Ahora resulta que el asunto de la
autoficción está en pleno debate en el mundo de los escritores, y yo que no
sabía nada. ¡Madre mía, el gremio de los escritores! Se lo juro, estos son peor
que los arquitectos, que ya es decir. Yo llevo más de cinco años practicando
esta forma de autoficción que es el blog Reflexiones
a la carrera, una tarea que asumo con naturalidad, simplemente escribiendo
lo que me viene a la mente. Yo escribo, le doy una vuelta para mejorar la
redacción y corregir erratas y lo cuelgo. No tenía ni puta idea de que a esto se
le llama autoficción. Para ser precisos, se le tacha de autoficción. Y hay todo un colectivo escandalizado con el
auge y la proliferación de la autoficción, parece que considerada como algo muy
pernicioso para la literatura.
¿No me creen? Pues AQUÍ
tienen todo un manifiesto contra la autoficción, firmado por el escritor vasco
Iban Zaldua. ¡OJO! no hace falta que se lo lean. Sólo les pido abrirlo para que
vean que no les engaño. Si quieren, pueden leer un poquito, la puntita nada
más, Don Juan, que soy doncella. Bueno, por supuesto, si les parece de interés,
léanlo hasta donde les dé la gana, pero luego no digan que se lo he
recomendado yo. A mí me parece un coñazo. Por resumir: lo que este señor viene a
decir (originalmente en euskera, se lo han traducido al castellano, lo cual ya
es una caracterización bastante precisa de que el tipo pertenece a un contexto muy
concreto), es que los escritores de éxito (éxito del que él no disfruta, supongo,
fuera del minúsculo universo de los lectores en euskera) que practican la
autoficción, nos están dando gato por liebre al presentar como novelas lo que no son sino
relatos idealizados sobre sí mismos.
Y digo yo: ¿qué malicia tiene la
cosa? En el fondo, eso es lo que hizo Dante con La Divina Comedia, o Vargas Llosa con La tía Julia y el escribidor, por poner dos ejemplos emblemáticos. Bien,
pues según Zaldua, el gran pecado de la autoficción es que se traiciona a la
vez el pacto autobiográfico y el pacto novelesco. Nada menos. El primero es una
especie de juramento de que se está contando lo que realmente pasó. El segundo,
el compromiso contrario: la garantía de que lo que se cuenta es ficción. Fíjense
ustedes, qué mentalidad más cuadriculada la de este señor. Aquí hay que ir a
blanco o negro. Con lo que me gusta a mí manejar toda la gama de grises. Miren por
dónde, a mí lo que me chifla es extender sobre mis textos una nebulosa que
impida saber al lector hasta dónde llega lo verdadero y dónde empieza lo
inventado.
Hay un aspecto muy interesante
aquí, que un tipo tan limitado como Zaldua ni siquiera esboza. Porque cualquiera
que dedique al tema unos segundos de reflexión honesta, llegará a la conclusión de que la
memoria es una cualidad muy mentirosa, que todos tendemos a estilizar nuestros
recuerdos de forma que quedemos siempre como los más listos o los más valientes. Unos héroes. ¿Quién de ustedes,
queridos lectores, no ha manipulado nunca una historia, ocultando un matiz que le dejaría en un papel menor
o menos lucido en alguna de las historias sobre sí mismo con las que obsequia a
sus amigos? Y, una vez escamoteada esa circunstancia, no me digan que, a fuerza
de repetir la historia, no se han llegado a creer su propia versión mentirosa, olvidando
la verdadera. ¿Cuál es, entonces, la verdad, esa verdad inmaculada que nos
libraría del juicio negativo de los Zalduas de turno?
Otro riesgo gravísimo según este
señor: el de que la vida del escritor se literaturice. Es decir, que el tipo
viva todo el día en busca de experiencias o escenas que puedan ser contadas.
Con lo cual, no vive, sólo está pendiente de hacer cosas llamativas u
originales, para escribirlas enseguida. En eso tiene razón, es un riesgo
cierto, pero no sólo para el que escribe. En el mundo actual, abducido por los
avances técnicos, mucha gente se pasa el día haciéndose selfies para colgarlos
en Facebook o en Instagram. Y esa obsesión les lleva a no disfrutar de la vida
directamente. Sólo disfrutan del placer vicario de difundir lo que acaban de hacer. Algunos hasta se matan por subirse a lugares peligrosos para
hacerse el maldito selfie. No es mi caso. ¿Alguien con dos dedos de frente
puede pensar que yo el otro día monté el número de salir de madrugada meándome
vivo a buscar una farmacia de guardia donde adquirir un botecito para la orina,
sólo para tener algo que contar en mi último post?
