Que sí, joder, que hoy cumplo ni más ni menos que 69 años,
una auténtica barbaridad, una cifra que pesa sobre mis hombros, casi tanto como
las 16 toneladas que cantaba el gran
Tenessee Ernie Ford, allá por el año 1955. El otro día traje al blog Il mondo, de Jimmy Fontana (1965), pero
esto es todavía más antiguo y muchos de mis followers no habían ni nacido cuando se publicó, pero
qué le voy a hacer: soy tan viejo como para tener en mi memoria esta maravillosa
canción que solía oír por la radio, cuando era niño en La Coruña. Años más tarde, en la sala de fiestas El Seijal, en San Pedro de Nos, Sixteen tons era tema habitual del repertorio de las orquestas invitadas, como la fabulosa Los Tamara, con su vocalista titular, el inolvidable Pucho Boedo, que engolaba la voz con mucho sentimiento, para imitar al original. Escuchémosla y
seguimos.
Títulos con números: 69 tacos, 16 toneladas. Los títulos con números son especiales: los 3
cerditos, los 4 fantásticos, los 7 magníficos, 7 novias para 7 hermanos, 12 del
patíbulo, 12 hombres sin piedad. O los 40 de Ayete. Las cifras introducen un matiz
algebraico en algo tan literario como ponerle título a un texto o una película. Las matemáticas aportan la precisión y la certeza, y eliminan la duda: los 12 del patíbulo son 12, no son 11 ni 13. Sí, ya sé que los 3 mosqueteros eran 4, pero esa es la excepción que confirma la regla. A punto
de coger sitio en primera fila para ir atisbando la llegada de una nueva década, a las puertas de adquirir la vitola de septuagenario, me veo
cumpliendo los 69, una edad, sin duda, indecente.
El 69 es una pareja de cifras normalmente relacionada con una práctica sexual concreta, así que, qué remedio, habrá que hacer referencia a esta cualidad específica de esa singular combinación de dígitos que forman el 6 y el 9 asociados. Estoy seguro que los inventores (al parecer hindúes) de la numeración arábiga, jamás sospecharon que estos signos cobraran ese significado, a la vez escabroso y estimulante. Si por algo se caracteriza este blog es por mi facultad de acercarme a todo tipo de temas sin caer en lo ordinario o en lo chabacano, sin perder la naturalidad, la elegancia, la delicadeza, la empatía, el trato cariñoso hacia los personajes de los que se habla. Eros y Tanatos son los dos polos que definen la tensión por la que se regulan nuestras vidas. Si hace un par de posts hemos hablado con tranquilidad de la muerte, a cuenta de la historia del doctor Li ¿por qué no hablar, aunque sea por una vez, de sexo?
El 69 es una pareja de cifras normalmente relacionada con una práctica sexual concreta, así que, qué remedio, habrá que hacer referencia a esta cualidad específica de esa singular combinación de dígitos que forman el 6 y el 9 asociados. Estoy seguro que los inventores (al parecer hindúes) de la numeración arábiga, jamás sospecharon que estos signos cobraran ese significado, a la vez escabroso y estimulante. Si por algo se caracteriza este blog es por mi facultad de acercarme a todo tipo de temas sin caer en lo ordinario o en lo chabacano, sin perder la naturalidad, la elegancia, la delicadeza, la empatía, el trato cariñoso hacia los personajes de los que se habla. Eros y Tanatos son los dos polos que definen la tensión por la que se regulan nuestras vidas. Si hace un par de posts hemos hablado con tranquilidad de la muerte, a cuenta de la historia del doctor Li ¿por qué no hablar, aunque sea por una vez, de sexo?
En concreto, del sexo oral que, como todos ustedes saben,
empieza por hablar de ello. Por opinar o expresarse al respecto por vía oral. Voy a intentarlo en este día de mi cumpleaños, con
la precaución de advertirles que mi intención no es ofender los criterios morales o
el pudor de nadie, ni forzar los parámetros de conducta de ninguno de mis lectores, sino exclusivamente seguir haciendo literatura. ¿Y qué es eso de hacer literatura? Pues yo lo tengo muy claro. Se hace literatura
cuando se consigue una conexión íntima entre los dos elementos de un binomio: el que escribe algo y el que luego lo lee. El milagro de la literatura se produce cuando el lector termina de leer un texto y tiene la sensación plena de que
ha leído una historia que merecía ser contada. Por ser hermosa, o emotiva, o simpática, o divertida, o hilarante, o curiosa, o novedosa o instructiva de alguna manera.
