El pasado jueves asistí en el
FNAC de Callao a una charla con el escritor ruso Yury Buida, del que ya se ha
hablado en este blog, uno de los autores punteros de la literatura rusa actual,
galardonado con el premio Apollon Grigóriev, el más prestigioso de las letras rusas, y algunos otros
internacionales, del cual he leído dos novelas fascinantes: El tren Cero (1997)
y Helada sangre azul (2011), ambas traducidas al español por Yulia
Dobrovolskaya y editadas por Automática Editorial, la empresa que, de forma
esforzada y casi heroica, dirige mi amigo Darío Ochoa. Tanto Darío como Yulia
estaban en el acto, la segunda en calidad de traductora sucesiva, porque
nuestro hombre no habla ni palabra de otro idioma que no sea su ruso cerrado. La
verdad es que asistíamos al acto no más de 25 personas, la mitad rusos
convocados por la embajada y el resto amigos del club Billar de Letras,
capitaneados por Ronaldo Menéndez, que ejercía de entrevistador.
Yury se sentó en el centro, con
Yulia a un costado y Ronaldo al otro, cada uno con un micrófono. Pero desde los primeros compases Yury se hizo
con el escenario, desde su figura enorme y su voz poderosa e hipnótica, eclipsando
totalmente a sus compañeros que parecían quedar en sombra al lado de este
gigante. El acto duró hora y media y a Ronaldo apenas le quedó margen para
plantearle al escritor tres preguntas. Cada una de ellas desencadenaba una
cascada de reflexiones sucesivas, que Yulia se esforzaba en traducir como
podía. Las cuestiones puramente literarias fueron súper interesantes, pero en
este post quiero centrarme en la larga disertación a la que dio pie la primera
pregunta de Ronaldo, que quiso saber cómo se desenvolvía en la gran ciudad de Moscú,
donde ahora vive, una persona de un pueblo pequeño como él. Esa pregunta le
sirvió para contar sus orígenes y desvelar una historia con la que yo me siento
muy identificado.
Yury Buida nació en el pequeño
pueblo de Znamensk, en el oblast de
Kaliningrado. No sé si ustedes son tan forofos como yo de la geografía, pero,
si lo son, seguro que ya habrán advertido que la gran Rusia tiene un territorio
escindido de su superficie principal, un enclave con salida al mar Báltico,
encapsulado entre Lituania y Polonia y a más de 300 kilómetros del resto de los
dominios del señor Putin. Ese es el oblast de Kaliningrado, unos 15.000 kilómetros cuadrados, más o menos el doble de la Comunidad de Madrid y del cual les pongo
una imagen para que sepan de qué hablo.
Kaliningrado es territorio ruso desde el
final de la Segunda Guerra Mundial, cuando fue conquistado y arrasado por las
tropas soviéticas. Antes tenía otro nombre. Antes era la Pomerania oriental y
pertenecía a Alemania. Los pomeranios, un pueblo eslavo, nunca han tenido un
estado propio, siempre han estado bajo el dominio de pueblos vecinos más
poderosos: la antigua Prusia, Suecia o Rusia. En este momento, la mayor parte
de su territorio histórico (la Pomerania occidental) forma parte del estado de
Polonia. Y es allí donde viven los descendientes de este pueblo ignoto. Porque
en Kaliningrado no queda ni uno, como veremos. En cuanto a la capital del oblast,
también por nombre Kaliningrado, no es otra que la vieja ciudad prusiana de Königsberg.
Cuando los soviéticos se hicieron
con el enclave a sangre y fuego, procedieron a efectuar un minucioso proceso de
limpieza étnica, lo mismo que hicieron en Letonia. Toda la población alemana o
de origen alemán fue deportada a tierras del derrotado Reich hitleriano y se
procedió a repoblar el territorio con gentes de Bielorrusia, Ukrania, Kazajstán
y la propia Rusia. Gentes a las que se ofrecían incentivos laborales y que
fueron los encargados de reconstruir los pueblos y ciudades devastadas. En este
contexto se inscribe la historia personal que nos contó Yury Buida y que no
creo que puedan encontrar en ninguna búsqueda de Google.