Les voy a revelar un secreto. Esa
historia del bote de orina es rigurosamente cierta. Incluso le falta un matiz,
que me callé porque no quería exagerar el tono mísero y un poco sórdido del asunto,
y que ahora les cuento. Resulta que yo necesito gafas de lejos, como saben,
gafas que no uso dentro de casa. Resulta que me sucede a menudo que salgo de mi
casa y sólo al llegar a la calle me doy cuenta de que no me las he puesto y no
veo nada. Entonces suelo volver a por ellas: portal, ascensor, abrir cerraduras, buscar
las gafas y vuelta a empezar. Ese día, tenía tanto apuro y me estaba meando en
tal grado, que decidí seguir adelante. Y les puedo jurar que salir a la calle
en Madrid, de noche, con un frío de la leche, con 66 años, en ayunas, sin haber
meado en doce horas y sin ver un burro a dos pasos, es una experiencia bastante
acongojante. ¿Por qué me callé lo de las gafas? Pues por suavizar el contexto.
Porque no me gusta dar pena.
Pero, a lo que íbamos, lo que yo hago
es una forma de literatura, en la que relato historias verosímiles (fundamental) al borde de lo increíble y basadas en
cosas que me pasan, pero con libertad total para insertar pasajes o matices
falsos. A veces una historia se entiende mejor si se exageran un poco las
tonalidades, si se subrayan o se cargan las tintas, como hacen los pintores expresionistas. Y, no es por presumir, pero mi
vida ya era literatura antes de empezar a hacer este blog y así lo pueden
comprobar en los textos en los que cuento anécdotas antiguas. Yo tengo una cierta
propensión a caer en escenarios surrealistas, además de una innegable debilidad
por ciertos frikis, que se me pegan como si tuviera imán, algo sabido y siempre
celebrado en mi grupo senderista. En cuanto aparece en nuestro camino un tipo
de aspecto estrambótico o enloquecido, todos saben que antes o después
confraternizaré con él. Esto se debe a que soy un observador de las conductas y
rutinas del ser humano, y a que muestro una actitud de tolerancia y curiosidad
innata. Luego me limito a narrar lo observado.
En fin. No merecería la pena
perder mucho más tiempo con lo que dice este señor. Para mí, la literatura es en
primer lugar contar algo que resulte atractivo a un tercero, el lector. Lo que
yo escribo pretende explorar ese terreno. Hacer algo bonito, divertido o
interesante. O las tres cosas a la vez. Que el lector empiece por el primer
renglón y ya no lo pueda dejar hasta la última frase. Me da igual que alguien
piense que estoy traicionando no sé qué pactos. Mi único pacto con el lector es
el de poner a su alcance algo que le enganche, que le interese, de lo que pueda
sacar datos o informaciones que no tenía, y que en algún momento de la lectura le
provoque la carcajada, o al menos el esbozo de una sonrisa.
Pero ya este sujeto me ha tocado
los cataplines, me ha pisado el callo que más me duele y tengo que defenderme
(y no hay mejor defensa que un buen ataque). Es que encima, escribiendo sobre alguien
que ha perpetrado un artículo aburrido y coñazo, estoy trasladando esa cualidad
a mi propia escritura. ¿Quién cojones es este señor Zaldua, que se permite
descalificar lo que yo llevo haciendo cinco años? Pues se lo voy a decir. Para
empezar, es un tipo que ha alterado los acentos y la ortografía de su propio
nombre. Me juego algo a que fue bautizado (no hay ateos en el País Vasco) como
Iván Zaldúa. Pero ahora se llama Iban Zaldua. Ni si quiera es consciente de que
se ha puesto un nombre de código de identificación bancaria.
Este es un primer dato muy
significativo. Es la marca de los que hacen gala de sus señas culturales
identitarias. Por eso el encarcelado y presunto sedicioso Jordi Sánchez ya no se
llama Sánchez, sino Sànchez. Perdonen, con mucho esfuerzo había logrado mantener mi
blog como Espacio libre de Humos y Tontunas Catalonias, pero es difícil. Lo que
ha pasado en Cataluña puede suceder en cualquier sitio y hay que estar vigilantes. Hasta en mi querida
Asturias están ahora debatiendo la idea de hacer co-oficial el bable, algo que
tendría un coste que los propios promotores de la idea han evaluado en 20 millones de
euros anuales. ¡Anda que no tiene Asturias sectores más necesitados de ese
dinero! Cuando estuve por allí en octubre ya pude captar síntomas de esa tendencia. Prácticamente
todas las señales de carretera que indicaban el camino de Oviedo, habían sido chapuceramente
tachadas con spray, para escribir encima, de cualquier manera: Uvieu. Sin comentarios.