Sin perder ese principio y siendo un poquito cuidadosos, aquí se puede hablar de lo que sea. Y, en cuanto a esto del sexo oral, hay una primera leyenda muy extendida, que es totalmente falsa: la que dice que los hombres no hablamos de ello. Para desmentir esta falsedad, voy a contar aquí tres historias chuscas, que evidencian que los tíos sí que hablamos de esto, con diferentes ópticas pero sin cortarnos, especialmente cuando estamos en confianza, entre hombres, y mejor si hemos bebido un poco, que el alcohol desinhibe y suelta la lengua. Serán tres relatos cortos, casi con categoría de chascarrillos, a modo de prólogo de la cuarta historia, el plato fuerte del post, esta sí directamente inscribible en el mundo del sexo propiamente dicho, un poco a la manera de los relatos de Andrés Neuman, que se contienen en el libro que estoy leyendo para la siguiente sesión de Billar de Letras, titulado Anatomía Sensible. Si alguien quiere dejar de leer en este punto, es libre de hacerlo, nadie está obligado a leer algo que le incomode. Y si alguien sigue hasta el final y luego estima que se trata de un texto impropio o que ha ofendido a su sensibilidad, pues le pido encarecidamente disculpas. Y, por supuesto, procuren que no entre ningún niño a ver esto.
Relato chusco nº 1 (Narrador en primera persona del singular, o sea, que la voz es la mía). Tengo, como saben, una plaza en un aparcamiento de residentes cerca de mi domicilio. Es una plaza en régimen de derecho de superficie. Está debajo de la calle y en su día compré al Ayuntamiento el derecho a usarla. Desde entonces pago únicamente los gastos de comunidad, que incluyen el mantenimiento y el servicio de vigilancia de 24 horas. El jefe de ese servicio (o, al menos, el que lo parece), es un tipo de gran prestancia, cabeza importante, pelo canoso, rostro cárdeno por la acción combinada de alcohol y tabaco, gran barriga, una mano con el pulgar engarfiado en el cinturón bajo el panzón que le rebosa, la otra sosteniendo todo el tiempo un habano a medio consumir. Cuando está de turno, todo el garaje huele al humo de ese cigarro y a veces hasta se intuye su presencia desde la calle por el pestazo que se filtra por las junturas de la cubierta.
Sin perder ese principio y siendo un poquito cuidadosos, aquí se puede hablar de lo que sea. Y, en cuanto a esto del sexo oral, hay una primera leyenda muy extendida, que es totalmente falsa: la que dice que los hombres no hablamos de ello. Para desmentir esta falsedad, voy a contar aquí tres historias chuscas, que evidencian que los tíos sí que hablamos de esto, con diferentes ópticas pero sin cortarnos, especialmente cuando estamos en confianza, entre hombres, y mejor si hemos bebido un poco, que el alcohol desinhibe y suelta la lengua. Serán tres relatos cortos, casi con categoría de chascarrillos, a modo de prólogo de la cuarta historia, el plato fuerte del post, esta sí directamente inscribible en el mundo del sexo propiamente dicho, un poco a la manera de los relatos de Andrés Neuman, que se contienen en el libro que estoy leyendo para la siguiente sesión de Billar de Letras, titulado Anatomía Sensible. Si alguien quiere dejar de leer en este punto, es libre de hacerlo, nadie está obligado a leer algo que le incomode. Y si alguien sigue hasta el final y luego estima que se trata de un texto impropio o que ha ofendido a su sensibilidad, pues le pido encarecidamente disculpas. Y, por supuesto, procuren que no entre ningún niño a ver esto.
Relato chusco nº 1 (Narrador en primera persona del singular, o sea, que la voz es la mía). Tengo, como saben, una plaza en un aparcamiento de residentes cerca de mi domicilio. Es una plaza en régimen de derecho de superficie. Está debajo de la calle y en su día compré al Ayuntamiento el derecho a usarla. Desde entonces pago únicamente los gastos de comunidad, que incluyen el mantenimiento y el servicio de vigilancia de 24 horas. El jefe de ese servicio (o, al menos, el que lo parece), es un tipo de gran prestancia, cabeza importante, pelo canoso, rostro cárdeno por la acción combinada de alcohol y tabaco, gran barriga, una mano con el pulgar engarfiado en el cinturón bajo el panzón que le rebosa, la otra sosteniendo todo el tiempo un habano a medio consumir. Cuando está de turno, todo el garaje huele al humo de ese cigarro y a veces hasta se intuye su presencia desde la calle por el pestazo que se filtra por las junturas de la cubierta.
