Escribo ya desde Seattle y
continúo mi relato. El lunes 24 me levanté temprano y bajé a desayunar al lobby
del Hyatt Hotel de Portland (Oregón). Tenía por delante un día de asueto y
adaptación al horario antes de empezar nuestro workshop. Según había acordado
con Clare, la noche del 23 me la debía pagar de mi bolsillo, porque C40 sólo
paga el alojamiento necesario para los días de trabajo. Al llegar al hotel el
día anterior me pidieron la VISA y me cargaron el importe de una noche. Clare,
que llevaba unos días por allí, me recomendó visitar un par de barrios:
Hawthorne y Nob Hill.
He de explicar que el centro de Portland está
dividido en cuatro sectores, por el río Willamette, que recorre la ciudad en dirección norte-sur y la calle Burnley que es un eje este oeste. El
hotel Hyatt está en el cuadrante suroeste, muy cerca del río. Así que cogí mi
mochila y eche a andar hacia el norte por la orilla del río, hasta el pie del
puente Hawthorne, el primero con el que me topaba. Una escalera me llevó al
tablero del puente por el que crucé al otro lado. Como pueden ver en las fotos
de abajo, se trata de un viejo puente de hierro, con una sección central que
puede elevarse mediante un mecanismo hidráulico, para dejar pasar a los barcos
más grandes.
En esta otra imagen pueden ver el
entrecruzado metálico que forma el piso sobre el que circulan los coches, lo
que produce abajo un ruido característico. Este tipo de suelos se colocaban en
los tableros de los primeros puentes de hierro para aligerar peso, y yo tengo
un recuerdo preciso de cómo te machacaban los pies en el Maratón de Nueva
York, donde hube de cruzar al menos dos puentes con este suelo. Sobre el hierro
ponían una especie de alfombra roja bastante fina, que no mitigaba nada la
pisada, sin contar con que, a la altura en que yo pasé, ya estaba medio deshilachada.
Escuché decir que un músico de vanguardia se dedicó a grabar los ruidos que
generaban los coches bajo el puente de Brooklin y compuso una especie de
sinfonía con ellos.
El puente de Hawthorne da paso al
bulevar del mismo nombre, espina dorsal del barrio también homónimo, en el
sector suroriental de la ciudad. Caminando por este eje, me vino a la memoria la
siguiente historia (ya saben que tengo una memoria a grumos). Cuando yo era
apenas un adolescente, mi hermano mayor Antonio, con la carrera de medicina
recién terminada en Madrid, se marchó a Londres, en donde estuvo cinco años y
revalidó su título, además de adquirir una experiencia impagable. En ese
tiempo sin móviles ni redes sociales, mi hermano se
comunicaba con mi padre por el correo ordinario. A mi casa llegaban con
periodicidad fija unas largas cartas escritas a mano en las que Antonio
relataba todas las vicisitudes y avances de su aprendizaje en Londres. Mi padre
estudiaba estas cartas con veneración, se las repasaba una y otra vez y nos las
daba a leer a los demás.
Y, en esas cartas, el relato
tenía un protagonista de características demiúrgicas, capaz de hazañas
prodigiosas: el doctor Cózor, el médico que había acogido a mi hermano como
pupilo, para transmitirle toda su sabiduría. En mi casa familiar, el doctor
Cózor fue siempre una figura venerable, una especie de semidiós, cuyo nombre se
pronunciaba con reverencia y al que imaginábamos poco menos que como a una
especie de premio Nobel. Varias décadas después y cuando mi padre ya había
fallecido, mi hermano me confesó un día de pasada que el verdadero apellido de
su antiguo jefe era Cawthorne, pero que él le había abreviado el nombre,
ajustándose al sonido real de su pronunciación, para que nuestro padre no se
liara intentando decirlo correctamente. Por eso mi hermano lo llamaba Cózor en
sus cartas (así, con acento y todo).
Según esa misma regla, al puente
y barrio de nuestra historia habría que llamarlo Józor. El caso es que el primer
tramo del barrio me resultó muy desangelado, sin nada a los lados salvo
almacenes y pequeños talleres. Después, la cosa iba mejorando, surgían
edificios de vivienda, panaderías y tiendas diversas, bares y pequeños equipamientos
de barrio. Era muy temprano y la calle no tenía todavía demasiada vida, pero se
podía adivinar el ambiente de barrio de clase media baja americana y entendí
por qué le había gustado a Clare (que por cierto, es londinense, paisana pues
del doctor Cózor). Creo que lo mejor es que les ponga algunas imágenes de
edificios de la zona.
He de decir ya que otra de las
cosas que me llamaron la atención de Portland es la ausencia de banderas
de los USA. Alguna sí hay, por supuesto, pero no es la sobredosis que yo he
visto en visitas anteriores a otras ciudades americanas, incluida Nueva York,
en donde las barras y estrellas te atacan por todos lados. Tal vez tenga
relación con eso el cartel que ostentaban prácticamente todas las tiendas del
barrio de Hawthorne y que les pongo aquí abajo.
