Mi post anterior acababa con la
imagen de una mujer muy atractiva, la actriz Sally Hawkings. Hoy empezaremos
con otra. Tal vez una de las actrices de rostro más expresivo y sugerente
(siempre en mi opinión, ya saben que soy un poco raro en estas cosas), es la
actriz francesa Charlotte Gainsbourg, hija de la bella Jane Birkin y su marido
el músico Serge Gainsbourg. Esta pareja se hizo famosa en España a finales de
los sesenta con el tema Je t’aime, moi
non plus, que tanto nos ponía en las discoteques
de la época. Charlotte, que físicamente se parece más a su padre, es una actriz
superlativa con una sólida carrera; les recomiendo especialmente Samba (2014), en donde se descubre como
actriz de comedia.
Hoy quiero que vean una escena de
la película Ils se marièrent et euren
beaucoup d’enfants (2004) que, si se hubiera estrenado en España, se
llamaría seguramente Y fueron felices y
comieron perdices. Gabrielle, el personaje que interpreta Gainsbourg, es
una esposa que tiene la intuición de que su marido la engaña, lo que le induce
un nivel importante de ansiedad y angustia. En ese contexto se acerca a una
tienda de discos y se pone a escuchar música con auriculares. Entonces aparece el
apuesto Johnny Depp, que hace lo que se llama un cameo en la película. No queda claro si es una escena real o
soñada, incógnita que se resolverá al final del film. Pero el despliegue de
gestualidad que intercambian ambos es impagable. De la música hablaremos
después. Pinchen AQUÍ
y disfruten.
La canción que acaban de escuchar
se llama Creep y es uno de los éxitos
más sonados del grupo británico de rock Radiohead, ahora un tanto venido a
menos. El adjetivo creep alude a la
gente que se siente absolutamente en el lugar equivocado, como el proverbial
pulpo en un garaje. Podríamos traducirla como raro, extravagante, excéntrico,
colgado, friki. Letra y música de la canción expresan bastante bien los
problemas existenciales y de identidad que sufren algunas personas,
especialmente los adolescentes, y que les llegan a angustiar bastante. Por eso
le interesa a Gabrielle. Aquí tienen una parte de esa letra con su traducción
You float like a
feather Tú
flotas como una pluma
In a beautiful world En
un mundo hermoso
And I wish I was
special Y
yo desearía ser especial
‘Cause you’re so
fucking special Porque
tú eres tan jodidamente especial
But I’m a creep Pero
yo soy un colgado
I’m a weirdo Un
bicho raro
What the hell I’m doing
here? Qué
coño estoy haciendo aquí
I don’t belong here Yo no pertenezco a esto.
No me digan que no han sentido
nunca una sensación similar en determinados lugares. Esta Semana Santa he
vivido una escena en la que me he sentido un auténtico creep. Como saben, decidí quedarme en Madrid y pasar de otros
planes. Simplemente dejar fluir el tiempo.
Let’s flow. Terminar de ponerme al día con la serie Fariña, listo para
seguirla a partir del miércoles que viene en Antena 3. Avanzar en la lectura de
Mundo Extraño, de José Ovejero, que
analizaremos con el autor en la próxima sesión de Billar de Letras, el 3 de
abril (por cierto, a José Ovejero le conocí en una sesión similar en Bruselas,
que quedó reseñada en el blog, con motivo de una de mis visitas a la capital de
Europa). Madrid es perfecto en Semana Santa, como en agosto. Sólo hay una pega:
que muchos bares, tiendas y negocios están cerrados.
El martes, por ejemplo intenté
quedar con mi hijo Kike en las Bodegas Rosell para comer, pero estaba cerrado.
Acabamos en un restaurante peruano en la calle Téllez, en donde me obsequié con
un anticucho, plato confeccionado con
finos filetes de corazón de vaca o de buey, cocinados con una salsa muy
especiada. Ayer, Viernes Santo, dediqué la mañana a visitar Madrid Río con un
grupo de jóvenes colombianas de visita en Madrid, a las que había prometido
hacer de cicerone a petición de una amiga común. Las tuve embelesadas más de
tres horas y al final me invitaron a comer en la Cantina del Matadero, donde nos
zampamos un guiso intercultural de carrillada desmigada y cocinada en una salsa
de fuertes acentos aztecas.
Este es el mundo cosmopolita en
el que tanto me gusta vivir y en el que un ciudadano del mundo como yo puede
dar rienda a su curiosidad y ganas de aprender sin que nadie le presione con
murgas identitarias. Aquí nadie me obliga a proclamar que me gusta el chotis, o
la muñeira, o la sardana. Aquí se permite que cada uno se exprese como le venga
en gana. En el Retiro, todos los sábados se reúne un grupo de catalanes que
organizan unas sardanas muy concurridas, sin que nadie les abuchee ni les tire
tomates. Un poco más allá, otra peña hace tai
chi. También hay espacio para celebraciones más casposas, como desfiles
militares, o procesiones. Creo que nunca había asistido a una procesión en
Madrid. Hasta el otro día. Y les puedo jurar que me sentí completamente creep. Se lo cuento.