Es este un personaje muy pagado de sí mismo, de voz
grave, mirada de perdonavidas y andar cachazudo, compadre, sin prisas. El marqués de los vigilantes. Tiene
montado un presunto tejemaneje de plazas, imagino que lucrativo, que utilizan
los comerciantes del barrio y que supongo que roza la ilegalidad, pero no pasa
nada: yo lo sé, él sabe que lo sé, y yo sé que sabe que lo sé, y sabe también que no voy a
denunciarle, porque no soy un chivato ni pienso que su conducta sea censurable
(desde un punto de vista ético, que no moral), sino que, por el contrario, entiendo que con eso redondea un
sueldo a todas luces insuficiente para mantener un tren de vida como el suyo, con
coñac y puros habanos incluidos. Para entrar en el garaje, hay que marcar unas
cifras en un teclado, que durante años fueron 1234.
Hasta que una tarde, después de aparcar mi coche, el
vigilante en jefe llamó mi atención desde la garita y me acerqué. Apestaba a Veterano que echaba para atrás. Me dijo
que había que cambiar ya la clave, por razones de seguridad, y que ya tenían
una nueva. Como la anterior, la nueva clave tenía que ser sencilla y fácil de
memorizar. Hecha esta introducción teórica, pasó a revelarme la nueva clave: 6970. –¿Y qué mierda de clave es esa?
–pensé para mí, sinceramente intrigado, si bien se lo pregunté de forma más educada. Su respuesta fue inmediata, cargado de razón: –¡Pero
hombre! ¿De que guindo se acaba de caer usted? 69-70. El número guarro y el que
le sigue. O sea, el más guarro todavía. Dio una calada profunda a su puro y concluyó:
–¿No le parece que es el número perfecto para que no se le olvide a nadie?
Relato chusco nº 2 (Tercera persona del singular, narrador omnisciente). Años 70. Bar
Metropolitano, cerca de Cuatro Caminos, un antiguo café construido en los años 10, que
será demolido en los 80 para hacer una pizzería. Es miércoles por la tarde y se
reúnen allí cuatro estudiantes de la cercana Escuela de Minas. Viven cerca, en
un piso interior desordenado y desastrado, falto de una mano femenina. Cada día
quedan en el Metropolitano a tomarse las cañas de rigor. El más destacado de
los cuatro es un vasco al que dicen El
Dinamita, por lo bruto y explosivo que es. El Dinamita es de Bilbao, del
mismo Bilbao. Porte poderoso, chamarra abertzale, barba muy negra, gafas de pasta, voz de barítono y facundia acreditada. Es el gallo de ese corral, los otros tres le siguen el rollo, si bien le
pinchan moderadamente a veces, para ver su reacción, siempre divertida. Ese día
está exultante. Acaba de hablar por teléfono con Nekane, su novia de Bilbao, una
chica de rostro severo, convencida de que un día será capaz de meter a su novio en vereda.
Hoy le acaba de anunciar que vendrá a verlo en el fin de semana. El Dinamita, se echa un largo trago de cerveza y concluye:
–Así que ya lo sabéis, este
viernes y este sábado, la suite, pa’l menda, pues.
Alude a un
acuerdo que tienen los ocupantes del piso. Se trata de una casa pequeña, con un salón-comedor
al que dan dos alcobas enanas y un cuarto mejor y más grande al fondo, con
ventana a un patio de 3x3. En general, se van turnando para que cada uno pueda
disfrutar unos días de la habitación del fondo. Otros dos duermen en los cubículos
y el cuarto en el sofá. El turno tiene una excepción sagrada: el que traiga
compañía femenina para dormir, ya sea pareja formal, amiga con derecho a polvo o
ligue de última hora de la noche, tiene derecho a la suite, como suele llamarla el Dinamita. Ya se ha dado
el caso de tener que despertar al usuario del cuarto, y hacerlo salir llevando
las sábanas y la manta en un burujo, para dejar sitio a un colega con ligue after hours. Es un
acuerdo que todos respetan sin rechistar. El Pishita, un andaluz de mirada aguda, inicia el chinchorreo, con el único objetivo de
joder:
–¿Y si pillo cacho yo el viernes y llego primero, qué pasa, a
ver?
