miércoles, 4 de julio de 2018

751. El final del viaje maravilloso

Poco queda ya por contar, pero he reservado un hueco para hacer una especie de epílogo o unas reflexiones acerca de este viaje recién terminado, tal vez el viaje bloguero ideal, una delicia para mí. En primer lugar, creo que es algo económicamente al alcance de cualquiera de ustedes. En mi post anterior les puse el coste de mis trayectos en transporte público. Trolley de la frontera a San Diego, 1,35$. Tren San Diego-Los Ángeles, 30,31$. Metro a mi hotel, 1,75$. Total: 33,41$. Es decir, unos 29€. O sea que mis desplazamientos me han costado: 601€ Madrid-Los Ángeles ida y vuelta, 43€ Los Ángeles-San Francisco, 105€ San Francisco-San Diego, 1€ cruzar a Tijuana y 29€ Tijuana-Los Ángeles. Total 779€ en transportes. Es muy poco dinero. A mí me gusta llegar a las ciudades y coger un taxi que me deje a la puerta del hotel con las maletas, pero incluso eso se puede hacer en transporte público.

En cuanto a los hoteles, ya saben que soy bastante sibarita. En este viaje me he alojado en un hotel caro, el Hampton para tres noches en Los Ángeles a la ida y una más a la vuelta. Otro, digamos, medio: el Kensington Park de San Francisco, que desde ya les recomiendo. Un tercero, muy barato, tipo motel de carretera, el Downtown San Diego Lodge, para una noche en San Diego. Y tres noches de gorra en casa de mi amigo Diego, en Tijuana. Más la última noche que aun no he contado, en el avión de vuelta. Creo que no es difícil encontrar alojamiento barato en el centro de las ciudades americanas. Por último, la comida es algo que puede resolverse entre pizzerías, hamburguesas y restaurantes de nivel medio. Les digo todo esto para que se animen, hombre. San Francisco merece una visita. Otra cosa: el viaje no es el doble de largo que el de Nueva York. Entre Madrid y Nueva York se tardan casi 10 horas. De Nueva York a Los Ángeles no llegan a 4. Es lo que les puedo decir. Así que: ustedes mismos.

Mi relato se detuvo en el momento en que llegué en el Metro a la estación Downtown Santa Mónica, donde nos hicieron un control para ver si llevábamos billete. Me dirigí al Hampton Hotel, donde las chicas de la recepción me saludaron cariñosamente. Esta vez me habían dado una habitación de una sola cama y en una planta más alta. Apenas deshice el equipaje, pero saqué el ordenador para hacer el check-in on line de mi vuelo a Madrid del día siguiente. Luego me eché una cabezadita en la lujosa cama que tenía a mi disposición. Cuando desperté, bajé a recepción a imprimir mis dos tarjetas de embarque (hacía escala en Nueva York) y reservar un taxi para el día siguiente. Subí a dejar los papeles en el cuarto y salí a la calle rumbo al océano.

Traía un plan en la cabeza. Cenar en un restaurante cercano para acostarme pronto y descansar para la paliza del día siguiente. Con esa idea me acerqué al restaurante mexicano Chez J, que conocía de mi última noche en LA. Pero no tenía hambre. Después de mi viaje en diversos medios de transporte y una pequeña siesta, estaba en Los Ángeles a las 6 de la tarde, descansado y con muchas horas de luz todavía. En mi anterior visita, había salido con la noche cerrada y me había parecido un lugar romántico, donde no se comía mal. Pero ahora, a la luz del día, el Chez J me pareció un lugar vulgar, lleno de macarras. Aun así reservé para las 9.

En realidad, todo el paseo marítimo, a la altura del muelle de Santa Mónica, estaba abarrotado por una multitud abigarrada, bullanguera, basta y paleta, nada que ver con la gente que llenaba la Haight Avenue de San Francisco el domingo anterior por la mañana. Vamos, que, si aparece por aquí un tipo desnudo y con estuche peniano, lo sacan a bofetadas. Cierto que era sábado por la tarde, pero aun así. También el personal que hacía picnic en el parque Dolores la tarde del sábado anterior era culto, educado, tranquilo. Definitivamente, Los Ángeles no es San Francisco. Otro indicativo: en LA es constante la presencia de coches tuneados, con una música tipo reggaetón a volumen brutal y un sujeto al volante con aires de matón, gafas negras, cigarrillo y codo sobre la ventanilla bajada. En San Francisco, mentiría si dijera que no vi ninguno: alguno había, pero eran contados. Los Ángeles es una ciudad mestiza, de aluvión, sin la clase de SF, pero llena de vida y de energía. Una síntesis de todo ese espíritu, la pueden encontrar en el siguiente vídeo. Es una canción de Offspring, un grupo de neopunk, ya veterano, de un suburbio playero de Los Ángeles. He de decir (como el chaval del chiste del sulfhídrico) que a mí me gusta. Ya saben que tengo una vena hortera que nunca he disimulado. Para escucharla han de pinchar AQUÍ.

