Nos
habíamos quedado en que, después de cruzar La Frontera a pié, tuve que
preguntar dónde chingaos estaba el trolley para San Diego, porque no lo
encontraba por mí mismo. Algunos currantes mexicanos que acababan de cruzar, me
guiaron hasta el Centro de Tránsito San Ysidro, donde una señora de la compañía me ayudó con
las máquinas expendedoras de tickets. Como mayor de 60 años, el boleto para San
Diego me costaba exactamente 1,35$. Aquí tienen una imagen del tranvía de la Blue Line , que conecta
la frontera con el centro de San Diego. Les recuerdo que esto sucedía el sábado
16 de junio, mi penúltimo día de viaje.
Me
bajé del tranvía con mis maletas en la última parada de la Blue Line, que se llama América Plaza.
Allí hube de caminar unos cincuenta metros hasta la Santa Fe Depot Station,
la principal estación de ferrocarril de San Diego. Hice una pequeña cola en las
taquillas y me saqué un billete para Los Ángeles. El tren salía en quince
minutos (hay uno cada media hora). El billete me costó 30,31$. Era un tren de
dos pisos y me subí al de arriba. Me acomodé en un compartimento de cuatro asientos,
dos y dos enfrentados. Al poco subió un chaval de aire mexica, que se instaló
en el compartimento del otro lado del pasillo. El tren arrancó y enseguida pasó un
revisor. Miró mi billete, le hizo un agujerito minúsculo con un perforador y me
advirtió de que, en caso de que subiera al tren una familia o grupo de cuatro
viajeros, tendría que cederles mi lugar y buscarme otro. OK –le contesté. Pasó a revisar el ticket del mexica
y le dijo lo mismo, pero el chaval puso cara de angustia: no había entendido ni
madre. Desde mi lugar le eché una mano como traductor y se quedó más tranquilo.
En
la última estación antes de dejar San Diego subió una rubia de unos 35 que se sentó frente a mí, del lado del pasillo (yo iba junto a la ventanilla). Pero
enseguida cambió de opinión y se acomodó a mi lado. Disculpe –me dijo, mirándome francamente–, es que
no me gusta ir sentada contra el sentido de la marcha. No te preocupes –le
contesté–, a mí tampoco. Pegamos la hebra. Ella no llegaba hasta Los
Ángeles, sino que se quedaba en Ocean Beach, en donde trabajaba de camarera en
un chiringuito de playa. Era de San Diego y venía de pasar unos días con
su familia y sus amigos, pero ya le tocaba trabajar el domingo. Pasó el revisor
y la chica le preguntó dónde estaba el bar del tren. Next wagon downstairs –le indicó el revisor. Me confesó que tenía
mucha hambre, porque apenas había desayunado después de una noche de juerga. Le
propuse acompañarla al bar, yo también tenía hambre.
Volvimos
al ratito con sendos envoltorios de burritos recién calentados en microondas, una cerveza y un refresco. Al mexica se le fueron los ojos. ¿Pero
dónde está el bar, amigo? –me preguntó. Pues aquí mero, bajando la escalera. El
tren iba justo por el borde del océano, que se veía precioso. Nos comimos la
comida sin dejar de cotorrear (el mexica había subido enseguida con otro
burrito y una coca-cola). Y, justo antes de entrar en la gran conurbación de Los
Ángeles, la chica se cogió sus cosas y se despidió de mí con un par de besos,
de manera natural; éramos dos personas que habíamos compartido un par de horas
de tren y nos habíamos comido un bocata juntos. En cuanto se fue la chica, el
güey vino a sentarse a mi lado. Lo primero que me dijo es que tenía que aprender
inglés como fuera, que así no iba a ninguna parte. Señor –continuó–, es que yo
lo vi a usted acá platicando con la güerita y me sentí morir de envidia.
También este chaval me contó su historia.
Se había conseguido una beca para estudiar en Guanajuato (le dije que conocía la ciudad). Estaba haciendo una
ingeniería técnica en Electrónica y ya estaba de vacaciones. Así que había ido a León,
la capital del estado, a tomar un avión a Tijuana, para después tomar el tren a
Guadalupe, donde vivía su hermano. Su hermano era empresario agrícola y él
venía a trabajar en su empresa durante los meses de verano recogiendo el brócoli, para sacarse
algún dinero adicional para el año siguiente. Una tarea dura, que suponía andar todo el día agachado como pollo, porque el brócoli sale mero de la tierra y hay que cortarlo con cuidado, que si se desbarata no sirve. Acabas con la espalda hecha mole. Consultamos el plano que yo
llevaba. La estación de Guadalupe estaba muy al norte de Los Ángeles. Mi
compañero no llegaría a su destino hasta las 7 de la tarde, mientras que yo
estaría en la Union Station
a las 15.30. Mi trayecto no llegaba a las tres horas de tren. En un momento
dado, la línea se separa del océano y se mete al interior. Ya está uno en Los Ángeles,
pero apenas se nota, porque el caserío sigue siendo muy disperso.