–Cagüendios,
no me toquéis los cojones otra vez, si hay una norma se cumple y punto. Este
viernes, la suite está reservada y no hay más que hablar.
Cada vez que proclama una de sus máximas indiscutibles, hace un
círculo con pulgar e índice y lo mueve verticalmente, para que no queden dudas.
Y luego da un largo trago a su cerveza. En realidad, ya van por la tercera caña
y empiezan a estar todos un poco achispados. El Pisha opta por apretar un poco
más (están hablando muy alto y ya hay varios grupos de clientes del bar que no pierden ripio, muertos
de risa):
–Pero ¿qué vas a hacer tú con tu novia? Con lo
seria y lo estirada que es…
–¿Que
qué vamos a hacer? Pues bastante más de lo que haces tú con tus amigas
ocasionales esas que te traes.
Da un gran
trago de cerveza y prosigue.
–Mejor dicho, vamos a hacer lo que tú haces, pues, y muchas más cosas.
Risas
generales, ya lo tienen en su salsa para lanzarse a perorar.
–Para empezar, el viernes mi
Nekane toca la trompeta. Vamos que si la toca, por mis muertos que la toca. ¡Y
dando las cinco notas!
Apura la
tercera caña, pide por señas al camarero una cuarta y remata.
–Eso sí: yo, que soy un caballero, primero me adelanto en el marcador y dejo ya el tanteo listo para el empate.
Relato chusco
nº 3 (Tercera
persona del singular, narrador omnisciente). Comida de empresa en un bar-restaurante impersonal por la zona de AZCA. Decoración del mal llamado estilo castellano: ventanas
con vidrieras a rombos, mesas de madera demasiado barnizadas, luz tenue, candelabros
y cuadros de veleros. Sólo queda una mesa ocupada. A su alrededor, seis varones sentados, edades
intermedias, trajes grises y corbatas azul marino. Apuran la sobremesa en torno a un mantel lleno de migas y lamparones de vino tinto. Han dado buena cuenta de sendos platos del día, a base de codillo con chucrut y se han bebido tres botellas de Ribera del
Duero, además de las cañas del aperitivo. Han repasado los temas habituales,
el fútbol, la Fórmula Uno, la política, las mujeres de la oficina, que se llevan cada una su ración de críticas, por estrechas, por feas o por antipáticas. Hay
dos que se libran del estereotipo, son muy monas, pero acaban catalogadas de
calientapollas, porque al final no hay quien les entre.
No es difícil imaginar que, casi sin excepción, están
casados y tienen una esposa dominante, con mando en plaza, que los pone firmes cada día. Por eso
hacen lo posible por estirar las veladas, para llegar tarde a casa y
proclamarse cansados de tanto trabajar, mientras se aflojan el nudo de la
corbata y se derrumban agotados en el sofá. No parecen de los que maltratan
físicamente a sus parejas, apuntan más bien a perros ladradores-poco
mordedores. Ya han tomado café y les acaban de servir unos whiskys dobles con
hielo. El Jacinto es, como siempre, el más lanzado. Es moreno, pelo engominado, bigote sospechosamente negro, bebe como una esponja y habla muy alto, punteando
sus frases con grandes risotadas. Acaba acaparando la conversación, porque es el más ingenioso y el que tiene más mundo. Hoy la
conversación ha derivado en la conveniencia o no de que las mujeres se depilen
las zonas íntimas. El Jacinto está lanzado y es
imparable. Los demás beben y asienten. Cuando Jacinto está en onda, entrecierra los ojos imaginando las mayores delicias, se viene arriba y se pone poético. Carlos, el más joven del grupo, pelo rizado y un cierto aire de inocencia, se erige hoy en defensor de la depilación, tal vez sólo por propiciar el debate. Dice que le gustan las mujeres perfumadas, limpias y bien rasuradas.
