Aquí me tienen refugiado en mi casa en pleno
ferragosto, leyendo tranquilo con el aire acondicionado a intensidad baja, a la
espera del siguiente alivio térmico, como el que disfrutamos la semana pasada.
He de decir que ayer acudí a la oficina porque tenía determinadas
responsabilidades que me impidieron tomarme el puente. Vuelvo a estar más
implicado en el trabajo, tema del que se hablará cuando corresponda. Porque ahora
debo seguir el relato de mi reciente aventura americana.
El día 28 de julio nos volvimos a
ver esporádicamente todos los compañeros del workshop, a punto de esparcirnos
otra vez por el mundo. La mayoría regresaban a sus ciudades, Tad el bostoniano
se quedaba unos días más en Portland con Radcliffe, lo mismo que Liana
Valicelli. Tantri aprovecharía su escala en San Francisco para dormir allí una
noche y ver la ciudad. Y yo tenía un vuelo a Vancouver a las 3 de la tarde, que
había reservado por Internet desde Madrid. Tenía también tres noches de hotel
en dicha ciudad canadiense, otras tres en Seattle y una última en Portland de
regreso. Además había sacado un billete para el tren Seattle-Portland, pero no
tenía atado el trayecto Vancouver-Seattle, sin que hubiera para ello ninguna
razón especial, simplemente era un cabo suelto a resolver sobre la marcha.
Desayuné con Thabang y con
Antonio Carlos Velloso y me quedé un rato zascandileando por el lobby, por
donde iban desfilando sucesivamente mis compañeros acarreando maletas, para los
últimos abrazos y besos. Luego reservé un taxi, subí a hacer las maletas, bajé
de nuevo para hacer el check-out y me salí a dar una última vuelta por
Portland. Volví a tomar la orilla del río hasta llegar al llamado Steel bridge,
el puente de acero, una vieja estructura del ferrocarril en cuyo lateral han
habilitado un amplio andén peatonal y ciclista, que cierra el circuito con el
Hawthorne bridge. Hacía un día espléndido y abajo tienen un par de imágenes del
Steel bridge y una del downtown de Portland desde el otro lado del río
Willamette, por cuya orilla izquierda regresé hacia el sur.
Crucé de vuelta por el Hawthorne bridge y, ya en la orilla derecha, me
senté en la terraza del River Café y me obsequié con un bol de ensalada de
quinoa, con la correspondiente pinta de IPA beer. El río Willamette es un
afluente del Columbia, uno de los grandes ríos americanos que vierten sus aguas
al Pacífico. Portland está construida en el punto donde ambos ríos se juntan y
por eso el Willamette es tan ancho en esta zona. El Columbia define el borde
norte de Portland y también el límite del estado de Oregon. La orilla norte del Columbia ya es
Washington, y el núcleo urbano gemelo de Portland se llama Vancouver
(Washington). Parece que los pioneros eran un poco repetitivos aquí con los nombres, porque la
ciudad adonde estaba a punto de volar se llama también Vancouver y es la
capital de la Columbia británica, uno de los estados que se unieron para formar
el Canadá.
El taxi de la compañía Black and
White Cabs me esperaba en la puerta del Hyatt y me llevó al aeropuerto en un
periquete, hasta el punto de que le felicité al taxista por su forma de
conducir, rápida, precisa y educada. El aeropuerto de Portland es bastante
pequeño, así que en unos minutos estaba en la puerta de embarque con la
seguridad pasada y mi maleta facturada. Para encontrarme que el avión a
Vancouver tenía un retraso de al menos una hora. Me senté por allí, saqué mi
ordenador y empecé a escribir un post que luego terminaría en el hotel. Pasada
la hora prometida allí seguíamos sin noticias. Una chica a mi lado se estaba
poniendo nerviosa, así que fui a preguntar al mostrador. Me dijeron que el
avión ya estaba en tierra. Trasladé la información a mi compañera, que insistía: –Yo no veo
ningún avión. Mirando por el ventanal, al fin lo vimos venir por la pista. Era un
avión muy pequeño, parecía de juguete. Un bimotor con dos hélices, como los viejos
Focker que hacían el trayecto Madrid-La Coruña. Tan pequeño era que no se podía
utilizar el finger de acceso, pensado para aparatos mayores, como pueden ver en las fotos.
