Pues sí, lo que pasa es que,
después de la barrabasada de las Ramblas, algo tengo que decir para no parecer
un desalmado. Por supuesto que me horrorizo y me solidarizo y todo eso, es tan
obvio que no hace falta que lo diga. Mi reflexión: lo que estos fanáticos
atacan es el concepto mismo de la ciudad, su esencia como lugar de tolerancia, de mezcla
de culturas, de riqueza de vida. Eso es lo que más odian estos personajes (aunque
también pasean por los lugares céntricos, yo los veo todos los días con sus
mujeres dos pasos atrás cubiertas con el velo preceptivo). Por eso atacan
discotecas, verbenas como la de Niza, calles comerciales como la Drottninggatan
de Estocolmo, mercadillos navideños como el de Berlín, ejes de actividad urbana
como las Ramblas. Si les diera por actuar en Galicia pondrían bombas en una
pulpada. Esta vez la cosa ha sido más cerca, pero no muy distinta de las
anteriores ni menos esperada. Frente a ello, no queda otra que
acostumbrarnos a convivir con el miedo, como ya hacemos. Porque yo no concibo
otro modo de vida que el que llevo. Soy un urbanita y no pienso renunciar a ir
a las Bodegas Rosell a tomarme el vermú, aunque me arriesgue a que en la plaza de Atocha me atropelle
un mohamed con una furgoneta robada.
Un lector se admira de cómo
puedo salir por la noche en una ciudad desconocida y meterme solo en un garito
con dos tipos de negro en la puerta, por mucho rock and roll que se escuche
dentro. Pues porque ese es mi medio. Todas las ciudades son la misma ciudad y
yo me he criado en los futbolines de La Coruña y sé por dónde puedo moverme. Si alguien
me dejara en medio del campo, me perdería o me agobiaría. Pero en la ciudad,
estoy en mi salsa. Así que seguiré el relato de mi reciente viaje a tres ciudades de la Costa
Oeste. Es mi obligación como blogger, aunque lo de Barcelona me haya afectado.
Además yo, cuando pillo vereda, no hay quien me aparte del linde. Por ejemplo,
ayer me tocaba correr, para mantener el entrenamiento iniciado. El termómetro
marcaba 36 grados cuando salí. Mi hijo Kike, que había quedado en acompañarme, al final dijo que hacía demasiado calor. Lo entiendo, pero yo tenía que
salir. Después de un año sin correr, la cuarta salida es muy pronto para
empezar a poner excusas.
Vuelvo pues a mi viaje. El sábado 29
de julio me desperté con una preocupación en la cabeza: tenía que sacar ya el
billete para el trayecto Vancouver-Seattle. Encendí el ordenador y me puse a
trastear en la cama gigante del Executive Vintage Park Hotel. Entré en la
página de Amtrak, tecleé día y hora de mi viaje y pulsé continuar.
Inmediatamente apareció un letrero en rojo: Completo. No quedaban plazas para el tren de ese día. Busqué alternativas. La propia página ofrecía algunas. Encontré una en
la que había un dibujo con un autobús. Seguí adelante y pasé a la pantalla de
pagar. Y allí me surgió un problema inesperado. Para cerrar la operación, el
BBVA me mandaba por SMS una clave que debía escribir en el recuadro
correspondiente. Pero me lo había mandado al móvil del trabajo, un aparato que, en
cuanto salgo de España, se muere. Es el número que tengo dado en el banco, al
parecer. Entré en la página del BBVA, pero no encontré la forma de cambiar el
dato.
Por fortuna, tenía otra tarjeta, la Master Card Global Exchange que
me habían vendido en el aeropuerto. Deshice la operación y la repetí cambiando
de tarjeta. Y como un reloj. Ventajas de viajar al menos con dos
tarjetas. Me enviaron el billete y allí figuraba la hora, el destino, pero nada
sobre el punto donde debía coger el bus. Indagué en la página, y encontré que
dicho punto era la Pacific Railway Station. Una estación de tren, la anterior a Waterfront Station. Gran duda: ¿había sacado un billete de tren o de autobús?
Bajé a recepción a que me imprimieran el billete. Con él en la mano pregunté a
la recepcionista mulata, joven y de ojos profundos: no me lo supo aclarar. Ante
ello decidí desayunar, que ya tenía hambre
después de tanto trajín.
Mi reserva era sin desayuno y me
habían dicho que costaba 13$ el buffet. Pero yo sólo quería un café y un bollo.
La cafetería del hotel estaba atendida por una familia china muy amable. Me dijeron que
tomase lo que quisiera, que me cobrarían en función de ello. Después, subí a la
octava planta, atravesé el revuelo de fámulas con los carritos de la limpieza (todas
negras y tan necesitadas de un poco de mantenimiento como el resto del hotel), accedí a mi habitación, me lavé los dientes y salí en dirección a la calle. Mi intención era darme una vuelta por el
parque Stanley. Si miran ustedes el mapa, verán que el downtown de Vancouver está
construido en una península, entre el golfo de su mismo nombre y la English Bay.