Al parecer, los padres de Yury
eran una pareja de abogados de la ciudad rusa de Saratov, un importante puerto
fluvial del glorioso Volga. Siguiendo con mi afición a la geografía, les diré
que el majestuoso río que atraviesa Moscú, termina, después de recorrer gran
parte de la estepa rusa, en las aguas del Mar Caspio. Si remontamos río arriba desde este lago gigante, encontraremos sucesivamente unas cuantas ciudades portuarias de
buen tamaño y cuajadas de historia. La primera de ellas, Astrakhan, famosa por
la elaboración de pieles y abrigos de lujo (y originaria de la palabra astracanada que, contra lo que piensan
algunos, no fue inventada en Cataluña). La segunda gran ciudad que nos
encontramos es Volgogrado. ¿Cómo? ¿Qué no les suena? Tal vez la recuerden más por
su denominación durante el período soviético: Stalingrado. Y la
tercera es Saratov, (900.000 habitantes).
En los tiempos duros de la
primera postguerra, al padre de Yury lo enviaron al Gulag. No nos contó por
qué, pero en esos tiempos bastaba una frase, una mirada o una falta de
entusiasmo patriótico, para que te enviaran a Siberia. Y sucedió que la madre
de Yury perdió su empleo en un bufete y se quedó sin derecho a poder trabajar, excepto de fregona, por el mero
hecho de ser la esposa de un represaliado. Esta señora, mujer culta y con
contactos por toda Rusia, logró conectar con una amiga que había emigrado a
Kaliningrado. Y la amiga le escribió diciendo que allí se estaba bien, que
había trabajo y que nada le iba a impedir ejercer como abogada. Así que se
fue. Por entonces quedaban en la zona unos 100.000 alemanes que todavía no habían podido trasladarse, pero les quedaban dos telediarios. En marzo de 1953, muere Stalin. Y, poco después, los represaliados por delitos menores o de opinión, empiezan a regresar del Gulag. El
padre de Yury tiene la idea inicial de buscar trabajo en su tierra y repatriar
a su esposa, pero encuentra muchísimas dificultades. Así que se va también a
Kaliningrado.
Y, recién reunida la familia, tienen a su primer hijo, que nació en 1954 y hoy es este hombre
de físico poderoso y verbo convincente. Desde muy niño, Yury descubre que en su
tierra natal sucede algo raro. La gente no tiene pasado. Las historias de todos los vecinos empiezan el
día en que llegaron a la tierra prometida; antes no hay nada, o no se habla de
ello. Algún día me animaré a contar algo de mi historia familiar, porque yo nací en Galicia y crecí con una sensación similar, dado que mis padres
se habían visto obligados a dejar su tierra y trasladarse allí por motivos muy
parecidos y, en mi casa, tampoco había pasado y, si lo había, no se hablaba de
él. Pero volvamos a Kaliningrado. Según Yury, como la gente no tenía pasado, lo que hacía era inventarse uno a su medida, a base de fantasear. Es decir, que allí todos eran
escritores. Según admitió Yury con modestia, su único mérito es haber llegado a
publicar, porque él se limitó a hacer lo que todos hacían en su tierra.
Y un detalle muy curioso. Como la
región de Kaliningrado se reconstruye bajo los rígidos presupuestos ideológicos de la
Rusia de Stalin, pues resulta que no había iglesias. La gente conservaba su fe de
manera clandestina sin que las autoridades les dieran mucho la murga por ello,
pero no había iglesias. Ni ortodoxas, ni católicas, ni sinagogas ni nada. Las
primeras iglesias de la zona no se construirán hasta la llegada al poder de
Gorbachov, hace cuatro días como quien dice, en lo que los lugareños llaman irónicamente “la
segunda cristianización de Rusia”. Estas y otras muchas cosas interesantes nos
contó Yury Buida de su infancia en lugar tan singular. En su pueblo había
una torre de agua a cuya terraza se podía subir libremente y desde donde se
divisaba el pueblo entero. Allí, de niño, Yury decidió que tenía que escribir sobre todo aquello, para que no cayera en el olvido. Al final hablé un rato con él y compartimos brevemente nuestras peripecias hermanas, con ayuda de la
paciente Yulia Dobrovolskaya. Y me firmó sus dos libros, que llevaba para la
ocasión. Lo que pasa es que me escribió sus dedicatorias en ruso, con su letra nerviosa, y es
difícil saber lo que pone. Abajo la foto que nos hicimos, con
Ronaldo y un par de chicas de Billar de Letras. Por cierto, mi nombre en ruso es: Емилио Мартинес Ѵидал.