Como ven, tuvimos que bajar a la pista desde el final del finger por una escalerita, para subir al aparato. Este tipo de aviones, que también
he utilizado entre las islas Canarias, entre las islas griegas, entre Riga,
Tallin y Vilnius y también en Birmania, entre Yangón y Heho, son los más
seguros que hay, una vez superada la aprensión de subirse en un artefacto que se
parece bastante a una libélula y que mete un ruido endiablado. En este caso se trataba de un bombardier de la Air Canada. En apenas una
hora estábamos en Vancouver. Allí una frontera más, entrega del formulario
relleno en vuelo, cola frente a la policía de aduanas y otro taxi a la puerta,
para llevarme al Executive Vintage Park Hotel de Vancouver. Esta vez me tocó el
típico taxista hermético, magro, nariz importante y gorra de visera, que no decía ni buenas y tenía un aire al actor Harry Dean Stanton. Sólo le faltaba un palillo entre los
dientes.
El hotel era un tres estrellas
con pretensiones, algo necesitado de un repaso de mantenimiento, y con algunos
detalles kitch sorprendentes, como una bañera en medio de la habitación. A
falta de entretenimientos más reales, uno podía imaginar a Marilyn envuelta en
un baño de espuma. Lo había pillado en una oferta de booking.com y la verdad es
que no era caro. La habitación estaba en la octava planta y tenía un amplio
ventanal a la bahía de Vancouver. Coloqué mis cosas mínimamente, descansé un
rato corto y salí a caminar. Tenía un post a medio escribir, pero salir a la ciudad era prioritario. En el aeropuerto había decidido no cambiar dinero,
porque el único banco tenía una cola mediana. El downtown de Vancouver tiene la
misma estructura de cuadrícula amplia del centro de cualquier ciudad americana.
Tomé la calle Howe hacia el norte y empecé a captar el ambiente.
Vancouver es como una ciudad
americana más. Pero, si en Portland no se ven muchas banderas con las barras y
las estrellas, aquí la bandera de la hoja de arce está por todas partes. Los
rascacielos son muy altos en el centro y las aceras amplias, con un punto
neoyorkino. A medida que me movía hacia el norte, la calle estaba cada vez más
concurrida. Me llamó la atención la cantidad de gentes de rasgos asiáticos,
pero plenamente integrados. A la puerta de las discotecas las colas eran mixtas
y las chicas asiáticas llevaban las mismas faldas discretas, las mismas rebecas que las blancas. Luego supe
que estos asiáticos son ya de segunda generación, canadienses en toda regla. Provienen sobre todo de
la zona de Hong Kong y están perfectamente adaptados, hasta el punto de que hay
muchas familias cruzadas. A la ciudad se la llama humorísticamente Hongcouver. AQUÍ pueden leer una información al respecto en un digital canadiense en español.
Las calles en dirección norte acaban todas contra la Waterfront Station, la antigua estación del ferrocarril,
ahora de uso exclusivo para cercanías. Tras ella el puerto y, al otro lado del
golfo, la zona norte de la ciudad a la que se cruza en ferry. A la puerta de la estación doblé
a la derecha para dirigirme al Gastown, el antiguo barrio portuario y
comercial donde está ahora toda la marcha. Tomé la calle Water y me interné en
el barrio. En una esquina, me di de bruces con el reloj de vapor del
Gastown. No sabía de su existencia, parece que es uno de los pocos
que quedan en el mundo, y la verdad es que es algo muy curioso. Aquí tienen un
video para que vean como da las horas.
