Este post está dedicado
a mi amigo X, ilustre seguidor del blog, ingeniero y héroe de la guerra contra la Covid-19, con todo mi cariño.
El puente Verrazano une los distritos de Brooklyn y Staten Island en Nueva York. Es un puente colgante, que forma parte de la Autopista Interestatal I-278, una via auxiliar de conexión entre los estados de New York y New Jersey. El puente tiene una longitud de 1.298 metros, su construcción se inició en agosto de 1959 y se abrió al tráfico en noviembre de 1964. En ese momento se convirtió en el puente colgante más largo del mundo, superando al Golden Gate de San Francisco que lo era hasta entonces, y ostentando esa condición hasta 1981, en que fue superado por uno británico. En estos momentos es el séptimo, si bien sigue siendo el más largo de los Estados Unidos. El puente cruza la bahía del Hudson por la zona denominada The Narrows, un área semipantanosa, con mucho cieno y arena de arrastre, por lo que la implantación de las dos torres que lo sustentan requirió cimentar con cajones y realizar una excavación muy profunda hasta encontrar unos fundamentos de roca suficientemente sólidos. Aquí una vista desde Staten Island. Al fondo el skyline de Manhattan.
El puente tiene dos tableros, uno
encima del otro, cada uno con tres carriles por sentido. Es decir que su
capacidad es de doce carriles, seis por sentido. Es un puente de peaje, lo que
no impide que cada día crucen por él en torno a 180.000 vehículos. Las dos torres
monumentales, de las que cuelgan los cables que sujetan el doble tablero, tienen
nada menos que 210 metros de altura, el equivalente a un edificio de 70 plantas. Cada una de estas torres está formada por
dos pilares independientes, unidos en cabeza por una pieza que le da rigidez al
conjunto. De allí caen los cables de sujeción, que son cuatro, dos a cada lado.
Estos cables son de acero trenzado de 90 centímetros de diámetro y atraviesan los pilares hasta llegar, debidamente tensados, a los anclajes en tierra firme. De ellos cuelgan los tirantes verticales, más finos, que sostienen unas vigas trianguladas, también de acero, a cada lado del tablero,
de 7,3 metros de altura, vigas que aseguran la doble base de las
calzadas inferior y superior. Cada uno de los cuatro cables mayores resulta del trenzado de
más de 26.000 cables individuales, que fueron tendidos de lado a lado en
pequeños grupos y trenzados después in situ con máquinas.
Naturalmente, los cables que
sustentan esta monumental obra de ingeniería están sujetos a variaciones
térmicas, se estiran y se encogen en función del frío o el calor de la
atmósfera. Eso hace que en verano la altura de los tableros sobre el nivel del
mar sea 3,5 metros menor que en invierno. El gálibo que deja el puente sobre la
bahía oscila en torno a los 70 metros, suficiente para dejar paso a todo el
tráfico marítimo de entrada y salida del puerto de Nueva York. En un puente de esa longitud, hubo que tener en cuenta la curvatura de la Tierra, de forma que las cabezas de las torres están ligeramente más separadas entre sí que sus bases. Vale, muy bien.
Podría seguir dándoles datos técnicos de esta maravilla, pero imagino que
estarán ustedes ya preguntándose cuál es el motivo de que aparezca un tema tan
poco habitual en un blog normalmente centrado en otros asuntos, a menudo ligados a mi peripecia vital actual o pasada. Pues enseguida se lo digo. El
motivo es doble.
Por un lado, el puente es el
punto de salida del Marathón de Nueva York, en concreto, el arranque del puente y sus explanadas
laterales de la zona de Staten Island. Este año debía celebrarse en noviembre la edición número 50
del Marathón, que yo corrí en 1987, y que naturalmente ha sido suspendida.