Le
deseé suerte con el brócoli a mi compañero de tren. Y me bajé. Enseguida
encontré unas escaleras que bajaban al Metro y tomé la Red Line, un par de
paradas hasta 7th Street/Metro Center. Allí hice transbordo a la
Expo Line , 18 estaciones hasta Downtown
Santa Mónica Station, al lado del hotel Hampton al que volvía. Para tomar el Metro hube de
recargar la tarjeta que ya tenía, con un trayecto de 1,75$. Nada más llegar a Los Ángeles había tenido varias sensaciones instantáneas. La primera, la de llegar a un
sitio ya conocido y dominado: la soltura con la que me moví para cambiarme al
Metro y hacer luego el transbordo, traslucían una seguridad absoluta. La
segunda, la de que ésta es una ciudad básicamente hortera, de nuevos ricos. Con
el breve lapsus de mi estancia en San Diego/Tijuana, yo venía de pasar una semana
en San Francisco y, en mi opinión, Los Ángeles es una ciudad con menos clase. Muy
interesante, por supuesto, pero con menos solera.
Un
indicativo de esto que les digo, son los sistemas de transporte público de ambos lugares. En
Los Ángeles, o tienes un coche o no te comes una rosca. Para una aglomeración
de 18 millones de habitantes, tienes sólo cuatro líneas de Metro, que
transcurren en su mayor parte en superficie (algo que requiere mucha menos
inversión). Y sólo hay una compañía de autobuses, el Big Blue Bus, con 18
líneas. San Francisco tiene una población que no llega al millón de
habitantes en la ciudad y un área metropolitana de unos 5 millones, si incluimos
en ella San José, Oakland, Sausalito y otras ciudades. Pues les voy a hacer una
relación de los sistemas de transporte público de que disponen los sanfranciscanos. UNO: el Cable Car. Aquí una imagen con la isla de Alcatraz al fondo.
El
Cable Car es el tranvía más famoso y emblemático de la ciudad, el que sale en
todas las postales. Ya no es tanto un medio de transporte al servicio de los
ciudadanos, como una atracción turística. Como tal, está fuera del billete único
y te cuesta 7$. El tranvía se mueve sobre dos raíles, pero hay una tercera
ranura en el centro por la que discurre el cable de acero que lo soporta, mueve
y retiene. Es decir, que, técnicamente, no es un tranvía sino un funicular. Cuando
uno va andando por la calle y pasa sobre los raíles, es frecuente escuchar los
chasquidos que da el cable tal vez requerido por una unidad en la otra punta de la línea. Pero pasemos a otro sistema.
DOS: el Street Car. Este es de verdad un tranvía y también bastante antiguo. Va
por dos raíles y tiene una única pértiga que va en contacto con el tendido eléctrico
aéreo. Este es un medio muy popular y utilizado por la población de la ciudad.
Como ven en la imagen, tiene dos pértigas; la delantera la lleva tendida y la
trasera es la que conecta. Cuando viene de regreso las intercambia.
TRES:
El trolebús. Es exactamente igual que los que había en La Coruña durante mi infancia.
Es decir, sobre ruedas de caucho y con dos pértigas en lo alto. En La Coruña , de niños esperábamos
en la esquina de los Cantones con Juana de Vega. Allí el popular trole debía
girar 90 grados y era frecuente que las pértigas se salieran del cable guía. Como llevaban un
potente sistema de muelles para pegarse mejor a las guías del tendido, cuando
una se soltaba empezaba a dar literalmente palos de ciego hacia arriba,
chocando con otros cables, con gran exhibición de chisporroteos y fuegos
artificiales. El conductor debía bajarse a la carrera y encaramarse al cable de la
pértiga para contrarrestar con todo su peso la querencia del palo por rebotar hacia arriba y luego soltarla poco a poco hasta atinar contra el cable correcto. Todo
esto lo hacía en medio de juramentos y maldiciones del tipo cajo na cona cos botou y similares, dedicados a los mirones divertidos que no movían un músculo para ayudar, salvo algún arre carallo mascullado entre dientes. Los niños disfrutábamos de un espectáculo completo y gratuito. Abajo
una imagen del trole de San Francisco.