Anochecía despacio sobre el
animado barrio, lleno de actividad urbana al comienzo del Friday night. Empecé
a buscar un restaurante, pero todos tenían largas colas en la calle. Empezaba a desesperar cuando, de pronto,
en una calle lateral divisé un lugar donde no había cola y del que brotaban alegres sones de rock and roll. Había dos tipos de negro en la puerta. Les
pregunté si podía pasar y me dijeron que por supuesto, que adentro puede que
hubiera sitio y puede que no, en cuyo caso me tocaría esperar un poco. Pero que
tuviera paciencia: había mucho turnover.
Me interne en el lugar, que era muy amplio y se llamaba el Blarney Stone, Irish Tavern. En un
estrado estaba tocando un grupo en directo, que hacía versiones. Entre ellos y
la entrada había una barra de madera, que formaba un cuadrilátero en cuyo
interior había dos camareros. El resto estaba lleno de mesas de madera todas ocupadas y también había gente de pie siguiendo la actuación.
Encontré una silla libre en una esquina de la barra, medio de
lado respecto a los músicos. Le pedí a uno de los camareros una pinta de IPA
beer y la carta para ir eligiendo tranquilamente un plato. Se tomó su tiempo para
servir la pinta según los cánones. Después le pedí un plato de salmón con verduritas e
inmediatamente me puso un mantelito individual en la misma barra y unos cubiertos
envueltos en una servilleta negra de papel. El grupo atacaba ahora el Basket Case de Green
Day, y aquí les pongo, para ambientarles, el vídeo oficial de este temazo, en el que los músicos fingían ser pacientes de una especie de frenopático. Por cierto que, años después de esta grabación, el cantante del grupo tuvo que ser internado de verdad en un psiquiátrico, pero creo que ahora está bastante bien.
No les extrañará saber que, con
semejante música, además muy bien versioneada, me pusiera muy contento, hiciera
coros y lanzara algún que otro hurra al final. A mi derecha, en ángulo, me
observaba divertido un tipo de aspecto campesino. Era grandote, fuerte, rubiales y se estaba calzando una cerveza como la mía. Le acompañaba una mujer también de buen volumen, que bebía coca cola. Me preguntaron de dónde era y se lo
dije. Ellos eran del interior y les extrañó que hubiera por allí un tipo solo, con un bigote blanco, venido
desde tan lejos y disfrutando de la cerveza y de la música. Les conté que había
venido a un workshop en Portland, porque trabajaba para la administración en
Madrid. El tipo me dijo que él también trabajaba para el Estado. Era
guardabosques.
Lo que le resultaba más sorprendente es que me gustara la música de su tierra. Me preguntó qué grupos eran mis
preferidos, y le dije en primer lugar Creedence Clearwater Revival. No salía de
su asombro. Le hablé también de Dylan, de Springsteen, de Neil Young. No eran
otras sus preferencias, aunque me citó unos cuantos músicos de country y ahí no le pude seguir. Me contó que era de Iowa y estaba en viaje de novios. Se acababan de casar y me
enseñó el anillo. Estaban viajando en tren y habían llegado ese mismo día desde
Seattle. Era la primera vez que salían de los Estados Unidos. Les dije que en unos días yo debía irme a Seattle, pero que aun no sabía por qué medio. Ellos me recomendaban el tren. Los asientos eran muy cómodos y el recorrido muy bonito. Su plan era coronar su luna de miel viajando en avión a Minneapolis, para volver desde
allí a su casa. Hum –comenté– la tierra de Prince. –¡Por Dios! Querrá usted decir la tierra de Bob Dylan... Tenía toda la razón.
Se llamaba Mike y su mujer Emily, así que no tuvimos más remedio que hacernos
un selfie en el lugar, una imagen para la posteridad. Les dejo con él. El rock es una cultura universal, pero
aquí en Norteamérica es donde nació. Sean buenos.
Un poco tosco Mike para amante de Lady Chatterley...
ResponderEliminarPero si a Lady Chatterley lo que le gustaba precisamente es que fueran un poco brutos, el encanto del obrero musculoso y sin remilgos...
EliminarDéjale a Mike, que está disfrutando de ese primer año maravilloso que márcan los cánones. Después ya nada es igual.