Una pena, porque ese aniversario comportaba una serie de fastos y celebraciones que
habrán de posponerse. No sabemos cuándo se podrán volver a correr carreras como
esta. Por cierto, es la segunda vez que se suspende el Marathon, tampoco se celebró en 2012, tras el catastrófico paso del huracán Sandy, que arrasó la ciudad. El primer Marathon se corrió en 1970, dando vueltas y vueltas alrededor de Central Park. Salieron unos 125 corredores y llegaron a la meta 55. Fue en 1976 cuando se instituyó el recorrido actual, que pasa por los cinco distritos y concluye en el propio Central Park. Yo le dediqué a este evento y a mi participación en él un texto específico
en el blog hace ya más de siete años, que les recomiendo que lean (o relean) para
lo que han de pinchar en el enlace siguiente: Post #108.
Ahí pueden ver algunas fotos de la salida junto al puente.
Generalmente, los corredores que vienen de fuera de la ciudad se
alojan en hoteles cercanos a Central Park, para poder volver caminando desde la zona de meta al terminar la carrera. Eso hace que haya que ir en autobús a la salida. El año en que
yo corrí salimos 22.000 corredores, algo que ya me parecía entonces una barbaridad. Pero es que en las últimas ediciones el número de
participantes ha subido a más de 50.000, lo que hace que ahora se salga por grupos a
distintas horas, por ejemplo, las mejores mujeres salen las primeras,
media hora antes que los mejores hombres. Los medios actuales de medición telemática
permiten precisar individualmente en qué segundo pisa la línea de salida cada corredor y cuándo traspasa la linea de meta, lo que da una medida exacta de su tiempo de carrera (para ello se facilitan unos chips que se ajustan a la lazada de la zapatilla.
Pero en 1987 no había esos medios telemáticos de medición y mis recuerdos me dicen que
ese año todo el mundo salía a la vez y la salida era a las 8.30 de la mañana,
hora local. La organización te exigía estar en el lugar al menos dos horas
antes, y se tardaba en llegar desde el hotel de Manhattan otros 45 minutos. O
sea que esa noche casi no se duerme. A las 5.00am sales pitando de la cama, te duchas, te vistes
con tu equipación y te pones un jersey gordo y unas mallas de lana, porque en
la explanada de la salida donde has de esperar dos horas hace un frío que pela. Tomas un desayuno rápido y bajas
al bus en plena noche. Sólo hay tres formas de acceder a Staten Island. Una es el ferry gratuito que sale del Battery Park al sur de Manhattan, ese barco
de color amarillo que habrán visto en tantas películas, pero que a esas horas de la
madrugada no está en servicio. La segunda, cruzando a Brooklyn para tomar la Interestatal
278 en dirección sur y llegar a través del propio puente, está cortada por la carrera. Así que sólo queda la tercera, cruzando por un túnel bajo el Hudson hasta New Jersey y accediendo a la isla por el lado
opuesto al Verrazano, para llegar desde dentro al punto de salida.
Allí te colocaban por sectores en
función de la marca acreditada, pero todo el mundo salía a la vez. En cualquier
carrera del mundo la salida se da con un disparo de pistola. En New York no. En
New York se da con un cañonazo. Las mujeres salen por el lado izquierdo y los
hombres por el derecho. Al llegar al puente, las chicas son dirigidas al
tablero inferior y los hombres van al de encima. Así era en 1987, no sé si
ahora, después del Mee Too, será al revés. Pasado el puente, las dos carreras se
ponen en paralelo a ambos lados de un largo bulevar y luego ya se permite que todos se entremezclen. Eso de
que las mujeres salgan por un camino diferente se hace por su propia
protección, para permitirles empezar a correr sin obstáculos y evitarles codazos, empujones y caídas (además de sobones y mirones). Cuando suena el
cañonazo, todo el mundo se quita las prendas de abrigo y las tira al suelo.
Voluntarios de la organización pasan después, las recogen con palos y las almacenan
en containers, para lavarlas y donarlas al Salvation Army, que las hace llegar a los vagabundos que atiende. Aquí una foto de la recogida.