Eso es Los Ángeles. Pero tengo que reconocer que el paseo marítimo estaba bonito aquella tarde. Como la otra vez me había dirigido al sur, a Venice, esta vez decidí caminar hacia el norte. Muy pronto, la multitud se fue aligerando y ganando en calidad. Ahora había familias de clase media alta, gente paseando al perro, parejas de novios, grupos tranquilos de amigos, chicas vestidas de sábado. Tal vez el muelle de Santa Mónica sea el centro de la pachanga barata de los sábados. Seguí mi camino, hasta que, de pronto, me saltó a los ojos un letrero: Montana Avenue. Y fue como una revelación. La avenida de Montana empezaba allí en perpendicular al mar. Al fondo, a la altura del número 1.100, estaba el Father’s Office, el lugar de público mezclado, favorito de mi amiga Shannon Ryan, donde en su opinión se sirven las mejores hamburguesas de Los Ángeles.

Estaba en una encrucijada (It’s me in the corner). Podía regresar por la orilla del océano, volver a integrarme en el mundo bullanguero que acababa de dejar y cumplir con mi reserva en el Chez J. O bien caminar hacia el interior, remontando la avenida Montana, para llegar al Father’s Office, comerme una hamburguesa estupenda y disfrutar de ese otro mundo, el de la gente de calidad de LA, que también existe. Ese otro LA es el medio por el que se desenvuelve Shannon Ryan. Y mola todo. Un mundo que podemos simbolizar en otra canción: la que le dedicó a la ciudad Sheryl Crow y que constituyó uno de sus primeros éxitos. Ya saben: lo único que quiero es divertirme, sin parar, toda la noche, hasta que el sol salga sobre el Santa Mónica Boulevard. Esta vez, caprichos del Youtube, han de pinchar en la imagen.


Supongo que ya imaginan por cual de las alternativas me decidí. Llegué al Father's Office mucho antes de lo que esperaba: la numeración de la avenida se reiniciaba por centenas en cada esquina. O sea, que en la primera manzana había a lo mejor diez portales, pero uno cruzaba y el siguiente número era ya el 100. Sólo se trataba, pues, de recorrer diez manzanas, por un trayecto agradable y con pocos peatones. Me comí una Office's Burger sensacional con una pinta de draught IPA beer, la última del viaje. Una forma excelente de despedirme de LA. Luego regresé de anochecida, zigzagueando por Lincoln, Santa Mónica Boulevard (sin esperar a que saliera el sol) y 5ª Avenida, hasta el hotel. Había muy poca gente en las calles, sólo algunos tipos paseando al perro, que me miraban con curiosidad: aquí lo raro es el peatón. Dediqué un rato a redistribuir mis cosas entre la maleta y el maletín que constituían mi único equipaje. Y aun tuve margen de escribir algo en el blog, antes de quedarme dormido.

El domingo, 17 de junio, me levanté a las 6, disfruté del fastuoso buffet del Hampton, subí a lavarme los dientes y bajé otra vez con mis bultos. Un taxista chino me esperaba para llevarme al aeropuerto, ese día con menos atasco. Pasé un exhaustivo y tedioso control de seguridad, aunque esta vez no me pitó el brazo de Robocop, y llegué a la puerta de embarque. Había WiFi y tenía más de una hora. Tenía empezado un post llamado La noche de un día duro y me puse a rematarlo. A mi izquierda se empezó a congregar un grupo creciente de latinos, en torno a un televisor en el que se podía ver el partido Alemania-México. La expectación era máxima y menudeaban los huuuuyyys, de lo que deduje que los mexicanos estaban haciendo un buen papel.