Pues el parque Stanley es como un sombrerito verde de esa península.
Así que cogí mi mochila y eché a
andar por la Pacific Street en dirección noroeste. Muy pronto llegué al borde del
mar, donde se une con la Beach Avenue, y continué adelante. Mi plan era doblar a
la derecha por Denman Street para entrar al parque por el lado del norte, pero en
la misma esquina me encontré con un grupo escultórico extraordinario, de cuya existencia no
tenía ni idea. Se trata de una serie de esculturas de buen tamaño de tipos
desternillándose de risa. Según he podido saber después, el autor es un artista chino, de Pekín, que se llama Yue Minjun, y cuya obra consiste en
representarse a sí mismo todo el rato, partiéndose el culo. Vean primero un
video que he encontrado sobre el grupo de Vancouver.
Pero según pone en un letrero al
pie del grupo, el secreto está en interactuar con las estatuas, para
aprovechar el buen rollo de la risa y echar fuera los malos instintos. Había
por allí un par de chicas haciéndose fotos mientras practicaban este sano
consejo, así que les pedí que me hicieran una. Les costó un buen rato
porque, cada vez que iban a disparar, les vencía la risa floja al ver mis
performances. Al final, he aquí el resultado.
El parque Stanley es bonito, pero
no es comparable al Central Park de NY, al Retiro o al Jardin de Louxemburg de
París. Es un trozo virgen de bosque forestal con el arbolado que uno se imagina que
existe en el Canadá y con algunos caminos de tierra trazados por entre la foresta. Hay algunos lugares emblemáticos, como el conjunto de tótems que pueden
ver en la imagen de abajo.
Como suelo hacer en estas
situaciones seguí a la gente y muy pronto me encontré en el paseo de borde del
parque, a la orilla del mar. Era una senda con muchos ciclistas, corredores,
patinadores y paseantes veteranos. Al fondo se veía el Lyon’s Gate Bridge, un
esbelto puente colgante, como el de San Francisco, que cruza hacia la zona del
North Vancouver. Al acercarme, observé que había algunos peatones
cruzando a pie hacia el otro lado. Pero, a la altura que estaba, ya era
imposible salir del paseo, que está tallado a pico al pie de un acantilado muy alto.
En el plano se veían diversos caminos, pero era imposible llegar a ellos. Sólo
podía regresar, o seguir adelante. Decidí lo segundo. En el extremo del paseo
hay una roca desprendida que se llama la Siwash Rock. Abajo pueden verla.
De regreso por el lado de la
English Bay, el terreno se suavizaba y pude internarme de nuevo en el parque. Pero
enseguida volví al paseo de la orilla. Siguiendo hacia la ciudad hay tres
playas urbanas, que se llaman tercera, segunda y primera playa. Estaban
moderadamente llenas de gente pero no vi a casi nadie en el agua, seguramente
había corrientes. Un poco más allá una piscina pública municipal de buen
tamaño, imagino que de agua salada y, esta sí, atestada de personal. Me
entraron ganas de ir a por un bañador y probarla, pero estaba muy lejos del
hotel. Así que continué de regreso por la Beach St. Esta parte de Vancouver tiene un ambiente muy familiar, donde no se ven tatuajes, gente alternativa ni homeless.
Es un lugar de gente bien, vinculado al mar, a las playas, a los deportes
náuticos. Se huele el dinero y se ven muchas familias de rubios, muchos niños, muchos
ciclistas impolutos.
Regresé al hotel, descansé un
rato y salí otra vez. Decidí acercarme a la Pacific Station, para
resolver mi duda. Había un camino bordeando la costa, el Pacific Bulevar, pero
opté por meterme en la ciudad y callejear por la cuadrícula, con la idea de
pararme en algún restaurante al azar a reparar fuerzas (eran más de la una). Ya
saben que me gusta mucho callejear al azar. Y mis deseos se vieron cumplidos:
me salió al paso un Noodle Bar camboyano sin nombre, razonablemente cutre y donde no había
ningún occidental comiendo. Entré, me hicieron muchas reverencias y me senté a
una mesa de formica. El menú era noodles de pollo, noodles de cordero o noodles
de ternera. Tamaños pequeño, mediano y grande. Elegí el mediano de pollo y pedí
que fuera picante, sin exagerar. No había IPA beer, así que me contenté con una
Budweiser de botella.