Pero llegamos a un punto crucial, porque yo sé que muchos de ustedes dudan de las cosas que cuento y se creen que me invento la mitad. Así que, después de casi 8 años de blog, voy a despejarles una de sus dudas clave. ¿Corrí o no corrí el Marathon de Nueva York? ¿Ustedes qué creen? Bueno, pues les voy a poner aquí tres pruebas gráficas de que sí. La primera es la foto que hacen a todos los participantes en la mitad justa de la carrera, kilómetro 21 y 97 metros. Unos fotógrafos apostados en ese lugar sacan miles de instantáneas con motor, que luego te venden. Supongo que me reconocen, a pesar del pelo negro y abundante y el bigote del mismo color, lógicos en un tipo de 36 añitos, los que tenía yo por entonces. Estarán de acuerdo en que, de todos los que aparecen en la imagen, soy el que tiene mejor estilo. Pero ¡de largo!
En la segunda de las imágenes que les traigo, ven el momento de la llegada. No se me ve mal. La marca de 4 horas y 4 minutos es engañosa: desde que sonó el cañonazo hasta que crucé la línea de salida pasó más de media hora (yo no tenía acreditada una marca muy buena, así que salí desde bastante atrás). En aquellos años no había controles telemáticos; te adjudicaban la marca que señalaba el cronómetro de la meta y allí paz y después gloria.
Por último, el diploma que acredita la hazaña, que se me envió por correo unas semanas más tarde y en el que aparecen la firma del entonces alcalde de New York Ed Koch, a la izquierda, y la del director de carrera Fred Lebow, que lo sigue siendo en la actualidad.
Gay Talese empezó a escribir por casualidad a
los 15 años cuando el entrenador de su equipo de beisbol del colegio le pidió que hiciera
las crónicas de los partidos que jugaban, para ser publicadas en el periódico
local. Era ya el redactor deportivo de ese
diario, cuando ingresó en la universidad para estudiar periodismo. Instalado luego en New York, empezó muy pronto a escribir para The New York Times, The
New Yorker, Harper’s y Esquire. Esta última revista, muchos años después, hizo una encuesta masiva para saber cuál era su mejor artículo de todos los tiempos. Sus lectores eligieron
uno de Talese, titulado Frank Sinatra tiene un resfriado (Frank Sinatra has
a cold). Ha publicado desde entonces muchas antologías de sus artículos, así como alguna novela y varios libros de memorias. En uno de estos textos autobiográficos, hablando del ambiente
de su infancia en la sastrería de su padre, dice lo siguiente:
Aprendí a escuchar con paciencia y cuidado, y a no interrumpir nunca, ni
siquiera cuando las personas se veían en grandes apuros para hacerse entender,
ya que en esos momentos de titubeo y vaguedad la gente suele ser muy
reveladora: lo que vacilan en contar puede ser muy significativo.
Talese se había instalado en New York en
1950, por lo que vivió la construcción del Verrazano desde la ceremonia de
colocación de la primera piedra en 1959. Su relato se centra en las personas
que trabajaron en la construcción del puente, a los que se refiere como los
trabajadores del hierro. Solían ser éstos miembros de sagas en las que ya sus
padres y abuelos trabajaron en la construcción de rascacielos y también puentes, desde los
primeros de hierro, hasta que se empezó a usar el acero,
precisamente a partir del puente de Brooklyn, el primer puente colgante de la
historia suspendido en cables de acero, inaugurado en 1883. Los hombres que
trabajan en estas obras mastodónticas, son de un tipo especial. Trabajan muchas horas al día, prácticamente de sol a sol, hacen sus tareas en lugares muy peligrosos,
a gran altura, y se rodean de un aura de intrepidez, ausencia de miedo y de
vértigo y, en definitiva, hombría, un aura que les acerca por ejemplo a la idiosincrasia
de los toreros.
Talese les denomina los boomers,
porque son tipos itinerantes, que van de acá para allá, en función de donde
haya un boom de la construcción. Se van solos, dejan a sus familias en sus lugares de origen y se tiran
años construyendo rascacielos enormes, o grandes obras civiles, con especial
lugar para los puentes. Talese cuenta que muchos de los que levantaron el Verrazano
venían de terminar el puente Mackinac, en el lago Michigan. El autor los
describe como bravucones, orgullosos, conversadores infatigables con tendencia a contar extensamente sus hazañas, grandes ligones y enormes bebedores y
fumadores. A menudo han sufrido accidentes que les han dejado cicatrices, o
deformidades en manos o piernas. Salen del trabajo y se van a los bares de la
zona a fanfarronear, alardear de sus batallitas y cogerse grandes pedos. A veces a alguno lo viene a ver su
familia y eso le hace pasar un fin de semana más aburrido.
