Esta vez, sí. Esta vez les voy a
contar dos días de mi viaje, para dejar pendiente sólo el último, el del interminable
viaje de vuelta, que desarrollaré aparte. El miércoles 2 de agosto era mi
último día útil para enredar por Seattle. Tenía algunas opciones, como visitar
el museo Boeing, algo que me hubiera gustado hacer de haber contado con más tiempo. Pero ya
saben que a mí lo que más me entretiene es caminar por las calles un poco al azar. Me quedaban un par de zonas por visitar y me animaba la posibilidad de
utilizar los autobuses públicos por 1$. Así que salí de nuevo caminando hacia el sur por la Primera
Avenida y esta vez paré a desayunar en un Cherry Street Coffee House próximo al
hotel. Es esta una cadena creada a imagen y semejanza del Starbucks, pero con
menos caché. Por lo demás funciona igual: dices lo que quieres en un mostrador,
te lo cobran y te coges una bandeja con el café y el muffin, para llevártelo a
una mesa, en el interior o en la acera. Luego hay unos cubos de basura en los que
tiras los desperdicios separadamente.
Continué adelante, pero esta vez
pase de largo frente al Pike Market Place. Me dirigía a la zona de Pionner
Square, el barrio más antiguo, a partir del cual creció la ciudad. Allí quedan todavía algunos de los edificios históricos, si bien en esta región americana
no existe el concepto de patrimonio histórico-artístico: en Portland vimos cómo
estaban derribando un edificio de 150 años para disgusto de Radcliffe. Abajo
algunas imágenes de la zona. En un punto, la autovía de borde del puerto se echa
encima de la Primera avenida y la anula. El último edificio de la derecha, que marca el final del barrio, es de planta triangular y alberga un bar singular: el Seattle's Historic Triangle Pub.
Me quedaba por visitar el núcleo
de Ballard, más allá de Freemont. Encontré una parada del 40 y esperé. En la zona, cercana a la estación de ferrocarril, había un
puñado de homeless, no tantos como en Portland ni tan deteriorados como los de
Vancouver. Llegó el bus y entré agitando en el aire un billete de un dólar, mientras decía con
voz cantarina elder than sixty-five.
El conductor sonrió y me dijo que no se lo creía, que me veía fenomenal. Iba ya
a sacar el carnet, cuando me dio el ticket: estaba de broma. El bus es también
una buena atalaya para ver una ciudad tan extensa. La línea discurría por la Tercera avenida hacia el
norte, para enlazar luego con la
Quinta y atravesar el canal por el puente más bajo.
Cruzamos también Freemont y
llegamos a Ballard, en donde el bus seguía en dirección norte por una amplia
avenida. Ballard fue en su día un pequeño asentamiento de los colonos y luego un pueblo independiente, ahora
absorbido por el crecimiento de Seattle. Es un barrio con muchas oficinas,
talleres y pequeños almacenes de una planta, vinculados a la actividad portuaria. Según la
información que llevaba, me bajé en el cruce con la New Market Street, eje
urbano este-oeste con edificios residenciales un poco más altos. Es una avenida amplia en la que los domingos
se instala un mercado callejero. Pero, en día de diario no tiene nada de
especial, mucho tráfico por la calzada y poca gente por las aceras, porque el
sol empezaba a castigar ya los cueros cabelludos.
En un momento dado doblé a la
izquierda por la avenida Ballard, una calle mucho más grata, con pocos carriles
viarios y sombreada por plátanos bien cuidados. Las aceras estaban aquí mucho más concurridas. Al amparo de la sombra
proliferaban cafetines y algunos edificios históricos, como este precioso banco
en la esquina con Vernon, ahora recuperado como hotel.
Me senté un rato en una terracita
a tomar una tónica y luego seguí por la avenida Ballard adelante. Los edificios
interesantes empezaban a escasear y la calle se volvía más desangelada por
momentos, pero yo quería llegar a un lugar: el restaurante The Walrus and the
Carpenter, especializado en ostras, del que me había hablado también mi sobrina
Eva. Me hice un selfie en la puerta para mandárselo, pero casi en el mismo
momento decidí marcharme del barrio. Era todavía muy pronto para comer y ya no me quedaba mucho que hacer por allí. Pensé en regresar
al centro, comer algo y subir al hotel a descansar. Así que busqué la
línea del 40, lo esperé y repetí la gracia de elder than sixty-five, aunque esta vez el conductor no movió un solo músculo de la cara. El bus regresaba por una avenida diferente pero, a la luz del día, fui
reconociendo el recorrido y me bajé donde quería. En Virginia Street había unos cuantos restaurantes con
buen aspecto. Eché un vistazo a las cartas y finalmente me decanté por el Serious Pie. Era un lugar bullicioso con
mesas corridas de madera y me sentaron entre una pareja de indios y una familia
americana. Me comí una pizza artesanal muy rica y me fui al hotel.
Tras una siesta corta, me senté al
ordenador. Estaba un poco cansado de callejear, afuera hacía un calor
importante y era un buen momento para acometer algunas tareas pendientes. Preparar
mi presentación del día siguiente en la oficina de Radcliffe en Portland. Pasar mis fotografías al ordenador, eliminar las desenfocadas o feas y clasificarlas por carpetas. Y, por
supuesto, escribir un post sobre mis nuevos amigos transnacionales. Caía la
noche cuando cerré la oficina y salí de nuevo a la calle, con un destino
definido. El día antes, de camino al Dimitriou’s Jazz Alley, había visto un bar de aire
señorial con aspecto de vinoteca. Se llama RN74 y está en la esquina de Pike con la Cuarta. Resultó ser tal como lo
imaginaba: decoración a base de madera oscura y paredes enteladas, luz tenue, música de piano, manteles de tela blanca, pocos clientes hablando en murmullos. Me situé en la barra y me pedí una
sopa de cebolla, que me tomé con la ayuda de un par de copas de vino chileno. Un lugar muy exclusivo para cerrar mi estancia en Seattle.
