Como les he contado, desde el 15
de agosto vuelvo a hacer deporte con bastante frecuencia, aunque este año estoy
subiendo la intensidad de forma muy gradual. Cuando apretaba el calor, no podía
bajar a correr antes de las 8 de la tarde. Ahora que el otoño se va adentrando
en nuestras tardes, suelo salir al volver del trabajo. Después me ducho, me
hago una comida-merienda y todavía me queda margen para ir a algún acto o
evento de los que abundan en esta ciudad llena de citas interesantes. Lo que
pasa es que no les cuento todas las cosas que hago por no aburrirles y porque
no siempre son de interés para el blog. Eso sí: los días en que tengo trabajo,
luego deporte y luego alguna cosa más fuera de casa, es cuando he de tomarme un
té de ginseng rojo coreano antes de desayunar, para evitar que por la tarde me entre la galvana y me quede en casa a descansar.
Una de las citas de que hablo
tuvo lugar hace poco en un marco extraordinario: el restaurante Lhardy, en el
nº 8 de la Carrera
de San Jerónimo, donde están ahora conmemorando los 175 años de existencia de
este lugar único, que presume de servir uno de los mejores cocidos de la
ciudad. Con motivo del aniversario, han organizado un pequeño ciclo de
conferencias, que se desarrollan en el comedor de la primera planta. La primera
de estas conferencias, titulada “Lhardy y la música”, corrió a cargo de José
Luis Temes, personaje extraordinariamente culto y ameno, que suma a su
condición de director de orquesta y escritor, la circunstancia de ser
descendiente del hombre que fundó el restaurante en 1839.
Aparte los datos de la creación
del restaurante, Temes contó algunas cosas curiosas de cómo era Madrid en 1839,
que entroncan con mi post #73 "El Madrid de Larra", que pueden releer AQUÍ,
y que conviene tener presentes, para saber un poco de dónde venimos y cuanto
camino hemos hecho (ya saben: al andar se hace camino). Lhardy fue fundado por
el joven pastelero francés, (o suizo, no está claro este dato) Emile Huguenin,
hombre ilustrado que antes había regentado pastelerías en París y otros lugares
de Francia. Se desconoce por qué eligió este lugar en los confines del mundo
civilizado para montar su negocio, y se ha llegado a especular con que la cosa
surgió a partir de su amistad con Prosper Merimée, escritor fascinado por el
mundo hispano, como se comprueba leyendo su archifamosa Carmen. Lo que está claro
es que el tipo hacía honor al apodo con que le llamaban sus amigos: L’Hardy (el
intrépido), sobrenombre que se trasladó, con el apóstrofe eliminado, al local y
también al apellido de sus hijos y herederos.
Porque, realmente, muy intrépido
tenía que ser un francés o suizo para aventurarse a abrir un negocio de delicatessen
en un lugar tan bárbaro, salvaje y dejado de la mano de Dios, como este Madrid
decimonónico en el que sólo habían pasado dos años desde el suicidio del gran
Fígaro, el que retrató con más crudeza la sociedad de su tiempo. En 1839,
Madrid era un pueblarrón de 200.000 habitantes, de calles sin asfaltar y con el
personal constreñido en el recinto de la Cerca que mandó trazar Felipe IV, con sus puertas
y portillos cuyos nombres se mantienen aun en el nomenclator de las calles
madrileñas. Ya saben que la diferencia entre puertas y portillos, además de su
tamaño, era que, aunque todos se cerraban por la noche, en las puertas quedaba
un retén de guardia, por si había que abrirlas por una urgencia.
En ese Madrid, donde la gente de
a pié se entretenía asistiendo a los toros y a las ejecuciones públicas, dice José Luis Temes que tres de
cada cinco habitantes no sabía leer ni escribir. Si nos centramos en el campo,
esa proporción llegaba a cuatro de cada cinco. No había que caminar mucho para
llegar a lo que se llamaba el campo: bastaba cruzar la Puerta de Alcalá, dejar a
la izquierda la plaza de toros y ya estaba uno en el campo. De hecho, por allí
se cazaban las liebres que luego se cocinaban a la francesa y se servían a los
ilustrados comensales de Lhardy. En cuanto a la esperanza de vida, la media era
de 37 años. Los aguadores vendían su mercancía por las polvorientas calles, entre el ejército
de buhoneros, ciegos contadores de cuentos, santeros, curanderos, tullidos,
teatrillos de títeres y simples ociosos a la caza de alguna oportunidad.
Huguenin adquiere un edificio de
nueva construcción resultante de la demolición de un convento tras la
desamortización de Mendizábal, que había generado la aparición de algunos
solares atractivos para los constructores en una ciudad tan densa y constreñida
como el Madrid de esos años. Tuvo suerte con la localización. Poco después, se
construyeron el Teatro Real y el Palacio de Las Cortes, con lo que Lhardy quedó
en la ruta que unía el Palacio Real y la nueva Ópera con el Congreso.
Políticos, músicos y artistas de todo tipo incorporaron a sus rutinas la parada
en este lugar a comer o tomar un caldito, de camino a sus obligaciones.
Parece que, antes de la
construcción del Teatro Real, existían en Madrid nada menos que cuatro pequeños
teatros de la ópera, regentados por privados, que se llenaban a diario, por lo
que constituían buenos negocios. La gran innovación que incorporó el Teatro
Real, proclamada a los cuatro vientos, fue el hecho novedoso de contar con
aseos de caballeros y señoras, a la moda francesa. Como se imaginarán, en los
teatros anteriores los caballeros acostumbraban aliviarse en alguna tapia cercana y
las señoras, como Dios manda, salían orinadas de casa. Además, en los
entreactos se comía, tirando todos los desperdicios al suelo y, por supuesto,
se fumaba en el patio de butacas durante la función. Parece que no fue hasta
los años 20, cuando se prohibió esta última práctica en el Teatro Real, a
petición de los cantantes.