La estructura laboral era muy
jerárquica. Había un capataz general, a la orden directamente de los proyectistas, que
solía ser el tipo más colérico y mal hablado de la cuadrilla y trabajaba
generalmente desde una caseta de obra en uno de los extremos del puente. A sus
órdenes estaban los tres walking boss,
los que se movían por los tres tramos del puente, la luz central de 1.220
metros y los dos extremos hasta los anclajes. A su vez,
esta especie de sub-capataces de tramo tenían a sus órdenes a los pushers (literalmente empujadores,
palabra que se usa también para los camellos de la droga), cuyo objetivo era mantener el rendimiento de los obreros casi a punta de látigo. Y, por debajo de los obreros, aún estaban los punks, los aprendices encargados de
trasladar material y ayudar a los obreros en cualquier tarea accesoria, incluso traerles tabaco.
La idea de hacer este puente fue
de Robert Moses, constructor y funcionario público que llegó a ser el jefe de
la New York Metropolitan Transport Authority, aunque no era ingeniero ni arquitecto. Él promovió la
construcción de la mayoría de los puentes de la época, a pesar de que estas obras generaban grandes resistencias en la población afectada. En la actualidad, este hombre es como el mismísimo diablo para las nuevas generaciones partidarias de una movilidad más blanda. En Staten Island no hubo demasiada contestación, el tejido urbano era liviano, con mucha vivienda unifamiliar y muchos solares libres, y la gente allí era partidaria del puente, que ayudaría a romper su situación de aislamiento, determinada por la insularidad. Pero en Brooklyn, el puente y la carretera hacia el norte obligaron a demoler toda una fila de manzanas habitadas, 800 viviendas del barrio de Bay
Ridge. El libro cuenta la resistencia de sus habitantes y sus manifestaciones
contra la construcción del puente. Su grito más coreado era Who needs that
bridge? Talese estuvo durante todo ese período entre los obreros y también con los vecinos
de la zona, observándolo todo. A menudo debía ponerse un casco, como se ve en
la foto de la portada del libro.
El texto relata la peripecia de
los más intrépidos, los que brincaban de viga en viga a 200 metros sobre el nivel del mar, para ensamblar las piezas que les acercaban con grúas. Anticipando la técnica de García Márquez en
Crónica de una muerte anunciada, se narran minuciosamente las últimas horas de
vida de George McKee, el más descuidado de todos, al que sus compañeros
auguraban que no llegaría a los 30. McKee dio un paso en falso y se precipitó desde lo alto de una
de las torres al mar. El accidente auspició una huelga de cinco días de todos
los trabajadores en demanda de que se instalaran redes en la base de las obras. La huelga fue un completo éxito, se instalaron dichas redes y en adelante se evitaron muertes como la de McKee. También se describen con precisión las técnicas constructivas, por ejemplo cómo el primer cable se cruza en barco a la otra
orilla, se iza a la torre, se ancla fuertemente y sirve ya para soporte de un
transportín que se empieza a lanzar de una torre a otra, llevando cada vez los extremos de varios
cables de ida y otros tantos de vuelta, almacenados para ser luego torsionados a máquina y formar los cuatro grandes cables del puente. Aquí la
imagen del ingenio.
Se dice que en cada una de las
torres hay un millón de pernos y tres millones de roblones o remaches. En las
obras de los rascacielos neoyorkinos de esa época, los especialistas en ajustar pernos y roblones eran una especie de aristocracia dentro de los obreros. El puente se
inauguró finalmente en 1964, con un acto que comenzó cuando una caravana automovilística pasó sin problemas sobre él,
encabezada por 52 limusinas con las diferentes autoridades, entre los aplausos
de la gente, vestida con abrigos y sombreros. Los trabajadores del hierro no
estaban allí. No tenían abrigo ni sombrero, ni el menor interés en aplaudir a
nadie. Seguramente, a esa hora estaban ya en los bares cercanos poniéndose bien de whisky, contando sus hazañas reales o fabuladas y
maquinando su próximo desplazamiento, adonde se proyectase un nuevo puente o
un rascacielos. Allí se encontrarían todos de nuevo para renovar su camaradería
y su vida loca de boomers.