En un momento dado, me llamaron por mi apellido por megafonía. Me acerqué al mostrador. Un azafato me pidió el pasaporte y se lo di. Pregunté si pasaba algo. ¿Cómo dice? –inquirió el tipo, frunciendo el ceño y quedándose inmóvil en mitad de un movimiento con mi pasaporte en el aire. Parecía de mal humor. Disculpe, es que no he estado atento a lo que decían por megafonía y no sé por qué me han llamado. Usted va a subir a un vuelo internacional, ¿no? Claro que sí, señor. Y a mí me toca revisar su pasaporte. Desde luego, señor. Más tarde comprendí lo que sucedía. En Nueva York ya no tendría que pasar ningún control más. Eran dos vuelos, pero es como si fuera uno solo. Con tantos trajines, no sé ni cómo pude terminar el post, es realmente meritorio que lo lograse. Lo terminé a la carrera, cuando ya la gente estaba embarcando. Mientras mandaba mi habitual mensaje al mailing de seguidores, la peña rugió puesta en pie: acababa de marcar México. Cerré mi maletín y me incorporé al final de la cola. El partido estaba en el descanso y le mandé un whatsapp a Diego animándole a creer (él estaba convencido de que iban a perder seguro). 

En la misma puerta del finger que me llevaría al avión, me cogieron la maleta y le pusieron una etiqueta. Tenía que facturarla, porque ya no cabían más equipajes de cabina. La recogería directamente en Madrid. En el avión ofrecían WiFi, algo que no había visto nunca. Siga conectado en el aire, igual que si estuviera en tierra. Luego supe cuál era el truco. Te ofrecen una conexión gratis que va como el culo. Y cada poco te falla y te preguntan si no quieres cambiar a una de pago. Pero aquella conexión cutre fue suficiente para que me entrase un whatsapp de Inmaculada alertándome de las múltiples erratas que tenía mi texto recién colgado. A pesar de lo difícil que era trabajar en esas condiciones, no cejé hasta que lo dejé niquelao. Entonces me desconecté definitivamente de aquella tortura y me concentré en la comida, generosa como siempre con Delta Airlines.

Consistía en un pastrami sándwich gigante, que me tomé con dos vasos de vino tinto. No había tiempo para más: el vuelo LA-Nueva York dura apenas 4 horas. En el aeropuerto JFK no tuve que pasar ningún control, como les dije antes. Por el pasillo de los transfers accedí directamente a la puerta de embarque para Madrid. Tenía un problema: el cargador del móvil se había quedado en la maleta facturada. Entré en una tienda de regalos y me compre un cable con entrada USB. Le di al de la tienda todos los sueltos en dólares que me quedaban y me cobró el resto con la tarjeta. Así vacié mis bolsillos de moneda americana. Subí al avión y conecté el cargador bajo mi asiento. Eran las 3 de la tarde de Los Ángeles. Las 6 de la tarde en Nueva York. Y las 12 de la noche en Madrid. Me sacaron una cena rápida, con más vino, y la rematé con un somnífero, para cortar el jet lag.

Llegué a Barajas a las 9 de la mañana del lunes 18 de junio, pero que, en mi ritmo circadiano losangelino, eran las 12 de la noche del día anterior. Menos mal que le había dado morcilla a los ritmos circadianos con el somnífero. Recogí la maleta facturada sin novedad y me cogí el Metro a casa. Me había pedido el lunes de permiso y no tenía prisa por llegar. Hasta el martes no me incorporaba al curre. Tuve todo el día para recoger mis cosas y vaguear entre siestas intermitentes. Había sido un viaje magnífico. Y con una serie de momentos mágicos. El soul del negro veterano en el aeropuerto de Atlanta. Mi selfie con Shannon en el Bradbury. Las entrevistas en el Ayuntamiento de San Francisco. Mi baño de pies en el Pacífico. La noche loca en The Saloon. El mercadillo de Haight y los nudistas. El paseo por el Golden Gate Bridge. El taxista borrico de San Diego. Mi encuentro con Diego Moreno y la presentación de La Lancha de dos Proas. Y tantos otros instantes únicos. Aquí han quedado reseñados, para que no se pierdan en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Ahora podré pasar a hablarles de Rajoy y otras menudencias. Gracias por su paciencia.

4 comentarios:

  1. Quiere usted decir que, si me animo a visitar la Costa Oeste, su amigo me alojará en su casa unos días...

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    1. No, quiero decir que si se anima a ir por allí y tiene algún amigo (suyo, no mío) que lo aloje en su casa, lo aproveche.

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  2. Enhorabuena. Ha disfrutado usted como un chiquillo y eso no tiene precio.

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