El día 3 de agosto madrugué, hice
la maleta, bajé a desayunar al Cherry Street y regresé a hacer el check-out.
Eché a andar con mis maletas para otro recorrido de una hora, pero esta vez por la Segunda Avenida , sin cuestas y con temperatura más suave. Desde esta avenida se
puede acceder a la King Street
Station por el nivel de arriba y bajar en un ascensor. Me había programado para
estar allí media hora antes de la hora indicada, como con el bus de Vancouver, pero
enseguida me di cuenta de que era un margen insuficiente. Había que hacer tres colas sucesivas. La primera para facturar la maleta, trámite bastante engorroso porque había familias enteras con montones de bultos, lo que hacía que la línea avanzara muy poco. De allí te mandaban a una segunda cola larguísima, ante un
par de funcionarios uniformados, que te comprobaban el billete y te asignaban el asiento en un papelito escrito a mano. Y luego había una tercera cola ante la puerta que daba acceso al andén.
Me entró la neura de que me
quedaba fuera, una cosa ridícula (los americanos no dejan en tierra a nadie que
esté allí a su hora). Ya libre de la maleta, observé que en la segunda cola había
dos filas paralelas, una enorme y otra casi vacía para los viajeros de primera clase.
Me puse en esta segunda y al llegar a la raya, me hice el despistado. Le tocaba el turno a una
familia de negros que discutían acaloradamente entre ellos, circunstancia que
aproveché para hacer una rápida diagonal y colarme descaradamente. Para este tipo de cosas, el pelo blanco ayuda, pero también hay que
tener una cierta pericia, rapidez y suerte. Qué quieren que les diga, no les
recomiendo para nada que hagan cosas como esta y menos en un país extranjero: es una estupidez. Lo
que pasa es que a mí me va la marcha y me hace revivir sensaciones de cuando
era más joven y más insensato. Finalmente fue algo innecesario: la puerta del
andén no la abrieron hasta que ya no quedaba nadie en la segunda cola. Y después
accedimos al tren en unos minutos. Aún nos sobró tiempo. Como hemos abierto la
veda de los Stones, aquí un blues estrechamente relacionado con las estaciones de tren. Por cierto, el solo de mandolina es cosa de Ry Cooder.
El tren era impresionante, dos
pisos, exterior de aluminio, silencioso, asientos espaciosos. Me tocó una
compañera francesa que llevaba viviendo once años en Seattle, en donde tenía
una galería. Iba a Portland a entrevistarse con un artista local. Lo malo es que el tren atraviesa una especie de selva continua muy tupida que te impide ver nada del paisaje. Menos mal que llevaba el libro más reciente de Javier Cercas y
me pude entretener en su lectura. El viaje dura unas cuatro horas y media y se detiene en una serie de estaciones. La primera, Tacoma, junto al aeropuerto de
Seattle. La última, Vancouver (Washington), en la orilla norte del río
Columbia. Enseguida está Portland. Me entregaron la maleta en un mostrador y volví a afrontar el camino al hotel a pie. Pero el
calor era realmente asfixiante. Había reservado en el Hilton, para darme un
homenaje y porque estaba cerca de la oficina de Planeamiento y Sostenibilidad
de Portland, en donde tenía cita a las 16.00. Bajo un sol despiadado, caminé por anchas aceras
punteadas por homeless medio achicharrados y llegué finalmente a la puerta del
Hilton.
La habitación era magnífica. Bajé
al bar a tomarme un croissant de jamón y queso, con una IPA beer de botella
para soltar la lengua, y salí hacia la oficina de mis amigos. Radcliffe me
había dicho por whatsapp que tenía que ir al médico con su mujer y los pequeños
(no sabía que tuviera hijos) y que seguramente llegaría tarde. En la séptima
planta del edificio municipal me esperaban todos sus compañeros, unos doce.
Hablé hora y media, luego hubo muchas preguntas y me dieron las gracias.
Radcliffe no apareció y al menos tres personas se marcharon antes del final. El
resto se interesó mucho por el proyecto Madrid Río y su historia. Al día
siguiente, Radcliffe me diría en un mensaje que sus ayudantes habían aprendido
mucho.
Regresé por la sombra, en medio de un bochorno que, me dijeron, nunca antes se había visto en Portland. Agradecí el fresquito del aire acondicionado del hotel, en donde me subí a descansar un poco, una
vez cumplido mi compromiso. Luego me ocupé de algunas tareas pendientes: el
checking on line de mi vuelo a Madrid, bajar a imprimirlo y reservar un taxi
para el aeropuerto a las 3 de la madrugada. Me terminé el libro de Cercas para
dar tiempo a que bajara un poco el calor y salí por fin. ¿Saben a donde fui? No es difícil adivinarlo: al Bridgeport BrewPub, la cervecería más antigua de Oregon. Tuve que
caminar un buen trecho, pero merecía la pena: me tomé un plato de salmón con dos pintas de
cerveza negra Porter, que los americanos pronuncian Por’r, y disfruté de mis últimas horas en un bar genuino del territorio USA. Luego regresé al hotel, atravesando masas de jóvenes que bebían, fumaban y conversaban a la puerta de los bares, aprovechando las horas de alivio térmico. Y me acosté en la magnífica cama del
Hilton para unas pocas horas. Al otro día me esperaba un viaje larguísimo, en
el que tendría margen para dormir más, dentro del proceso de descambiar el horario (¿Cuanto tardará la RAE en admitir la palabra descambiar?). Se lo cuento todo en la próxima entrega.