En segundo lugar, el señor Iván o
Iban, resulta que escribe en euskera. El artículo que comentamos está escrito en esa lengua y traducido
por alguien para que pueda aparecer en el diario digital Público. Por si no lo
han entendido: este señor podría haber escrito su artículo en español (puesto
que lo maneja tan bien como usted y como yo), pero lo ha escrito en euskera por
la misma razón por la que se ha puesto nombre de código bancario. Y luego ha
habido que pagar a alguien que lo traduzca al español, para que pueda
difundirse p'allá p'atrás de la montaña, pues.
Todo eso, para mí, remite a un
mundo pequeñito, al que respeto, en la medida de lo razonable, pero no más allá.
Un mundo que lleva aparejadas subvenciones, ayudas y recursos
públicos para mantener artificialmente viva una lengua que no tiene más
recorrido que el que se comprime entre esas maravillosas montañas que rodean el
País Vasco. En mi reciente viaje a La Coruña, les juro que apenas escuché
hablar gallego por las calles. Es cierto que La Coruña no es como el resto de
Galicia, pero este dato demuestra que, donde no se decreta una inmersión
lingüística radical, las lenguas minoritarias se van perdiendo, algo que, para
mí, no es ninguna tragedia, también se perdieron el latín, el sánscrito y el
arameo.
La última de las críticas que se
hacen a la autoficción es que al parecer, en los últimos tiempos, todo el mundo literario se dedica a
ella con fruición (y con éxito de ventas, al parecer). Y a mí qué cojones me importa, yo
hago lo que me apetece y me importa una mierda que ciertos críticos literarios
no encuentren dónde encasillarme. Yo no hago ni ficción ni autobiografía. Esta
es una tribuna en la que se practica una autoficción sana, con las cartas sobre
la mesa, sin engañar a nadie (yo no me renombro Hemilio Mártinez Bidal). Y tampoco saco de esto un solo euro de beneficio. Mi
objetivo es divertirme yo y divertir a un número creciente de lectores. Y me parece una forma innovadora de practicar la literatura, comunicándome directamente con
el lector y eliminando todo el complejo proceso industrial que conlleva la
producción de un libro: yo escribo, ustedes me leen y todos nos lo pasamos de
puta madre, que diría Zidane.
En fin. Tal vez deba disculparme.
Tengamos la fiesta en paz. Iban Zaldua es alguien que vive de escribir y, sólo
por eso, se merece todos los respetos. Mi ataque contra él no es nada personal.
En el improbable caso de que estas palabras llegaran a sus oídos o a sus ojos y
le molestaran (lógicamente), le pido disculpas de todo corazón. Mi ataque es
genérico, ya saben que soy un antinacionalista furibundo y convencido, todo lo
que huela a nacionalismo identitario me produce alergia. No lo puedo evitar.
Estas cosas me sacan de quicio.
Como ya he proclamdo a los cuatro
vientos, mi única patria es el rock and roll. Así que les dejaré, como de
costumbre, un regalito. Esta vez es un clásico del grupo americano de Georgia
REM: Loosing my religión. Una canción
muy conocida. Por si no lo saben, esa expresión no significa que alguien esté
perdiendo su fe religiosa, sino que está hasta los huevos, al borde de la
desesperación, perdiendo sus últimos asideros a la realidad, esos que nos
protegen de caer en el abismo de la locura. Una expresión autóctona, que se usa en los
estados sureños y que el vídeo subraya de forma explícita. La locura está
frecuentemente relacionada con la soledad, pero de esto ya hablaremos en un
próximo post. Para ver el vídeo han de pinchar AQUÍ. Buen finde y disculpen la sequía bloguera. El Reinventing Cities
me tiene absorbido y no me queda mucho tiempo libre. La autoficción es lo que tiene, que uno corre el riesgo de caer en su propia trampa.
Creo que tiene razón. Esto más que un post es un desahogo. Usted le hace una crítica más precisa llamándole graciosillo. Espero mantenerme a la altura de ese pacto ambiguo. Y le diré que respeto las culturas periféricas, me parecen generalmente algo muy interesante. No así los políticos periféricos.
ResponderEliminarJe suis desolé. Yo contestaba a un comentario que ha desaparecido. Imagino que el autor lo ha eliminado (no tenía noticia de que eso pudiera hacerse). El autor, anónimo, me regañaba, con razón, por ser demasiado duro con un Zaldua al que caracterizaba como simple graciosillo. Me decía que entre el pacto autobiográfico y el de ficción, existe la posibilidad del llamado pacto ambiguo, del que yo hablaba en el post anterior. Y terminaba diciéndome que mi antinacionalismo es excesivo y que las culturas periféricas son algo valioso.
EliminarDesconozco por qué lo ha borrado, es la primera vez que me pasa en cinco años: que alguien elimine un comentario después de haberle contestado. Y encima dándole la razón de forma sincera.