Muy bien, mi ritmo laboral ha
entrado en calma chicha y es justo lo que necesitaba para recuperar la cadencia
de un post cada tres días, ese ritmo perseverante que mantuve durante la fase del confinamiento más duro, en concreto desde el 26 de enero hasta el 3 de junio. Ese día anuncié que rompía la norma
por falta de tiempo. Los meses de junio y julio han sido duros para mí en esta
modalidad del teletrabajo, que no sé si el Ayuntamiento mantendrá en
septiembre, o nos hará incorporarnos otra vez a la oficina, todo depende del jodío-bicho. El mes de agosto es para mí
siempre un período de semivacaciones, en el que trabajo lo justo (y menos este
año que no tengo ni que ir). El único inconveniente es que hace mucho calor.
Pero, hasta este año no me había dado cuenta de un matiz. Este ritmo vital de
agosto es como un anticipo de lo que haré cuando me jubile. O dicho con otras
palabras, que mi próxima jubilación podría ser un agosto eterno y sin calor.
Varias veces a lo largo de la vida de este blog he anunciado mi intención de jubilarme de inmediato. Dejé de hacerlo porque ya nadie me creía. Pero esta
vez va en serio. No me queda otra. De hecho, ya me ha llegado la papela. Es una papela telemática, en
forma de correo electrónico. En dicha papela, me informan de que el 20 de
febrero próximo ya no podré entrar en la Isla de Alcatraz, porque mi tarjeta de fichar estará desactivada. En realidad tengo que ir a entregarla al Servicio de
Personal, en la calle Bustamante, para lo que se me da un plazo. Esta es una comunicación que te envían justo el día en que te quedan seis meses de vida laboral, salvo
que caiga en agosto. En tal caso te la mandan antes. También me anuncian que se me inutilizará la línea de móvil corporativo y el correo electrónico y me conminan a entregar el móvil y el
portátil que me suministraron hace dos días.
Y una cosa bastante sorprendente.
En tono terminante me comunican que estoy obligado a tomarme los días de
vacaciones, moscosos, canosos, etc. a los que tenga derecho. Teniendo en cuenta las
fechas a las que estamos y que, a día de hoy, no me he cogido ninguno de los días que
me corresponden de este año (el viaje a La Coruña y Pravia lo hice con cargo a
los días del año anterior), pues casi que ya podría no volver a trabajar más.
La verdad es que, por primera vez en toda mi historia laboral, este año estaba
decidido a no agotar mis días de vacaciones, porque me lo estoy pasando bien
en el trabajo y total, después del 20 de febrero, voy a tener todos los días que
quiera de vacaciones o, si lo prefieren, de ese soñado agosto interminable y fresquito, qué gusto.
Me resultó muy extraño esto de la
obligación de cogerme todas las vacaciones, así que llamé al teléfono de atención al afiliado del sindicato
CITAM (Confederación Independiente de Trabajadores del Ayuntamiento de Madrid), agrupación a la que me uní en un momento en que me veía un poco acorralado
(Trienio Negro de Mrs. Bottle). No sé si se lo he comentado ya, pero los sindicatos más tradicionales (CC.OO,
UGT, CGT, etc.) consideran al CITAM un grupo de derechas. Me atendió un colega amigo muy amable, que me explicó lo que pasa. Resulta
que, si yo no me cogiera todos los días de vacaciones a los que tengo derecho
por el convenio y pudiera luego acreditarlo, tendría derecho a reclamar la compensación económica correspondiente. Manda carallo. Levanté un dedito (metafóricamente hablando) y pregunté: –¿Y
si yo firmo una declaración jurada de que no voy a hacer tal reclamación?
Respuesta del colega sindical: –Mira, Emilio, ¿sabes qué te digo? Vete a tomar
por culo.