Era miércoles santo a media tarde
y había subido a la sede de Apple en la Puerta del Sol. Resulta que tengo un
Ipad, cuya funda imantada está realmente hecha una porquería con la tela medio
arrancada y deshilachada. La típica tarea pendiente que se hace en semanas como esta. Pensé que tal vez encontrara una funda nueva. Pretensión vana: el
modelo que yo tengo ya no se fabrica, me dijeron que me comprara uno más
actual. No pienso hacerlo, recurriré a los chinos y, si no encuentro una funda
que me sirva, continuaré sin funda. En la Puerta del Sol suele haber diversos
saraos, como mariachis mejicanos, magos, grupos tocando carnavalitos andinos,
cuadrillas de breakdancers. Y,
siempre, una partida patética; un grupo de unos quince ancianos que caminan en
círculo tras una bandera republicana, recitando una y otra vez un mantra, dirigidos por un abuelo con megáfono. Repite el vocero: LOS
CRÍMENES DEL FRANQUISMO y todos los catecúmenos corean: NO-PRES-CRIBEN. Así un día y otro.
Pero esa tarde no había nada de
eso. Esa tarde la plaza estaba abarrotada por un personal bastante homogéneo,
compuesto sobre todo por señoras emperifolladas como si fueran de boda,
familias con los nietos también vestidos de domingo, media de edad muy alta y
una expectación indisimulada sobrevolando el gentío. A mi lado, una señora se
tropezó y tuve la suerte de sujetarla al vuelo, cuando ya se precipitaba contra
el suelo. Era una mujer regordeta, miope, de aire maternal. Me miró con
agradecimiento desde detrás de los culos de vaso que usaba por lentes. Iba bien
maqueada, con un abrigo gris cruzado de cuello de piel, pañuelo violeta y una
permanente de peluquería, con mechas claras discretas. A ojo de buen cubero, le
calculé unos setenta y tantos. Hacía muecas de dolor, se había torcido un poco
el tobillo, dijo. Le pregunté si quería que la acompañara a una casa de socorro
o algo así y, con un gesto como el de una paloma que recompone el plumaje
porque tiene frío, dijo con orgullo: –Gracias, caballero, pero no es nada
serio. Yo he salido a ver la procesión y la voy a ver de todas-todas.
–¿Así que hay una procesión?
–pregunté ingenuamente. Me miró como si fuera una especie de extraterrestre y
enfatizó: –¡La hermandad del Cristo de los Gitanos! Le agradecí el dato y, de
corrido, me propuso que la ayudara a acercarse a la primera fila, que es lo que
estaba intentando cuando se había tropezado. Asentí, se colgó de mi brazo y
empezamos a infiltrarnos en la masa, diciendo cosas como a ver un momentito, dejen
paso a esta señora que se ha lastimado, etc. No nos costó demasiado acceder
a un espacio libre lineal, que se abría en el centro de la Puerta del Sol. Y allí estuvimos un buen rato esperando. La
señora cotorreaba todo el rato con datos que no me interesaban demasiado. Me
habló de su familia, de que estaba jubilada, que no le iba mal en la vida,
bienestar que atribuía a la intercesión del Cristo, al que era muy devota. Iba a identificarme como no creyente, pero pensé que para qué.
Por el espacio libre circulaban
arriba y abajo policías municipales, voluntarios con chaleco amarillo, tipos
con transmisores de radio, un gordo que no se podía ni abrochar el chaleco
dirigiendo el cotarro. La espera fue interminable y no crean que no me entraron
ganas de largarme, pero me sentía vagamente obligado a no dejar sola a aquella
señora tan correcta y confiada. Además iba muy perfumada con un aroma agradable
(si hay algo que no soporto es a los viejos que huelen mal). Por fin vimos venir
el cortejo. Un par de motos de los municipales confirmando la anchura del
espacio, una doble hilera de nazarenos con capirotes morados y grandes velones prendidos. Detrás, el
Cristo, en mi opinión sin demasiado valor artístico. Tras él, una banda musical
con uniformes entre macero y guardia civil del XVIII, arrancándose con un
pasodoble bizarro y retrechero. Llevaban el paso a hombros y lo bailaban al son
del pasodoble.
