Leíamos estos días la noticia de
la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, anulando el PEUAT, (Plan
Especial Urbanístico de Alojamientos Turísticos), una de las iniciativas
estrella del primer mandato de Ada Colau, que se proponía poner orden en el
caos en que el turismo ha convertido a la ciudad en los últimos años. Lo
curioso es que la sentencia admite que es necesario preservar determinadas
zonas de los excesos del turismo y considera proporcionadas las medidas
propuestas. Lo echa para atrás, sin embargo, porque las consecuencias
económicas y financieras de su aplicación no se estiman debidamente evaluadas y
ponderadas, lo que produce inseguridad jurídica. Más o menos podría haberse
dictaminado lo mismo del prusés en su
conjunto. Perdón, no sigo por esta línea, no teman. Pueden consultar la
información AQUÍ.
En Madrid, el equipo de Carmena aprobó
una ordenanza casi al final de su mandato, que obligaba a los apartamentos
turísticos a disponer de un acceso independiente, lo que hubiera dejado a un
90% de los existentes fuera de ordenación. Honradamente no sé en qué momento de
tramitación está ese plan, pero es obvio que no se está aplicando. Son dos
ejemplos de cómo las ciudades se están defendiendo de los apartamentos
turísticos, una de las manifestaciones del turismo masificado. En algunas
ciudades la afección es puntual, sólo en determinadas fiestas, como en la carrera
de caballos llamada Il Palio, en Siena, las Fallas, o los Sanfermines. Los
residentes en estas ciudades, a menudo se marchan fuera mientras dura el
festejo (si pueden, incluso alquilan su casa para sufragarse el viaje). El
problema mayor es cuando la cosa dura todo el año, siempre y para siempre. Lugares
como Venecia se han convertido casi en un infierno para el residente, un parque
temático que lleva años perdiendo población estable. Vean algunas imágenes.
Como
ven, nos hemos vuelto locos. Hace años una minoría de los habitantes de la Tierra se movían por otros
países, porque no había medios ni curiosidad ni se fomentaba el asunto desde
las empresas que ahora mueven el tinglado. Los llamados tour-operadores
facturan paquetes completos, o los tomas o los dejas. Y todos te acaban
llevando a los mismos sitios, por donde te pasean de la oreja, siempre con
prisas y siguiendo al inevitable guía que va por delante con un paraguas o una
señal levantada sobre su cabeza. Yo no acabo de saber cuál es el disfrute que
se obtiene de participar en esos grupos borreguiles que atestan las plazas y
calles de los sitios más solicitados. Pero el haber estado en un sitio lejano
es algo que marca estatus, como tener un Mercedes. Luego vuelves y duplicas el
placer contándoselo a tus atónitos amigos. Tío, es que yo he estado en
Santorinis, oyes.
Una
vez, en una terraza del centro, me tocó escuchar el relato completo de la
subida al Machu Pichu, a cargo de un alborozado amigo, que no ahorraba detalle,
apoyado por su señora, que asentía todo el rato con cara de éxtasis. La narración
era tan vívida, tan expresiva, que hasta me estaba entrando un cierto agobio,
por el soroche, también conocido como mal de altura. Llegamos así al punto de
la máxima catarsis: –Y entonces superas una última loma y ¿qué es lo que
aparece ante tus ojos? (pausa dramática): La imagen magnífica del conjunto del
Machu Pichu. Como estaba hasta la gorra de este coñazo, le respondí con un
chiste ahora bastante manido, pero que entonces no era tan conocido, por lo que
concité enseguida la atención esperanzada de ambos: –Pues yo este año he estado
en Toronto y no os imagináis qué maravilla de ciudad, he recorrido todos los
barrios del centro, el Museo Real de Ontario, el mercado de Kensington y ya hay
un momento que llegas a la primera atracción de la ciudad, la Torre de Comunicaciones, una
de las más altas del mundo; allí tienes que esperar una cola de una hora, luego
subes en dos ascensores, llegas al ventanal y ¿qué es lo que aparece ante tus
ojos? (pausa dramática): Toronto’ntero.
En fin, no les hizo ni pizca de gracia; de hecho ya no me he vuelto a tomar una
cerveza con esta pareja tan subyugada por el gran turismo internacional. Aquí
unas imágenes de la marabunta en dos lugares de China: la Muralla y un templo que no
he podido identificar.
En
los tiempos actuales, con la memez de hacerse selfies por todas partes, esto
del turismo masivo tiene una variable aún más molesta que es la nube de tipos
haciéndose fotos con los palos extendidos delante de la Gioconda o cualquier otro
cuadro que haya tenido la desgracia de popularizarse entre estas hordas de
analfabetos. Hace un tiempo que no voy al Museo del Prado, tal vez porque lo
tengo al lado de casa, pero me imagino que será imposible ver Las Meninas en
condiciones. Y sufrí algo parecido ante la Ronda de Noche de Rembrandt en el Rijkmuseum de Ámsterdam.
A mí ya saben que no me agobian las multitudes, lo que me molestan son los
paletos, sean en grupo o uno a uno. Y a veces es imposible pasear por la
Gran Vía de Madrid o las Ramblas de
Barcelona. Abajo una imagen de las Ramblas y otra de una sala del Louvre.