En fin, que me tendré que coger
todos mis días de vacaciones. Eso sí, si me sale de los huevos teletrabajar durante mis días de vacaciones porque resulte de utilidad para mi unidad técnica, lo haré sin ningún
recelo o reserva. ¿Qué me van a hacer? ¿Pegarme con una porra? Para el 20 de
febrero los finalistas de Reinventing Cities estarán acabando sus propuestas
finales. Yo le he dicho a mis jefes (incluso al Concejal) que no me importaría
quedarme una temporada como funcionario emérito, a lo que inmediatamente me han
mandado callar: –Schhhh… no mientes a la bicha. También podrían
contratarme como autónomo, no sé. Ya veremos. La vida da muchas vueltas. Yo no voy a mover nada por seguir. Si me
quieren, que me hagan una oferta y ya me la pienso.
Lo cierto es que cada cosa tiene su tiempo y me empieza a
atraer un montón esa vida de jubilado que ya probé durante mis 5 meses de baja por
rotura de brazo. Recuerdo haberlo manifestado así en el blog: esto, sin dolor en el brazo, debe de
ser el paraíso. Los paseos que me he dado algunos días por el centro a primera
hora con cualquier excusa, entre la gente ociosa que puebla la ciudad por las mañanas, me han resultado muy gratos. Podré seguir
entrenando en condiciones, hasta que me lo impidan mis limitaciones físicas (un
día llegará eso, sin duda). Si se arregla lo del Covid podría viajar fuera de
temporada, que es lo que me gusta. Pero además de todas estas cosas, me estoy
acordando mucho estos días del ritmo de vida de mi padre, según los recuerdos que tengo de él de los años de mi infancia. Desde siempre tuve una imagen de mi padre como una persona muy mayor, tal vez por su pelo blanco liso y tupido.
El horario base de mi padre, una
vez que dejó de ir por los pueblos a curar marineros, lo tenía puesto en la
placa dorada que estaba en el quicio del portal de nuestra casa, en la Plaza de Lugo. Esa placa,
que heredó mi hermano Viti y todavía se conserva en su casa, rezaba lo
siguiente: Dr. Ortega. Otorrinolaringólogo. Consultas: mañanas de diez y media
a una y media y tardes de cinco a siete. Joder, eso es una maravilla. Mi padre
se levantaba cada mañana, se tomaba un café bebido y unos tragos de agua y salía a la
ciudad a caminar. Tal vez paraba en algún café a echar un vistazo a la prensa del día, saludaba a algunos conocidos, pulsaba la calidad del aire urbano, batido por los vientos del Atlántico. En sus últimos años gustaba de llegarse hasta la punta del
espigón, de donde lo trajo en alguna ocasión la Guardia Civil completamente
calado, porque él hacía su rutina, lloviera o tronase.
A la vuelta, se tomaba un segundo
café con algo más sólido (este era en realidad su desayuno) y se encerraba en su despacho a
atender la consulta. Vivíamos en una casa del ensanche coruñés, muy alargada entre medianeras,
con ventanas a la plaza y, en el otro extremo, a un enorme patio de manzana. En medio
había un par de patios de luces de 3x3 metros dispuestos al tres bolillo para
ventilar las habitaciones intermedias. La consulta ocupaba uno de
los extremos y se componía de tres piezas: la clínica, el despacho de mi padre con su mesa de caoba atestada de papeles y de trastos y la sala de espera. A las horas de consulta teníamos prohibido pasar por allí. A las
13.30, mi padre, con la enfermera que tenía de ayudante, procedía concienzudamente a ventilar las tres piezas, desinfectar
todo el material usado y recoger un poco. Luego, salía por allí a saludar y supervisar que la familia estaba
bien y se iba de nuevo a la calle, a tomarse el vermú con los amigos o a
sentarse a charlar en los butacones del Casino.
Volvía con el tiempo justo para
comer a mesa puesta y luego se sentaba en su sillón de orejas a echar una cabezadita, a
menudo amenizada con un habano de su colección (luego dejó de fumar y le empezó
a molestar el humo de los pitillos de los demás, como a todos los conversos).
Tras la siesta reparadora, tenía un par de horas más de trabajo y luego ya por
la noche carecía de un programa fijo, se adaptaba a lo que le requiriese mi
madre, ver a unos amigos, ir al cine, dar una vuelta, participar en la vida
social coruñesa. Es un modo de vida que a mí me empieza a tentar bastante.