En el epílogo, Talese busca a los
viejos habitantes de Bay Ridge para ver cómo viven ahora. Acude también al sindicato
de los trabajadores del hierro y a través suyo localiza a varios de los
que trabajaron en la construcción del puente Verrazano, ya jubilados y muchos de ellos viviendo en chalets en Staten
Island, desde cuyos balcones ven el puente cada día. Talese los entrevista de nuevo. Sus
descendientes siguen la saga familiar, por ejemplo en la construcción del World
Trade Center 1, sobre las cenizas de las Torres Gemelas, en las que también
trabajaron sus parientes (por cierto, todos coinciden en que las Torres Gemelas tenían una estructura muy endeble y que en cambio la torre World Trade Center 1 resistiría el impacto de un avión sin colapsar). Sus recuerdos están llenos de frases memorables. Les he seleccionado algunas de ellas, que les voy a dejar aquí, a modo de cierre de este post. Sean buenos.
No tener nada
de vértigo, o muy poco, es lo que nos convierte en únicos a los trabajadores
del hierro; allá en lo alto, uno se siente especial; al volver a tierra, ya es
uno más del montón. Lo nuestro era la gloria o el hambre. Durante la Gran
Depresión, había tanto paro que, si un obrero se caía desde un edificio, nos
apresurábamos a ocupar la vacante antes de que su cuerpo hubiera chocado contra
el suelo. Lo que nos mueve es el orgullo; sentirnos parte de una tradición
honorable de hombres que aman lo que hacen y aman hacerlo bien. Puede que
nosotros seamos los últimos hombres con un trabajo duro en este país. Si fuera
rico, no me dedicaría a esto para ganarme la vida, lo haría por placer. Si me
ofrecieran la oportunidad, mañana mismo estaba de regreso en el trabajo (Esto lo dice
uno de 80 y pico de años). Y la última de todas: Qué bien que nos lo pasamos
todos.
Maravilloso puente, maravilloso texto, maravillosas fotos. Yo nunca he dudado de que hubieras corrido el Maratón de NY, pero viene bien que lo dejes claro. Si además, se verifica que llegaste en el puesto 10.518 de 22.000, pues no está nada mal.
ResponderEliminarEl puente es una reminiscencia de las políticas de movilidad pensadas para el automóvil privado, que han dejado nuestras ciudades como están. Aquí teníamos menos dinero que en Estados Unidos, por eso hacíamos escalextrics y puentes más cutres.
No es de extrañar que los obreros se compraran chalets en Staten Island, es el lugar de New York con el mercado de la vivienda más barato, precisamente por su aislamiento y ausencia de servicios básicos.
Enhorabuena por el post.
Gracias hombre. Lo del Marathon es una experiencia inolvidable. En todas las ciudades de USA hay puentes colgantes de ese tipo, no tan grandes, pero necesarios para un país cuyo comercio descansa en el transporte por carretera. Son piezas ya inseparables de los paisajes urbanos yanquis.
EliminarY, efectivamente, Staten Island sigue siendo un lugar muy poco urbano, a pesar de que cuenta con un ferry gratuito, al que tienes derecho con cualquiera de los abonos de transporte o tickets del Metro para varios viajes. Es muy típico entre los turistas tomar el ferry, llegar a la isla y volverse enseguida en el primer barco: allí hay poco que ver.
Interesantísimo post y un Emilio genial con su bigotón en el Maratón de Manhattan de 1987 !!
ResponderEliminarGracias, me alegro de que te haya gustado (si eres quien creo que eres).
EliminarEstupendo artículo. Es una pena que ya no se hagan macroproyectos como este porque, ahora que se va a jubilar, tendría usted un entretenimiento suplementario observando las obras para hacernos luego unos reportajes a la altura de Talese.
ResponderEliminarPues es una buena idea para cuando ya no trabaje, como forma de darle vidilla al blog.
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