–Pero vamos a ver: ¿cómo
puede gustarte una mujer sin un solo pelo en sus partes? Esa es una moda
estúpida, impuesta por los yanquis y difundida a través de la pornografía,
sólo tienes que ver el Play Boy o cualquier revista americana. Depilarse es un empeño absurdo por emular a unas mujeres que no existen, que son de plástico. Y además les dura sólo un día, al segundo pinchan y es incómodísimo, incluso para ellas. Además es convertir algo bonito en una cosa aséptica, higiénica, profiláctica y encima sosa, como huevo sin sal. Es algo antinatural, es un bosque talado, una auténtica deforestación, es antiecológico, estoy seguro de que contribuye a acelerar el cambio climático. Y además es desagradable. Tú imagínate que le entras a una
morena desde abajo y, cuando llegas, te encuentras todo pelado, como un pollo desplumado. ¡Qué asco!
–Pues a mí no me disgusta. Además
las chicas se hacen ahora figuras y dibujos con el pelo. Algunas se dejan triángulos perfectos, o se lo arreglan a rayas, o se esculpen una interrogante, o se dejan una línea
vertical en el centro, lo que llaman la corbatilla, un invento estupendo que compone una
flecha para guiarte al lugar correcto.
–¡Qué flecha ni que leches! Si
las quieres para mirarlas de lejos, vale, pero si lo que quieres es tocarlas,
besarlas, donde esté una buena mata de pelo, que se quiten las corbatillas. Tú
le vas entrando y no hay sensación que iguale la de enterrar la nariz en esa maleza agreste, es como internarse en una espesura misteriosa buscando un tesoro, es un jardín perfumado, es una selva frondosa, es
un bosque extraordinario, es la jungla perfecta, es… es… ¿cómo decirlo?
–El Matto Grosso –apunta Carlos.
–¡¡El Matto
Grosso!! ¡¡Tú lo has dicho!!
Texto (un poco) a la manera de Andrés Neuman, o no (Narrador
equisciente: aparenta una tercera persona, pero es una falsa primera). Javier
condujo a Claudia de la mano a través del umbrío portal y le cedió el paso al
pie de la escalera de madera. Un chico bien educado y galante debe seguir a la
dama escaleras arriba y, en cambio, precederla escaleras abajo, para protegerla en ambos casos de un eventual tropezón por culpa de los tacones. Así
se lo había enseñado su padre, ese seductor inveterado que le había transmitido
todos sus trucos. Claudia inició la ascensión y Javier admiró una vez más su
precioso cuerpo. Era ciertamente muy hermosa. Sus piernas perfectas subían
gráciles, a ritmo, impulsadas desde unas caderas oscilobatientes, en un
movimiento continuo perfectamente coordinado, casi de tango. Un leve jadeo estremecía su
cuerpo cuando llegó ante la puerta y se hizo a un lado sujetando su pequeño
bolso con ambas manos, para permitirle meter la llave en la cerradura.
Llevaban casi dos meses acudiendo
algunas mañanas a su casa para calmar sus anhelos a la hora en que todo el
mundo salía a tomar café. Eran compañeros de laboratorio y la chispa había
surgido entre ellos mientras observaban un precipitado en un matraz esférico.
El espectáculo del líquido virando a rojo mientras se depositaba en el fondo
tuvo algo prodigioso, como de truco de magia. La euforia de alcanzar el
resultado buscado le llevó a abrazarla. Pero sintieron sus respiraciones
próximas y, de forma automática, se encontraron besándose presurosos, sin hacer
ruido, con la amenaza de que alguien más entrara y los pillara. Javier hubiera
seguido, pero fue Claudia la que interpuso una mano para tapar su boca y le
dijo. –Espera, espera. Se miraron y supieron que lo continuarían. Más tarde,
ella le preguntó si tenía un sitio a donde ir. Lo tenía, de hecho vivía solo en
un ático coqueto, lleno de cerámicas recolectadas en sus viajes. Ella vivía con
sus padres, le dijo, y tampoco le gustaba compartir su cama por las noches. Al
menos de momento.
Así que su casa se convirtió en
el nido de amor de la pareja. Sus encuentros eran fogosos, sanguíneos,
neumáticos, se esmeraban en la tarea, se entregaban como dos luchadores en
combate, como si una fuerza primigenia les empujara el uno contra el otro.