Mi otro modelo es Haruki
Murakami, como ya les he contado. Este señor, todos los días del año se levanta temprano, se
toma medio litro de agua y se va al parque más cercano a correr diez
kilómetros. Después vuelve, se ducha, se da un buen desayuno y se pone a
trabajar hasta el mediodía. A continuación, come bien con un vaso de vino, se echa
una pequeña siesta y luego ya no hace nada: quiero decir que después de la
siesta ya no trabaja, sino que atiende a su mujer, quedan con amigos, o lee o va
al cine o sale a cenar. Mi programa a partir de febrero (con permiso del Covid
y los achaques propios de la edad que tengo, aunque me empeñe en ignorarla)
será un intermedio entre el ritmo de mi padre y el de Murakami.
Lo que digo es que intentaré seguir
saliendo a correr un día de cada tres y me daré una vuelta por la ciudad los
días restantes. Que al regreso desayunaré bien y me pondré a trabajar hasta la
hora de comer. Que me haré la comida si no me queda más remedio aunque, si un día llegamos a cagarnos en el Covid, rescataré mi querencia por los restaurantes de menú del día.
Que me echaré mi siestecita y luego tal vez trabaje un rato, o tal vez no, dependiendo de lo cansado
que esté. Y luego dedicaré el resto del día a las nobles ocupaciones de leer,
ir al cine, ver series de TV, quedar con amigos o, simplemente, tocarme las
pelotas a dos manos (la más noble de todas ellas).
Y qué ocupaciones tendré para
llenar esas horas de mañana y (eventualmente) de tarde que he llamado de
trabajo. Pues tendré que ocuparme de mis negocios, revisar el correo, escribir alguna carta, hacer alguna gestión telemática, ponerme
al día de la actualidad mundial. Y seguir escribiendo este blog que, lo crean o
no, lleva su tiempo. Y, desde luego, estoy abierto a buscarme otras tareas, como he
hecho tantas veces. Les cuento algo al respecto. Hace unos días, mi amigo
Ronaldo Menéndez, cuyo excelente libro La
nieta de Pushkin estoy leyendo y ya les comentaré otro día, anunció en las
páginas de Billar de Letras la convocatoria de un Curso Intensivo de Iniciación
a la Novela, para ocho alumnos, cinco días, impartido por él mismo. Será en la última semana
de septiembre en horario a partir de las siete de la tarde, tres horas diarias
de lunes a viernes. Y me picó el gusanillo.
Le escribí una carta a Ronaldo a
corazón abierto. Le conté que estoy convencido de que escribo bien, es decir,
que redacto bien, que no es lo mismo.
En eso no tengo ninguna duda. También creo que tengo cosas que contar, aunque
aquí mi seguridad no es del 100%, digamos que es del 80%. Pero entre uno y otro
extremo del arco de lo que se necesita para hacer una novela, en mí hay un
inmenso vacío, el que evidencia la ausencia de todo lo demás, la estructura, la
planificación, la dosificación de las secuencias, la habilidad para las elipsis, el ritmo, en una palabra, lo que
podemos llamar globalmente el oficio.
Ya intenté una vez escribir una novela larga y esa falta de oficio convirtió mi
tarea en un suplicio y mi resultado en un bodrio. Añadí que pensaba que nadie
como él podría ayudarme a encontrar lo que quiero (esto es sincero, no
peloteo).
Dicho esto, le dejé claro que el
calendario, el horario y el precio me cuadraban, pero tenía una duda. Ese tipo
de cursos ¿no están pensados para la gente joven, con posibilidad de labrarse una carrera literaria que yo no voy a poder desarrollar? En relación con
esto, le pedí que me dijera con toda sinceridad si le parecía pertinente que me
apuntara a su curso o no. Me contestó enseguida. No sólo le parecía pertinente, sino
que le hacía mucha ilusión. Él cree también que me puede ayudar mucho. Así que me
emplazó a que, de aquí a entonces, vaya pensando un tema, un desarrollo, una
estructura, una idea, algo, porque es un curso teórico-práctico en cuyo último día los alumnos han de elaborar un ejemplo práctico cada uno. Con un guiño de colega, me
confió que esto no se lo va a decir a los demás hasta el primer día de
curso.
