico giro del destino y trastocar todos mis planes. La verdad es que mis
historietas habituales carecen de la menor importancia, no tienen un componente
épico o significado profundo que pudiera justificar el interés de mis lectores.
Se trata simplemente de la sencillez de lo cotidiano y contarlo de una
manera desenfadada y sin mayores pretensiones. Encontrar lo universal en las
entrañas de lo cotidiano, como pedía Unamuno. La semana pasada, por ejemplo,
mis actividades laborales me llevaron a atender a una delegación de la KAMCO, Korean
Assets Management Corporation, una importante agencia estatal de Corea del
Sur, dedicada a la inversión en infraestructuras por todo el territorio de ese
lejano país. Les cuento como surge esta historia.
Un
día como otro cualquiera, abro el Outlook y me encuentro un correo cuyo
remitente es: 황인영. Me escribe a mí,
con copia a 김석구 y también a 배승태. Fastuoso. Por fortuna, el texto está en inglés. Una deliciosa
señorita, que se llama Inyoung Hwang, a la que no tengo el gusto de conocer, me
cuenta que la KAMCO es una institución importantísima en Corea, y que una
delegación de cuatro personas de su staff se propone visitar Madrid. Que
han contactado con la Embajada en Madrid y allí el cónsul Seunghee Suh les ha
dado mi nombre y les ha dicho que soy la persona adecuada para atenderles,
como ya he hecho en muchas ocasiones con visitantes de su tierra. Añade esta
señorita que me supone muy ocupado, pero
que sería suficiente con una entrevista de diez minutos (así de corteses
son los coreanos). Que está deseando conocerme y espera mi respuesta. Y firma
debajo: Inny.
Respuesta: Querida Inny, estoy a su
entera disposición y será un placer atenderles. Aunque diez minutos es muy poco
tiempo para una presentación de la ciudad en condiciones. Pero, si son tan
amables de hacerme un hueco como de una hora en su apretado programa, estaré
feliz de mostrarles mi presentación. Yo también estoy deseando conocerla y,
además, le pido un pequeño favor: que me traiga una caja de té de ginseng rojo
coreano, del que soy gran seguidor. Pero que, si esto último le parece
inapropiado, que lo olvide. Me contesta: lamentablemente ella no viene en la
delegación, se limita a organizarles el viaje. Los cuatro de KAMCO llegarán el día
4 a la una de la tarde. Tras ir a su hotel, vendrán a mi oficina con tiempo
suficiente para escuchar mi presentación y hacerme preguntas. Y, por supuesto,
traerán el té para mí. Ella intentará apuntarse a la próxima visita, porque
también está deseando conocerme.
He buscado imágenes por su nombre en
Google y me salen unas bellezas espectaculares, pero estoy seguro de que ninguna
de ellas es mi soñada Inny. Deben de ser un nombre y un apellido muy comunes en
Corea. El caso es que el día 4 bajé a comer algo a las 13.30, para tener tiempo
de atender a los coreanos, a los que no esperaba antes de las 14.30. Me acababa
de pedir unas lentejas, cuando me sonó el teléfono. Era una chica coreana que
trabaja como intérprete para la Embajada. Estaba con los cuatro coreanos.
Habían consultado el plano de Madrid y descubierto que mi oficina está muy
cerca del aeropuerto. Así que habían decidido cambiar el programa: dejar los
equipajes en una consigna, tomar el Metro y venir a verme. Y luego volver al
aeropuerto y, ya con las maletas, coger unos taxis a su hotel en el centro.
Estaban ya en el Metro y por el altavoz acababan de anunciar: próxima parada
Campo de las Naciones.
Les dije que me esperaran en la boca del
Metro sin moverse de allí. Me acabé las lentejas y la cerveza a la carrera y
salí enseguida a buscarlos. Tras saludarles con un annyong haseyó, los
acompañé al edificio municipal de mi destierro y estuve con ellos casi dos
horas, porque no hablaban ni patata de inglés y la intérprete no sabía nada de
urbanismo, inconvenientes que estiraron mucho la traducción sucesiva. Yo en
coreano sólo sé decir annyong haseyó (hola) y kamsahamnidá (muchas
gracias). Esto último se lo repetí varias veces al ver que me traían, no una,
sino dos cajas de te de ginseng rojo coreano (cada caja suele traer unas cien
bolsitas, así que ya tengo hasta mi entierro). Sólo sé decir eso, pero le doy la entonación adecuada y hago el gesto
pertinente, doblándome por la cintura con las palmas de las manos colocadas a
los lados de las piernas. Había estado practicando por la mañana con mi hijo,
que es experto en protocolo coreano. Lo malo es que me vio mucha gente de la que en ese momento salía de la oficina y debieron pensar que me había vuelto loco.
Así que, aquí me tienen. Con mi nueva remesa de
té de ginseng rojo coreano, forever young. Como Bob Dylan. Súbanle el volumen y disfruten: es un verdadero himno. Y que pasen una
buena tarde.
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