Alcanzaban el clímax y luego se tumbaban boca arriba, sobre la cama revuelta,
sin apenas tocarse. Durante un rato, Claudia hablaba y hablaba, mientras él
fumaba. Le contaba todas sus preocupaciones y sus expectativas vitales. Lo ponía al día de la salud de sus padres, de sus problemas con el banco o de sus visitas al dentista, como si pensara en voz alta. Liberada de la energía retenida, se sentía
relajada y dejaba volar su mente. La duración de un cigarrillo. Después, una
ducha rápida compartida, vestirse y volver al laboratorio, procurando no llegar
juntos. Era una rutina que no tenía continuidad, más allá de las dos ocasiones
semanales en que se encontraban. A Javier le hubiera gustado dormir con ella
algún día, verse en fin de semana, ir al cine, hacer un viaje. Pero no encontró
correspondencia a sus deseos. Ella lo quería para lo que lo quería.
Había sido así hasta su anterior encuentro.
Javier era un amante experto, había tenido varias relaciones anteriores y
conocía los signos del hartazgo, del desgaste del deseo. Y le había parecido
advertir un amago de algo así en el encuentro anterior. Estaban a punto de
cumplir los dos meses que suele decirse que dura la atracción física antes de
convertirse en otra cosa (amor, cariño, rutina, fastidio). Si las
posibilidades de ampliar sus actividades hacia afuera estaban bloqueadas, a
Javier se le ocurrió enriquecerlas hacia adentro. Antes de que todo se
convirtiera en rutinario. Ese día traía un plan, del que no le había contado
nada a Claudia, a la que pretendía dar una sorpresa. Se desnudaron
parsimoniosamente, ya sin el anhelo invencible de los primeros encuentros, se
tumbaron sobre las sábanas y empezaron a besarse. Hasta aquí todo muy
convencional, lo que ella seguramente esperaba, sin salirse de su zona de
confort.
Pero Javier inició una maniobra
descendente por el cuello, un beso sucesivo y prolongado que ella valoró y
acompañó con jadeos y sonidos leves. El juego se intensificó cuando el descenso
continuó, afrontando el dilema de sus pechos, tomados con ambas manos para arropar la cabeza en su zambullida hacia el vientre, el ombligo como una señalización
necesaria para orientarse, un lugar perfecto para hacer un alto en el camino.
Claudia le sujetaba la cabeza contra ella, ronroneando gozosa y Javier entendió
que había llegado el momento de dar el paso definitivo. Cerró los ojos y se
internó por el vello suave cuyo tacto conocían ya sus manos. Pero el ronroneo
de Claudia viró poco a poco en un grito contenido, una voz sofocada que decía
no, no. Más tarde, Javier pensó que, si de verdad no quería, podría haberle agarrado de
los pelos y arrancarlo de su vientre. Pero era sólo su voz la que decía no,
mientras todo el resto de su cuerpo decía sí, sí.
Con los ojos cerrados, Javier perseveró orientándose a tientas, con la ayuda de una mano exploradora que mostró enseguida
una gran utilidad. Abrió la doble gruta y encontró el pequeño brote húmedo y
estremecido, en el que concentró sus esfuerzos bucales, mientras sus dedos
exploraban el interior de la gruta en busca del lugar donde los tratados sitúan el
legendario punto G. Claudia había omitido ya toda resistencia y le dejaba trabajar relajada, en actitud de abandono placentero, de entrega absoluta. Pero entonces
un rumor sordo empezó a agitar su cuerpo, un crescendo imparable que invirtió
los papeles, siendo ella ahora la que desataba una verdadera tempestad que lo arrastró
a él a una aceleración implorada, como el paseante nocturno al que arrebata el vendaval. Un grito desgarrado acompañó el espasmo final, un sobreagudo prodigioso, un chillido furibundo, que rasgó la tranquila textura de la mañana, cual afilado cuchillo de sonido. Era algo inhabitual en Claudia, que no solía ser tan expansiva, hasta el punto que Javier se asustó y apartó la cara
para mirarla, incorporada sobre la cama.
Y entonces, Javier asistió a un
espectáculo extraordinario. Porque Claudia estaba llorando. Pero no de la
manera en que llora normalmente una mujer, con las lágrimas resbalando por sus
mejillas. No. Las lágrimas de Claudia salían proyectadas al exterior, como
proyectiles de agua en todas direcciones, como si sus ojos fueran pequeñas
cebollas de ducha o regaderas para plantas. Javier había visto muchos
orgasmos en su vida, pero nada como esto. Era la expresión corporal
extrema de un placer indescriptible, el éxtasis convertido en lluvia de
lágrimas, la formalización más hermosa posible de una epifanía extraordinaria.
