Sobrecogido, como no podría ser
de otra manera, con la barbarie yihadista, he de confesar que me he llevado un
gran disgusto, pero no una gran sorpresa. La sorpresa me la llevé el 11 de
septiembre de 2001, cuando vi derrumbarse, una detrás de la otra, las Torres
Gemelas, esas torres que tenían una parada de Metro, exclusiva para ellas, que
cada mañana vomitaba directamente al hall a la multitud de oficinistas que trabajaban allí arriba, unos
tipos que acudían a diario en traje y corbata, tal como mi hijo Kike sale ahora
de casa muchos días (cuando no está haciendo una auditoría a una empresa
externa) y ha de presentarse en la sede central de Ernst & Young, en la
Torre Picasso, edificio construido en el centro del complejo financiero AZCA,
según proyecto del arquitecto Minoru Yamasaki, el mismo que construyó las
Torres Gemelas.
Ese día comprendí de repente que
el maravilloso mundo en paz de la segunda mitad del Siglo XX, en el que había
tenido la inconmensurable suerte de vivir la mayor parte de mi vida, se había
venido abajo. Porque la cúpula que lo resguardaba, y bajo la que yo me sentía
seguro, tenía un techo de cristal muy frágil. Tanto como para que unos
desalmados lo hicieran saltar en pedazos. Ese día empezó el Siglo XXI. Lo del
otro día en París es una manifestación más de lo mismo, como también lo fue el
11-M de Madrid. Los bárbaros, esos falsos islamistas que matan sobre todo a
correligionarios, han hecho un nuevo movimiento en su ajedrez macabro. Ya saben
que no pasa nada si decapitan a diez o doce periodistas y cooperantes, lo
filman cuidadosamente, editan el vídeo con una música sobrecogedora y hortera y
lo cuelgan en la red para que todo el mundo lo vea y se acojone debidamente.
Tampoco si meten a un jordano en una jaula, lo queman vivo y repiten el proceso
de filmación, edición y publicación.
Ni siquiera el hecho de que
derriben un avión lleno de turistas rusos, camuflando una bomba entre los
equipajes, hace tambalearse un milímetro los cimientos de esta sociedad
occidental, que olvida tan pronto las amenazas. Que está formada por gente que
trabaja, ama, se divierte y se desarrolla libremente como personas individuales,
liberadas del yugo de la religión. Un yugo que nos quitamos no hace tanto: no
hay que retroceder mucho en la historia para encontrar en la sociedad cristiana
similares grados de crueldad y barbarie. Pero ahora hemos superado todo eso.
Ahora hacemos una vida laica y urbana. Somos ciudadanos del mundo. Y llega el Friday night y salimos a pasárnoslo de
cojones viendo un concierto, o un partido de futbol, o tomando una copa con los
amigos en una terraza, aprovechando este insólito veranillo de San Martín. Nada
de eso pueden tolerar estos cabrones. Ellos piensan que vivimos en pecado.
Quieren que volvamos a esa Edad Media en la que ellos se encuentran a sus anchas, cultivando su odio.
En sus países más pacíficos, como
Arabia Saudí, o Irán, la mujer ha de cubrirse con un pañuelo. Y casarse con un
novio elegido por sus padres, al que nunca ha visto. Y no puede conducir un
automóvil sin permiso de su marido. Y, si tiene un poco de mala suerte, hasta
puede que le hayan rebanado el clítoris a los cinco años, con un cuchillo de
cocina. Malditos sean para siempre los fanáticos. Estos fascislamistas (así los
define con precisión Bernard-Henri Lévy) llevan en su propia práctica su final
anunciado. La gente, en su mayoría, es buena, tranquila y miedosa. No pueden
arrastrar a sus filas a muchos más desclasados y desheredados del mundo, que
los que ya tienen. Y perderán la guerra. Pero antes harán mucho daño. Esto no
se ha terminado. Desde el 11-S yo ya sé que estas cosas pasan, que te pueden
pillar en medio y que hay que acostumbrarse a vivir con esa amenaza.
Así que nada cambió el viernes.
Yo salí del trabajo a las 4 en dirección a la provincia de Badajoz, en el punto
en que se encuentra con las de Ciudad Real y Córdoba. Se me hizo de noche y no
veía ni hostia, pero no crean que cometí una imprudencia y puse en riesgo mi
vida. Lo que no veo bien son los letreros con las indicaciones, así que mi
riesgo era perderme. No tengo GPS y llevaba una hoja de indicaciones en papel.
De vez en cuando, ponía el doble intermitente, me arrimaba al arcén y
consultaba mi hoja de ruta. Milagrosamente conseguí llegar por mis medios al
albergue de Zarza Capilla, a unos 350 kms. de Madrid, la mayor parte por
carreterillas secundarias. El albergue está radicado en la antigua Casa-Cuartel
de la Guardia Civil. El pueblo tiene un núcleo antiguo, sobre un cerro, y un
barrio nuevo de casas bajas en cuadrícula, construido por Regiones Devastadas,
cuyas calles se llaman del Generalísimo, del General Mola, de la Guardia Civil
o de la División Azul. Allí es donde está el albergue.