Por si necesitan traducción: En nuestra América toda la gente es igual.
El amor gana. La vida de los negros importa (slogan del movimiento de
protesta frente a los asesinatos de negros por la policía). Los inmigrantes y refugiados son
bienvenidos. Los discapacitados son respetados. Las mujeres están al cargo de
sus cuerpos. Las personas y el planeta son más valorados que el beneficio. LA
DIVERSIDAD ES CELEBRADA. Un resumen preciso de los valores que me gustan
del pueblo americano. O, al menos, de la mitad que no apoya al estrambótico
señor Trump. Por lo demás, al llegar al final del bulevar, casi en los límites
de la ciudad, me di cuenta de que había infravalorado la distancia a recorrer y
que la ciudad era más grande de lo que esperaba. Decidí entonces tomar un
autobús para regresar al centro y eso me generó la segunda de las historias que
les quiero contar en este post.
El autobús 14 se detuvo solícito
delante de mi persona y abrió sus puertas para que subiera. El precio del billete
era, según había visto, 2,50$. Saqué un billete de 10 y se lo di al amable
conductor. Me explicó que la máquina no daba cambios por encima de 5, tal como
rezaba un cartel a su lado. Entonces hice amago de darme la vuelta para
intentar cambiar en alguna tienda y esperar al siguiente bus. Pero el hombre me
dijo que no. Que pasara. Que no importaba. Que no iba a perder el autobús por
falta de suelto. Le di las gracias perplejo y entonces le dije que podía darle
un dólar, que era lo que llevaba, aparte los billetes de 10. Me lo aceptó, lo
pasó por la máquina y me dio el ticket por valor de 2,50, recalcando: es usted
bienvenido a mi autobús. En fin, ya sé que tengo canas y cara de buena persona,
pero ¿imaginan a un conductor de bus madrileño haciendo eso? Llegué a la
conclusión de que me había aceptado el billete de un dólar sólo porque entendió que me hacía
ilusión darle al menos algo. Espíritu americano, en cualquier caso.
Esta anécdota minúscula me trajo
a la memoria la película Paterson, de
la que creo que no les he hablado. Paterson (Jim Jarmusch, 2016),
cuenta la historia cotidiana de un tipo que se llama Paterson y es conductor de
autobús municipal de Paterson (New Jersey), lo que propicia que muchos viajeros
le hagan bromas por el hecho de llamarse igual que la ciudad para la que
trabaja. En sus ratos libres, Paterson escribe poesía, porque es un enamorado
de los textos de diversos poetas que vivieron en su ciudad, como Allen
Ginsberg. Creo que es la película del año pasado que más me ha gustado, junto
con El otro lado de la esperanza, de
Kaurismaki. Ambas se las recomiendo encarecidamente porque, en el fondo, hablan
de lo mismo sobre lo que estoy escribiendo este texto.
El 14 me dejó en el downtown, subí a descansar unos minutos
al hotel y enseguida salí a completar mi visita a la ciudad, porque a las seis
de la tarde tenía una primera cita con el grupo de mi workshop. Esta vez hice
las cosas al revés: tomé un tranvía de la línea verde a la misma puerta del
hotel y me fui al extremo noroeste de la ciudad, para luego ir regresando a pie
a través de Nob Hill y otros barrios. Me empezaba a dar hambre y busqué algún
lugar donde comer algo de camino. Y la casualidad (y un cierto olfato, por qué
negarlo) me llevaron a asomar la cabeza en el Bridgeport BrewPub. Estaba sonando
Neil Young y había un ambientillo muy acogedor. Me pedí una pinta de una
cerveza negra de presión y, para acompañarla, un plato de pasta al pesto. El
plato era tan grande que hube de repetir de cerveza. Luego me enteré de que se
trata de la cervecería artesanal más antigua de Oregon. Lo ponía en la carta.
Abajo pueden ver el aspecto del local y lo feliz que estaba yo con mi cerveza. Desanduve mi camino, encontré el hotel y tuve tiempo de echarme una siesta hasta los saraos de la tarde/noche.
Dos cosas. Me encanta la veleta con zanahoria. Señala el camino que debemos seguir. Otra: pareces más melancólico que feliz en la foto que pones. Tal vez era la segunda cerveza y ya empezaba a hacerte efecto.
ResponderEliminarBueno, no he puesto lo que es cada foto. De arriba a abajo tenemos un viejo café, una tienda de muebles vintage, un cine, un teatro y un mercado de productos ecológicos, que por eso tiene la zanahoria como veleta.
EliminarLa segunda cuestión, pues qué quiere que le diga, es que eso de hacerme selfies cuando estoy sólo en un lugar no lo tengo muy practicado, y me cuesta poner sonrisa "profidén". Pero le juro que estaba feliz.