Algo hermoso de ver, un privilegio del que sólo él había disfrutado en el
mundo. Un apogeo de belleza difícil de describir con palabras.
El llanto de Claudia fue
perdiendo explosividad y sus lágrimas empezaron a correr mansamente por sus
mejillas, por su cuello, por su pecho. Javier se limpió el rostro sudoroso con
la sábana y se la ofreció a ella para secarse al menos la cara. Pero ella rechazó
la ayuda, se tapó la cara con ambas manos y prorrumpió en sollozos. Seguía llorando y ya no parecía que fuera de gozo, pensó Javier, confuso. Apartó
sus manos con delicadeza, para mirarla a los ojos y preguntó: –Qué pasa, ¿es
que no te ha gustado? Claudia volvió a sollozar amargamente y Javier le volvió
a buscar los ojos con una mirada interrogante. Sí –dijo ella por fin con voz queda y entrecortada–,
claro que me ha gustado. Y reanudó su llanto con una amargura sin límites. –Entonces,
qué te pasa? –preguntó Javier, que se estaba empezando a alarmar.
Finalmente, Claudia habló con rabia contenida: –Me has pillado a traición, si no, no te
hubiera dejado. Y me ha gustado, claro que me ha gustado, más de lo que jamás
hubiera imaginado. Javier seguía perplejo, sin entender nada. –¿Cuál es el
problema? –preguntó, y ella continuó a gritos: –Pues el problema es que me has hecho una cosa
que yo no voy a poderte hacer a ti, porque no puedo, soy incapaz, nunca lo he
conseguido, me produce una repulsión que no he superado y que no voy a superar
jamás y lo sé. Y este va a ser un tema que se va a interponer entre nosotros y
va a echar a perder la relación, lo sé porque ya me ha pasado antes.
Javier se levantó sin dejar de
mirarla (lo que le permitió captar sus ojos alarmados al ver que se ponía en
pié). Se dirigió al cuarto de baño y regresó al poco, portando un vaso de agua
del grifo, que le ofreció con gesto solícito. Claudia se lo bebió entero. Parecía ya más
calmada, pero tenía el rostro muy cansado. Javier se sentó a su lado, le acarició el
pelo con ternura y empezó a hablar. –Mi querida Claudia, yo te he hecho lo que
te he hecho porque me apetecía, porque te quiero y porque esa es una forma de
expresarte mi amor y te pido que te lo tomes como lo que es: un pequeño homenaje a la
persona amada. Lo que tú puedas o quieras hacerme ahora, es cosa tuya; a mí cualquier
tipo de caricia que me hagas me va a parecer una maravilla. Así que no llores
más y dame un beso.
Javier recibió su beso, pero
tenía la mente en otra cosa en ese momento. Le había venido a la memoria otro de los consejos de su padre. Las relaciones de pareja, decía, no tienen por qué
ser simétricas. Uno tiene que ofrecerle a la persona amada un trato exquisito,
en la forma en que le gustaría que le trataran a él. Pero no puede esperar un trato idéntico desde la otra parte. Porque cada persona es un mundo y las relaciones
mutuas asimétricas son las que acaban teniendo más valor. Pensó en contárselo a
Claudia, pero no quiso abrumarla con supuestos teóricos, ahora que empezaba a
animarse y a acariciarlo. En ese momento no lo sabían, pero ese día habían inaugurado
una nueva rutina amatoria. Porque, en adelante, cada vez que volvieran a quedar, Claudia le pediría que repitieran esa
doble gimnasia sucesiva cuya primera mitad tanto le había gustado. Y Javier nunca
se la regateaba. Y esa práctica asimétrica fue el fundamento de una relación
muy duradera, de la que ya no se van a dar más detalles en este relato, pero que, con una frecuencia bastante más espaciada, prosiguió incluso cuando ella se casó, años después, y cuando tuvo dos
hijos que Javier conoció y amó vicariamente. Y mucho más tarde, cuando ella se quedó viuda y
siguieron citándose en secreto, para explorarse mutuamente sus nuevas arrugas y sus miserias físicas sobrevenidas.