Por la noche supimos de los
atentados de París, confirmamos que mi sobrina Elena, su marido y sus tres
hijos estaban bien, aunque aterrorizados (viven en la calle del Bataclan, a
menos de 100 metros del lugar), y nos fuimos a dormir. El albergue tenía
cuartos de tres camas, con un núcleo de baños y duchas a compartir entre
tres habitaciones, es decir, nueve personas en utilización unisex, lo que
rememoraba nuestros viajes a campings hace una eternidad. En esas habitaciones, ahora de tres camas, vivía antaño un guardia civil con su familia. Ahora, las cosas han cambiado. Ahora 10.000 guardias civiles se manifiestan por el centro de Madrid para pedir homologación de sus condiciones con las de la Policía Nacional. Sucedió el sábado de este mismo fin de semana.
El sábado y el domingo madrugamos para hacer nuestros recorridos previstos, por el entorno de los pueblos de la zona: Capilla, Peñalsordo, Zarza Capilla y Cabeza del Buey. Todos ellos de la comarca de La Serena, a un costado del pantano del mismo nombre. Zona de pastos, de olivares, encinas y alcornoques. Alguna cueva con pinturas rupestres catalogadas. Viejas aldeas estratégicamente encaramadas en los cerros de la dehesa. Y buenas vistas al pantano, al otro lado del cual se localiza la llamada Siberia extremeña, así designada por su escasa población. El pantano de La Serena, fue en su día el mayor de Europa. Ahora es el segundo, tras el de Alqueva, construido años más tarde en la raya de Portugal. Ambos están en el río Guadiana.
El sábado y el domingo madrugamos para hacer nuestros recorridos previstos, por el entorno de los pueblos de la zona: Capilla, Peñalsordo, Zarza Capilla y Cabeza del Buey. Todos ellos de la comarca de La Serena, a un costado del pantano del mismo nombre. Zona de pastos, de olivares, encinas y alcornoques. Alguna cueva con pinturas rupestres catalogadas. Viejas aldeas estratégicamente encaramadas en los cerros de la dehesa. Y buenas vistas al pantano, al otro lado del cual se localiza la llamada Siberia extremeña, así designada por su escasa población. El pantano de La Serena, fue en su día el mayor de Europa. Ahora es el segundo, tras el de Alqueva, construido años más tarde en la raya de Portugal. Ambos están en el río Guadiana.
El pantano de La Serena tiene la
particularidad de que no cuenta con aprovechamiento hidroeléctrico: es sólo
para regadío. Se construyó a finales de los ochenta, para ampliar la zona de
cultivos del Plan Badajoz, programa franquista por excelencia. No es de
extrañar que la población de la zona, dedicada a la agricultura, conserve una
cierta fidelidad al régimen anterior, en el que dieron el salto desde la más absoluta
miseria a un grado de bienestar aceptable. En los bares se nota ese salto, se
come bien y los aseos están muy limpios.
Escuché el otro día en la radio que uno de los indicadores más fieles del
progreso de una sociedad es el uso que se hace de la escobilla en los wáteres
públicos. Llegar al excusado y encontrarlo lleno de pinturas rupestres, indica que estamos en una zona muy atrasada. En
Extremadura, eso ya no sucede: las cosas han cambiado.
Regresé en la tarde del domingo
con menos problemas, porque la noche me pilló en la zona de autopista. En realidad,
estoy a la espera de recoger las gafas que ya tengo encargadas en un óptico, y
con las que voy a ver de lejos como un auténtico dios. Esto sí que va a ser un
cambio contundente. Como el que he sufrido en mi trabajo. Lo cierto es que
aparentemente todo sigue igual, pero yo me siento algo más respaldado. Me han
designado como representante del Área de Urbanismo en otras dos comisiones
municipales, una que tiene que ver con las redes de ciudades y otra con la
aplicación de la Ley de Transparencia. Todo es un poco caótico, pero me estoy
divirtiendo. La semana pasada tuve un poco más de tiempo libre, fue como la
calma que precede a la tormenta, pero no sé hasta cuando voy a poder seguir
manteniendo un ritmo de escritura de posts tan alto. Aquí también, las cosas
han cambiado.
Bob Dylan escribió en los 60 una
canción que se llamaba Los tiempos están
cambiando. Mucho después tuvo oportunidad de intuir que las cosas ya habían
cambiado. En el año 2000, los productores de la película Wonder Boys, que en España se llamó Jóvenes Prodigiosos, tuvieron la ocurrencia de encargarle una
canción para la película. Habían olvidado que estaban tratando con un genio. La
película, en la que actúan Michael Douglas, Robert Downey jr y Toby Mc Guire,
entre otros, pasó sin pena ni gloria. Pero Dylan, que no acostumbra a componer
música por encargo, se salió con la maravilla que les pongo abajo: Things have changed (Las cosas han
cambiado). El tema tuvo tal repercusión que fue premiado con el Oscar a la
mejor canción en la ceremonia celebrada el 25 de marzo de 2001. Dylan recibió
el premio menos de seis meses antes de que las cosas cambiaran de verdad el 11 de
septiembre de ese año del Señor. Súbanle el volumen y vean el vídeo. Tal vez
les mejore un poco la moral.
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