Esa noche dormí inquieto. El tema
de la ausencia de pasado y la necesidad de inventarse uno imaginario, conecta
directamente con la angustia que sufren los replicantes de la película Blade
Runner (Ridley Scott, 1982), cuya secuela se puede ver en el cine estos días. Supongo
que conocen la historia. Los Ángeles, 2019 (un año que parecía entonces muy lejano). La
Humanidad ha conseguido construir unos robots tan perfectos que son una réplica
idéntica del ser humano (por eso el nombre de replicantes) y es imposible
distinguirlos de nosotros. Tienen sentimientos, miedos, aprehensiones y todas
las emociones del catálogo humano. Y también tienen recuerdos de una infancia y
una adolescencia dorada. Pero en realidad, estos recuerdos no son reales: se trata de implantes de memoria.
Y los más listos de entre estos
robots empiezan a sospechar que su memoria es un fraude, que en realidad son
máquinas y que encima tienen una fecha de caducidad o de obsolescencia programada.
Y se rebelan contra eso. Los más radicales pasan a la clandestinidad. Y es entonces cuando se crea el
cuerpo de blade runners, una policía especializada en descubrir y retirar
(asesinar, digamos) a estos replicantes sediciosos. Yo entré en el Ayuntamiento
en octubre de 1982, como ya se ha contado, y poco después vi la película en el
cine Avenida, de la Gran Vía. Y me quedé tan alucinado que, al día siguiente, hablé apasionadamente de ella con todos los de la oficina. Mis colegas, todos más veteranos, me escuchaban con una
cierta condescendencia y me decían: bueno, ya iremos a ver la película. Y yo
les insistía: no, no, tenéis que ir ya, esta tarde, no la dejéis para mañana.
Algunos me hicieron caso y nadie
se vio defraudado. Una compañera de entonces me confesó que había ido aquella
misma tarde y había arrastrado a su marido que no entendía nada. Pero ¿quién te
la ha recomendado? ¿Un pipiolo que lleva dos días entre vosotros y que no
sabéis ni qué gustos tiene? ¿Y dices que tenemos que verla hoy mismo? ¿No podemos ir mañana? Tengo que decir
que, antes de que la quitaran del cine Avenida, fui a verla por segunda vez, para poder
disfrutar de los detalles, porque en mi primera visión había estado en la
butaca con tal nivel de tensión que se me habían escapado muchos matices. Luego la he vuelto a ver
incontables veces. La tengo en vídeo y me la pongo en las noches en que
necesito descansar la mente del ajetreo y la incertidumbre del devenir cotidiano (aunque es una
película para disfrutarla en pantalla grande y con sonido atronador). Y es un hecho
contrastado que la película fue un fracaso de taquilla, que nadie la entendía
entonces.
Durante años me he sentido como
alguien especial, o con una sensibilidad singular, por el hecho de haber
captado antes que nadie la grandeza de este film inolvidable. Tras escuchar a
Yury Buida la otra noche y confrontar con él mi propio pasado, creo que la
explicación es otra. Así que esa misma noche decidí acudir al estreno de Blade Runner
2049, al día siguiente, viernes. Necesitaba verla en pantalla grande y en versión
original con subtítulos. El problema es que, con el cierre de los cines Ideal al lado de mi casa, lo que yo quería sólo era posible en el complejo Kinépolis de la Ciudad de la Imagen, en el camino a Boadilla del Monte. Así que cogí el coche y me fui para allá. Desde que regresé a vivir en el centro de Madrid, no había vuelto a ese horrible lugar impersonal, dedicado al ocio colectivo en medio del secarral castellano. Bastará decir que los replicantes que vi esa tarde no estaban en la pantalla, sino en la sala y en el vestíbulo.
En cuanto a las impresiones que me ha dejado esta secuela, las vamos a dejar para otro día, que no quiero hacerles un spoiler, como dicen ahora. Sólo una recomendación: quien no haya visto la primera, es mejor que no vaya a ver la segunda. No va a entender nada. Sean buenos. Y cuídense de los replicantes catalonios.
En cuanto a las impresiones que me ha dejado esta secuela, las vamos a dejar para otro día, que no quiero hacerles un spoiler, como dicen ahora. Sólo una recomendación: quien no haya visto la primera, es mejor que no vaya a ver la segunda. No va a entender nada. Sean buenos. Y cuídense de los replicantes catalonios.
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