Con el tiempo, los
músicos que actuaban en el Real, adoptaron la costumbre de alojarse en las habitaciones que Lhardy
tenía sobre el restaurante, lo que les permitía ir andando a la función, y ser abordados por los ciudadanos de las clases más modestas, que no tenían dinero
para ir al teatro, pero pasaban horas en la Puerta del Sol sólo para saludar a sus ídolos.
Estos músicos, partían luego para hacer largos viajes y cantar en lugares tan remotos como
Moscú o La Habana. Para
ello, debían usar el servicio de diligencias, que partían del lugar donde está
ahora el Círculo de Bellas Artes. Se imaginan la duración de uno de estos
viajes (los que debían cruzar el charco, iban en diligencia hasta Cádiz, para
embarcar allí). Se dice que Mozart compuso una sonata en una diligencia y Temes
comentó que lo extraordinario sería que alguien hiciera algo así en el AVE.
Lhardy se convirtió en lugar por
donde solía pulular gente como Mesonero Romanos, o Pérez Galdós, que los citan
en sus libros. Al hilo de esta conferencia y el escenario que se describe, he
repasado algunas de mis fuentes y he encontrado la historia que les cuento para
cerrar este post. El 12 de noviembre de 1912, el presidente del Gobierno de
España, José Canalejas, acabó antes de lo que pensaba su cotidiano despacho
matutino con el rey Alfonso XIII y, al salir del Palacio Real, se encontró con
que no tenía nada que hacer hasta la sesión del Consejo de Ministros, que se
celebraría por la tarde en el Ministerio de la Gobernación , actual
sede del Gobierno de la
Comunidad de Madrid. Hacía un día hermoso y soleado y ya saben
ustedes que la luz de Madrid en las mañanas de otoño es única. José Canalejas,
cuyo segundo apellido era Méndez, bastante frecuente en Galicia (era de
Ferrol), decidió darse un paseo entre ambos edificios, algo que le gustaba,
aunque sus obligaciones no le permitían hacerlo a menudo.
Es muy posible que Canalejas
hubiera pensado hacer una última parada en Lhardy, para tomar un tentempié
antes del Consejo. Nunca lo sabremos. En medio de su paseo, se paró a curiosear
el escaparate de la
Librería San Martín, hoy desaparecida, en el nº 6 de la Puerta del Sol, esquina con
Carretas. Allí lo abordó el anarquista maño Manuel Pardiñas, que andaba por la
plaza al descuido, a ver si el destino ponía en su camino algún pez gordo del
sistema, sobre el que descargar su browning de gran calibre, que llevaba
siempre preparada. Pardiñas le disparó tres tiros a quemarropa e intentó huir
pero los guardias de la escolta salieron tras él. Viéndose acorralado, tomó la decisión de usar contra sí mismo una de las balas que le quedaban .
Casi un siglo después de la
inauguración de Lhardy, Madrid seguía siendo la capital de un país bárbaro,
salvaje e inculto. El suceso conmovió profundamente a la sociedad y se
escribieron numerosos libros analizando las repercusiones del magnicidio.
Incluso el joven Francisco Franco utilizó el seudónimo Jakim Boor, para
publicar un texto que ya anticipaba su altura intelectual, en el que atribuía
el asesinato de su paisano a los masones. Pero lo más curioso es la versión que
hizo del suceso el incipiente cine nacional. El corto Asesinato y entierro
de José Canalejas, de poco más de 7 minutos, dedica la mayor parte de su escaso metraje
al reportaje del entierro.
Sin embargo, como prólogo, los
directores incluyeron una reconstrucción del asesinato, que fue rodada en el
lugar y dura apenas un minuto. Para interpretar a Canalejas, eligieron al
veterano y prestigioso actor Rafael Arcos. Para encarnar al joven anarquista,
el escogido fue un debutante. Se llamaba Pepe Isbert. En su primer papel en el
cine, Isbert mata a Canalejas de forma convincente, echa a correr y se suicida
también de modo brillante. Una vez en el suelo, creyéndose ya fuera de foco, se
levanta tranquilamente. No se le ve sacudirse el polvo, aunque se intuye que
sería lo primero que hizo. Este actor genial ya anticipaba que lo suyo era más
la comedia que el drama. Para los lectores de mi blog que aun se creen que me
invento estas cosas, he buscado el corto en la red y AQUÍ MISMO tienen el link. Pinchen
y lo comprobarán.
Sensacional la aparición de Pepe Isbert en el corto. Son unos segundos, pero se ve claramente que es él. Era inconfundible. Si la película se hizo en el año del atentado, debía de ser muy joven. El resto del corto es también muy interesante, con esos espadones de barbas blancas asistiendo a las exequias. ¿Reconoce usted a alguno?
ResponderEliminarEl corto está rodado en 1912. Pepe Isbert era ya actor de teatro de varias funciones diarias y tenía 26 años. Por su papel en la película le pagaron 100 pesetas, que no estaba mal para la época.
EliminarNo reconozco a nadie de los que salen en la parte del funeral. Tal vez África, mi asesora de asuntos históricos, sepa quiénes son los prebostes que aparecen.