De
los restantes medios no les voy a poner fotos, para no eternizarnos. Pero les
completo la relación. CUATRO: el BART, sistema de Metro gestionado por una
empresa mixta estatal de California, que abarca también Oakland. CINCO: el Muni, Metro
gestionado por el Ayuntamiento, de red menos extensa, pero también muy popular. SEIS: El autobús, con un
sistema de líneas públicas y privadas muy completo. SIETE: el Suburbano a San
José. No sigo. A esto habría que añadir los ferrys a Oakland y Sausalito, los
trenes AMTRACK que llegan hasta la frontera de Tijuana por el sur y más allá de Guadalupe por el norte. Y, además, el Tren Bala que están preparando. Hay que decir que
todos los transportes urbanos conviven en armonía, comparten estaciones e intercambiadores, y se accede a ellos mediante un billete único. Después de este despliegue de medios, no les extrañe
que lo de Los Ángeles me parezca algo de mucho menos nivel. En Los Ángeles, los
blancos van en coche. Vean si no la foto que tomé en mi vagón de la
Expo Line.
Hoy
es 2 de julio y hace exactamente un mes que me subí a un avión con destino a
Los Ángeles. Mi aventura se terminó el día 17 de junio. Desde entonces les
estoy contando mis impresiones sobre este viaje en el que me lo he pasado tan
bien. Mi siguiente post cerrará esta serie. Porque hoy estamos hablando de transporte público y quiero dejarles una reflexión final. En Los Ángeles, en la estación Downtown Santa Mónica nos esperaba una brigada de cinco o
seis vigilantes desplegados en la salida para comprobar que todos los viajeros llevaran billete. Exactamente como sucede en Madrid. En San Francisco, en cambio, da la impresión de que se la
suda bastante que pagues o no. Los homeless se suben por el morro y mucha gente
normal también. Ya les conté que a mí me tocó un trayecto gratis por avería del
aparato de cobro y otro en el que, echándole cara, pagué sólo un dólar.
Esto
entronca con algo que me explicaron en Freiburg (Alemania), ciudad modélica por su política de movilidad (y que quedó
consignado en el blog). Implantar un sistema de transporte público supone
comprometer una inversión pública muy cuantiosa. Esta inversión no se recupera
económicamente, sino socialmente. El precio por el uso de ese medio está fuertemente
subvencionado, para que sea barato y la gente lo utilice mucho. Y lo que se recauda con el pago de
los tickets es el chocolate del loro en comparación con la inversión
constituida. Consecuentemente, un sistema de transporte público es un éxito si
se usa, si va lleno y la gente lo utiliza a diario. Porque, encima, si va lleno, supone que se usa menos el coche privado, lo que comporta un ahorro energético global para la sociedad, además de ayudar a reducir la contaminación. En ese contexto, que los usuarios
paguen o no la miseria que supone el coste del ticket, es irrelevante. No
merece la pena emplear muchos vigilantes, cuyo sueldo sí supone un sobrecosto.
Hombre,
obviamente, el sistema funciona si los que
pagan son mayoría, más que nada para que no se convierta en un cachondeo. Por eso
dedican de vez en cuando un grupo de sus propios cajeros para que actúen como
revisores. Pero, mientras el porcentaje de gorrones se mantenga en unos límites
discretos, la red puesta en marcha se considera un éxito y la inversión comprometida es justificable. Esto lo saben perfectamente en San Francisco, una ciudad con mucha clase, como les he venido contando. Me interesaba mucho precisarles este matiz antes de cerrar esta serie de
posts. Sigan siendo felices.
Interesante su disquisición final sobre que pagar o no en el Metro sea irrelevante. En los Grandes Almacenes, sin embargo, sí les compensa tener mucha vigilancia, para que no vengan muchas Cifuentes a llevarse cremas o ropa.
ResponderEliminarSi es verdad lo que dice, casi mejor que no se sepa masivamente. Ya sin saberlo, vemos a muchos chavales que hacen saltos sobre los tornos con la técnica de los corredores de cien metros vallas.
Empiece usted por no tomárselo totalmente en serio, esto es literatura. Pero yo creo que, como siempre, el sistema tolera un porcentaje discreto de incumplidores. Como pasa con el dinero negro, la inmigración y otros mecanismos. Que lo ilegal se convierte en mayoritario es algo que deteriora mucho a cualquier sociedad.
EliminarLos Grandes Almacenes son comercios privados. No les conviene que se les robe mucho y contratan a vigilantes, a los que pagan una miseria por hacer un trabajo bastante poco gratificante (excepto para alguien con alma de policía, que normalmente ya tiene un trabajo mejor en su sector)