En fin, que tareas no me van a
faltar en ese largo (espero) agosto sin calor. Para terminar este post les voy
a poner una música muy adecuada para las vacaciones. Pero antes, una cuestión técnica. He
vuelto a probar la nueva interfaz de blogger.com
y sigue sucediendo que si ustedes abren desde su teléfono móvil un post mío hecho con la nueva
interfaz, no podrán ver los vídeos. Es que ni se sabe que
existen. Desconozco si eso pasa sólo en los Huawei como el mío, pero me
extrañaría, porque Huawei opera con Android, que es un sistema operativo americano, gestionado por Google. He hecho algunas
pruebas más y he mandado una queja a los gestores de la página con el resultado previsible: respuesta cero. De momento sigo usando la vieja interfaz, pero ya me anuncian
que la eliminarán el 24 de agosto. Así que, por favor, y esto es en serio, si alguno de ustedes
tiene la costumbre de leer mis textos en el móvil, váyanse quitando esa mala costumbre.
Mis posts sin vídeos no tienen ni la mitad de gracia. Desde luego, con cualquier tipo de ordenador o tablet no hay problemas.
Y vamos ya con la música. Hemos
hablado aquí de las raíces del blues, de cómo a los negros les servía para quejarse
de la miseria. Después lo heredaron los blancos y su temática cambió a temas de
soledad, desamor y desespero existencial. En ese punto están Tab Benoit, Larkin Poe,
Damon Fowler y Samantha Fish, todos blancos. Lo que hacen estos músicos es un blues puesto al día en letras, música y tecnología, y eso suele llamarse rhythm and blues. Pero hay otra línea, que es la que han seguido
los propios negros. Es la línea que transita por el soul y desemboca entre
otros en el funk (también en el rap, el hip-hop y similares).
Funk suavecito e inspirador es lo que hace el gran Jon Cleary y su grupo de caballeros absolutamente monstruosos, todos negros menos él. Aquí lo tenemos esta vez acompañado sólo por su guitarrista obeso, el bajo habitual y un batería que no es el que hemos visto en otros vídeos. La canción se llama Help me somebody o, dicho en román paladino: ¡Socorro! El concierto es en la sala El Sótano, de Sydney (Australia) y el gordo es quien más se luce en esta ocasión, está realmente sembrao. Sus punteos, en la línea más jazzística de Wes Montgomery, son una verdadera delicia. Una exquisitez. Con ellos les dejo. Un consejo: esa guitarra es para escucharla con un Martini Bianco bien frío, con unas gotas de ginebra. Pórtense bien y cuídense.
Funk suavecito e inspirador es lo que hace el gran Jon Cleary y su grupo de caballeros absolutamente monstruosos, todos negros menos él. Aquí lo tenemos esta vez acompañado sólo por su guitarrista obeso, el bajo habitual y un batería que no es el que hemos visto en otros vídeos. La canción se llama Help me somebody o, dicho en román paladino: ¡Socorro! El concierto es en la sala El Sótano, de Sydney (Australia) y el gordo es quien más se luce en esta ocasión, está realmente sembrao. Sus punteos, en la línea más jazzística de Wes Montgomery, son una verdadera delicia. Una exquisitez. Con ellos les dejo. Un consejo: esa guitarra es para escucharla con un Martini Bianco bien frío, con unas gotas de ginebra. Pórtense bien y cuídense.
Un agosto eterno y sin calor es la mejor definición de la jubilación.
ResponderEliminarPues me alegro que te guste.
EliminarYo creo que ya va siendo hora de retirarse. Eso de que te paguen por no hacer nada está muy bien. Piense que le están agradeciendo los servicios prestados, a lo largo de toda su trayectoria. A nuestras edades vale más el tiempo que el dinero y tiempo es lo que le van a dar ahora. Disfrútelo.
ResponderEliminar¡Ah! Y el gordo es maravilloso. Qué sensibilidad.
En cualquier caso no parece que tenga otra alternativa. Haré por disfrutar de la nueva situación cuando llegue, gracias.
EliminarEl gordo es un prodigio de delicadeza guitarrera.