Pero,
además del coñazo que supone pasear por una calle atestada de gente medio
empanada, que se mueve a paso de tortuga, esto del turismo a gran escala tiene
otros efectos colaterales perversos. En los centros de las ciudades una parte
importante de las viviendas se reconvierte en apartamentos turísticos,
expulsando a la población original, al subir exponencialmente los precios de
alquileres y ventas. Es un ejemplo
prototípico de la llamada gentrificación. Los alquileres turísticos son el
nuevo maná para los propietarios de pisos para alquilar que, en ocasiones,
recurren a mañas malvadas para echar a los pocos inquilinos que quedan en un inmueble, como abrir las ventanas en
tiempo de lluvia, hacer agujeros en el techo con palos o abrir los grifos de
las bañeras para que se inunde todo. Es muy difícil para un vecino resistir un
acoso de este tipo, sobre todo cuando se suma a algún incentivo económico. Y
los barrios del centro se van despoblando y se convierten en parques temáticos. Ni siquiera un país tan cuidadoso y pulcro como Japón se libra de esta lacra. Abajo tienen un par de escenas de Kyoto, la ciudad imperial: el lugar desde donde se ve mejor la Pagoda Dorada y el popular mercadillo callejero de Gion.
En
resumen, lo que podemos llamar el sobreturismo tiene unos efectos perniciosos
para las ciudades y los países: deterioro del medio ambiente, deshumanización
de las ciudades cuyos barrios centrales se convierten en parques temáticos,
destrucción del tejido del pequeño comercio que se sustituye por tiendas de
souvenirs y hamburgueserías, situaciones de aglomeración humana que pueden ser
peligrosas, subidas desbocadas de los precios inmobiliarios, que generan
gentrificación y expulsión de los vecindarios originales. Por ello, muchas
ciudades están tomando medidas que limiten la avalancha y reconduzcan el tema
hacia un turismo responsable. Si no se hace esto, entre todos mataremos a la
gallina de los huevos de oro. Hay mucha gente, como yo, que huye de los lugares
más masificados y busca cualquiera de las alternativas que te ofrece el enorme
acervo de lugares interesantes del mundo.
Pero
este fenómeno perverso tiene una manifestación aun más nefasta: los grandes
cruceros. Miren, uno no puede nunca decir de esta agua no beberé, pero yo creo
que no me subiría a un crucero ni aunque me pagaran por ello. Y eso que tiene
una parte hermosa que es la sensación inigualable de entrar a una ciudad desde
el mar. Pero eso son unos cuantos instantes bellos, a cambio de pasarte una o
dos semanas encerrado en un entorno claustrofóbico sin poder hacer más que
gilipolleces (por no hablar de la eventualidad de que te marees). Tiene que ser
insoportable. Y luego, te dan suelta en una ciudad en la que tienes el tiempo
justo y normalmente ni te gastas un duro en los comercios locales ni te tomas
una triste cerveza. Los habitantes de los castigados lugares de las rutas de
estos grandes cruceros, sufren estas marabuntas inhumanas e improductivas con
resignación cabreada.
Por
ejemplo, yo visité hace años la isla de Santorini y, cada vez que llegaba un
crucero, nos escondíamos en la habitación del hotel en el que estábamos, hasta
que se iban. En lugares como Marsella, sus residentes me contaron el coñazo que
les suponen estas avalanchas periódicas de masas de cruceristas descontrolados.
Lo mismo sucede en Barcelona, con la que hemos empezado este texto y con la que
vamos a terminar. Los catalanes estaban tan entretenidos con su prusés, que ni
se enteraron de que la autoridad portuaria había hecho unas obras casi
clandestinas para alargar el muelle principal de los cruceros, de forma que
puedan atracar los más grandes, como los de la clase Oasis, de la compañía
Royal Caribbean (foto de abajo), que mueven a más de 6.000 pasajeros, más una
amplia tripulación.
No
es de extrañar que los barceloneses se defiendan de este atropello. Les dejo de
propina un documental al respecto que responde al expresivo nombre de Bye, bye
Barcelona. Fue rodado hace unos cinco años pero ya pronosticaba lo que está
sucediendo ahora. Es un documental muy interesante, que dura más o menos una hora, están
avisados, si quieren lo ven y si no, pues nada. También lo pueden ver por
partes, en pequeñas diócesis, como solía decirse. Sean buenos. Para mí,
quedarme en agosto en Madrid es una forma más de resistirme a entrar en la
rueda del turismo masificado. Disfruten de la película.
Magníficas fotos, impactantes, muy bien elegidas. El documental tiene muy buena pinta, pero yo no entiendo el catalán, como usted, así que lo he dejado por la mitad, porque no me entero. No todos tenemos su facilidad con las lenguas.
ResponderEliminarPor favor, esto no es cuestión de lenguas, sino de sentido común. Pone usted a andar la película. Abajo, en la esquina inferior derecha verá un símbolo, justo a la izquierda del letrero de YouTube. Le da usted un click, con el cursor, o con el dedo si su aparato está configurado para eso. Verá que bajo el símbolo aparece una raya roja. A partir de ahí, tendrá subtitulado en español todo lo que se diga en otras lenguas. Esto es el ABC de informática.
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