Colorín colorado. Espero que les
haya gustado y que no hayan pasado demasiados momentos de incomodidad. Les diré que hoy es mi 69 cumpleaños y, en un día como este, uno tiene el derecho de
hacer lo que le dé la gana. Eso mismo pensó Preacher Jack, un extraordinario
pianista y bluesman que desarrolló la mayor parte de su carrera en los 60 y 70, por la
zona de Boston. Preacher Jack (cuyo nombre artístico podemos traducir por El Cura Paco),
nació el 12 de febrero de 1942, o sea que hace una semana que cumplió los 78 y, por lo que
sé, últimamente anda medio pachucho. Pero el día en que este músico superlativo cumplió los 69, se fue a celebrarlo a un
bar de su barrio, en donde le seguían permitiendo tocar el piano. Su caché descendente de
entonces no le daba ya para contratar buenos músicos de acompañamiento, así que
tuvo que recurrir a un chico zangolotino, supongo que un muchacho del vecindario, o tal vez un sobrino suyo.
El chaval es un verdadero manta a la batería. Pero, en esas condiciones, en un antro de borrachos, y sin un músico decente que le acompañe, Preacher Jack se marca un boogie woogie extraordinario, maravilloso, increíble. Es una auténtica gozada escuchar la larga parrafada inicial de Jack, donde pide al público que sea indulgente con su acompañante, que está empezando. También se vuelve a advertirle al chico que por favor trate de no perder el ritmo, para que no le dé un dolor de cabeza intentando conjuntarse con él. Y es asombrosa la maestría con la que se arranca a tocar este hombre, con sus manos consumidas por la artritis. Les juro que yo las tengo bastante mejor. Al final, dedica unos segundos a corregir al chico, cuya actuación califica con un significativo gesto de la mano, y retoma su parrafada inicial para cerrar la actuación a voces. Escúchenlo (en pantalla grande, a ser posible) y sean felices si pueden.
El chaval es un verdadero manta a la batería. Pero, en esas condiciones, en un antro de borrachos, y sin un músico decente que le acompañe, Preacher Jack se marca un boogie woogie extraordinario, maravilloso, increíble. Es una auténtica gozada escuchar la larga parrafada inicial de Jack, donde pide al público que sea indulgente con su acompañante, que está empezando. También se vuelve a advertirle al chico que por favor trate de no perder el ritmo, para que no le dé un dolor de cabeza intentando conjuntarse con él. Y es asombrosa la maestría con la que se arranca a tocar este hombre, con sus manos consumidas por la artritis. Les juro que yo las tengo bastante mejor. Al final, dedica unos segundos a corregir al chico, cuya actuación califica con un significativo gesto de la mano, y retoma su parrafada inicial para cerrar la actuación a voces. Escúchenlo (en pantalla grande, a ser posible) y sean felices si pueden.
Mira, tío. Entiendo tus cautelas, tus precauciones, tus excusas, tu preocupación por ponerte la venda antes de estar herido. Pero sólo te voy a decir una cosa. Mi hija menor se quiere dedicar a escribir. Y yo no me lo he pensado mucho y le he dado a leer este texto tuyo, para que se inspire. Es todo lo que puedo decirte. Además, por supuesto de:¡enhorabuena!
ResponderEliminarGracias, me alegro de que te haya gustado tanto.
Eliminar¡Qué malo él batería! Jajajajaja
ResponderEliminarEstaba aprendiendo. Nueve años después, no sabemos si ya ha mejorado. A lo mejor está ganándose la vida en algún grupo. Nunca se sabe.
EliminarNo puedo imaginar que exista uno sólo entre tus followers que, al anunciarles un texto erótico, vaya a renunciar a continuar su lectura. Y eso lo sabes tu mejor que nadie. Yo me he lanzado rápidamente a su lectura y ¡qué cuentos!, ¡qué maravilla!, eso sí es literatura. Te felicito, doblemente, por tu cumple y por este precioso regalo que nos has hecho. Eros es vida.
ResponderEliminarA propósito, porqué sera que en las librerías hay tan poca literatura erótica y, si la hay, está en muchas ocasiones escondida y en el estante más próximo al suelo.
Gracias, amigo. Me alegro de que te haya gustado tanto mi prosa erótica.
EliminarUna tonelada de felicidad, que diría El Dinamita, y que cumplas muchos más. Pero que sigas cumpliendo como lo has hecho hasta ahora: hecho un pimpollo.
ResponderEliminarAbrazotes
Muchas gracias.Y tú que lo veas.
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