Dudo que haya un espectáculo más
aburrido. Cada poco la comitiva se para y hay que esperar a que se ponga otra
vez en marcha. Las cuadrillas de nazarenos están comandadas por un tipo vestido
de la misma guisa, que todo el rato camina arriba y abajo, controlando cada detalle. Me acordé de un viejo chiste de mi infancia. En un momento dado, el comandante
de los nazarenos descubre que uno de los cofrades lleva un lacito naranja en la
punta del capirote y lo aborda escandalizado: –¡¡Hermano!! ¡¡Que lleva usted un
lacito naranja!! –Claro que sí, señor –responde el otro impertérrito–, es que
esta procesión dura toda la noche, luego viene mi mujer a traerme la cena y el
año pasado se la dio al de detrás. Ese era el chiste. El personal aplaude
determinadas músicas, la forma en que los costaleros levantan el catafalco
después de cada parada, el baile de la imagen. Detrás del paso van una
serie de personajes de paisano, uno de ellos, muy serio, llevando al hombro una
escalera portátil de aluminio. Le pregunto a la señora si sabe para qué es y me
dice que ni idea.
A continuación otra doble hilera
interminable de nazarenos. En medio, monaguillos y monaguillas, todos
sonrientes y sonrientas, unos esparciendo incienso, otros portando estandartes
que, más que plateados, parecen forrados con envoltorios del chocolate. Hay
algunos tipos con aire de fuerzas vivas franquistas y, en medio de ellos, el
señor Pedro Corral, concejal del PP, que lo fuera de Cultura en tiempos de Ana
Botella, periodista ocasional del ABC. Menos mal que no me ha reconocido,
menudo papelón. Le pregunto a la señora si falta mucho y vuelve a enfatizar:
–¡Hombre! ¡Falta la Virgen! Claro. No sé cómo he podido dudarlo. Al final,
aparece por el fondo, la imagen de blanco sobre una pirámide de velas de
tamaños menguantes. Muy vistosa en plena anochecida. Detrás otra banda, ésta
vestida de civil y la ambulancia del SAMUR cerrando el cortejo con todas las
luces al viento, pero sin sonido.
Le pregunté a la señora si vivía muy lejos. Me dijo que en Amor de Dios. Me quedaba de camino y ofrecí acompañarla. Aceptó al instante. Se cogió otra vez de mi brazo y caminamos cruzando la plaza de Santa Ana con sus terrazas repletas de gente. Cojeaba ligeramente y no cesaba de hablar, pero no voy a reproducir aquí lo que me contó. Las personas confiadas son mi debilidad. Yo podría haber sido un estafador de esos que se aprovechan de las personas mayores para desvalijarlas, pero por alguna razón aquella señora había visto algo en mi cara que le había hecho confiar en mí. Era de noche cuando llegamos a su portal. Con naturalidad me dijo que había hecho torrijas y que si quería podía invitarme a una, con una copita de Terry. Hice el gesto de que no, de ninguna manera, y enseguida añadió que, por supuesto, sin compromiso de ningún tipo. Entonces, con mi sonrisa más encantadora, le dije que en otra ocasión. Le di la mano y nos deseamos buenas noches. Caía ya un viento helado cuando tomé la calle Atocha en dirección a mi casa.
Le pregunté a la señora si vivía muy lejos. Me dijo que en Amor de Dios. Me quedaba de camino y ofrecí acompañarla. Aceptó al instante. Se cogió otra vez de mi brazo y caminamos cruzando la plaza de Santa Ana con sus terrazas repletas de gente. Cojeaba ligeramente y no cesaba de hablar, pero no voy a reproducir aquí lo que me contó. Las personas confiadas son mi debilidad. Yo podría haber sido un estafador de esos que se aprovechan de las personas mayores para desvalijarlas, pero por alguna razón aquella señora había visto algo en mi cara que le había hecho confiar en mí. Era de noche cuando llegamos a su portal. Con naturalidad me dijo que había hecho torrijas y que si quería podía invitarme a una, con una copita de Terry. Hice el gesto de que no, de ninguna manera, y enseguida añadió que, por supuesto, sin compromiso de ningún tipo. Entonces, con mi sonrisa más encantadora, le dije que en otra ocasión. Le di la mano y nos deseamos buenas noches. Caía ya un viento helado cuando tomé la calle Atocha en dirección a mi casa.
Una reflexión apresurada.
Gabrielle tiene su encuentro casual con Johnny Depp y no se sabe si es una
ensoñación. Yo también sueño con encuentros casuales con mujeres como Sally
Hawkings o Charlotte Gainsbourg. Pero he de asumir que tengo la edad que tengo
y que los únicos episodios casuales con los que puedo soñar corresponden a
mujeres bastante más mayores. Aparte de que tampoco soy Johnny Depp. El encuentro con la señora de la procesión me dejó todo esto bien claro.
Tal vez esa noche se acostó con la duda de si había sido un encuentro real o
soñado. En la película Nosotros por la
noche (Our souls at night, 2017), una octogenaria Jane Fonda hace realidad sus ensoñaciones llamando una noche a
la puerta de su vecino, un no menos anciano Robert Redford. Lo que pasa después
no se lo voy a contar. Bastará decir que Jane Fonda está guapísima. Buenas
vacaciones.