Como ya me imaginaba, esto del
noodle consiste en un cuenco de sopa de buen tamaño, con unos fideos gruesos y
resbaladizos, una serie de verduras cortaditas muy finas y unos cachos de
pechuga de pollo flotando. Y eso hay que negociárselo con unos palillos chinos
y una cuchara china de porcelana. No sé si había tenedores y cuchillos pero yo
no los pedí. Tengo ya cierta práctica de Japón, Birmania, los ramen bar de
Madrid y alguna comida en casa con mi hijo Kike, que es muy proasiático. Pero
aun así, me puse perdido y lo peor es que me dio la tos por sorber el picante.
Vino la chica a atenderme, pero le dije por señas que estaba bien. Me fijé en
cómo lo hacían dos chicas monísimas en una mesa al lado. Ellas cogían con los
palillos unos pocos fideos y los enrollaban sobre la cuchara, haciendo un
nidito que luego se comían. Con ese truco, me arreglé mejor. A la hora de
pagar, no admitían tarjetas y yo no había cambiado. Me dijeron que daba igual,
que podía pagar con dólares americanos. Eso sí, las vueltas me las dieron en
dólares canadienses. Para mi colección.
El problema de intentar llegar a la
Pacific Station a través de la cuadrícula del downtown es que te topas en medio
con un monstruo: el BC Place, un estadio gigantesco donde juegan diversos
equipos locales, donde se dan conciertos multitudinarios y se recibe al Papa
cuando le da por venir por estas tierras. Lo malo es que todo el espacio circundante
del estadio está vallado y no se puede atravesar. Hube de rodear este enorme
agujero de la trama urbana, para alcanzar el bulevar y la estación. Pero este
rodeo me permitió encontrar otra estatua emblemática que no habría visto de
otro modo, porque está en medio de un nudo de carreteras. Se trata del llamado
Trans Am Totem, que simboliza la forma en que el exceso de automóviles acaba
por machacar el entorno natural. Aquí la tienen.
Por lo demás, en la estación me
atendieron con mucha amabilidad. Lo que yo había reservado era, efectivamente, un asiento de autobús. Los autobuses salían de una explanada junto a la
estación, que me indicaron. Me recomendaban estar allí media hora antes. En el parque de al lado vi los primeros homeless de
Vancouver, tomando el sol. Regresé por el bulevar, un paseo súper agradable, para ver cuánto se tardaba en llegar al hotel y si el suelo era liso para caminar
con mi maleta. Era perfecto y se venía a tardar una hora. Subí al hotel y me
dediqué a terminar el post que había empezado en el aeropuerto de Portland y
que titulé Desde Vancouver (un alarde
de imaginación, como ven). Entre medias me entró un whatsapp. Liana Valicelli, mi
amiga de Curitiba, llegaba al día siguiente temprano. Ya me había anunciado sus
intenciones y preguntado veinte veces si no me molestaba que pasáramos un día
juntos en Vancouver, donde ella se iba a quedar más tiempo. Desde luego que no. Ya saben que soy
un solitario, pero del tipo sociable y Liana es una mujer muy agradable. Obviamente hubiera preferido a Tantri, pero igualmente estaba encantado.
Me dijo el nombre de su hotel, que estaba a cinco minutos del mío. Quedamos en que la esperaba para desayunar
juntos. Entre unas cosas y otras se estaba haciendo de noche. Pero aun salí otra
vez. Los noodles me habían sentado fenomenal, pero tenía un hambre considerable
y en mi mente se representaba todo el rato un filetazo (en todo el viaje no
había comido más que platos mexicanos, ensaladas, salmón y los noodles
camboyanos). Así que me dirigí otra vez al Gastown. Pero de camino, cumplí con una
de las turistadas inevitables: subir a la torre más alta de la ciudad: el
Vancouver Lookout. Si uno hace eso en Toronto, desde arriba se ve Toronto’ntero.
En Vancouver no hay ripio similar a mano. La vista es interesante, con el encanto añadido del anochecer, pero nada
comparable a la del Empire State, que además es un edificio precioso.
Con el hambre desatada, decidí repetir en el Blarney Stone Irish Tavern. Para qué cambiar. Esta vez había menos gente (era más tarde) y no pegué la hebra con nadie. Me pedí mi
filetazo, que estaba extraordinario, y escuché a los músicos. El grupo había añadido una violinista y se decantaba más por la parte
country de su repertorio. Con las dos pintas reglamentarias
de IPA beer, me empezó a dar el sueño. Así que me retiré pronto. Caminé todo a lo largo de la
calle Howe, llena de grupos de adolescentes de marcha, con importante presencia
asiática. En algunos lugares había largas colas esperando autobuses. Lo que no
había es gente de mi edad. Entiendo que ese sector de población se mueve en
coche. Alcancé la cama cansado, pero feliz, al lado de la bañera donde
podía imaginar a Marilyn en un baño de espuma. Continuará.
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