miércoles, 21 de junio de 2017

644. Interludio de lecturas

Abres el ordenador en el día de hoy, y Google te salta a los ojos con la noticia del día: ha llegado el verano. Valiente novedad, después de que llevamos dos semanas cociéndonos a fuego lento en las calderas del cambio climático. Poco se puede hacer en estos días, casi lo mejor es ponerse el aire acondicionado, el que lo tenga, o el ventilador de techo y abrir un buen libro, con una copa de verdejo helado. El lunes 26 tenemos la sesión de cierre de temporada del club Billar de Letras, que echa el cerrojo hasta septiembre. El bueno de Ronaldo ha de tener un tiempo de descanso para largarse a alguna isla griega o similar, a cebar la inspiración. A Picasso le gustaba que la inspiración le sorprendiera trabajando, pero tampoco es malo que te pille tocándote las pelotas a dos manos.

El lunes analizaremos el libro Canción dulce, de Leila Slimani, premio Goncourt 2016. Una novela terrible: en la primera página ya aparecen dos bebés muertos, con el cuello cortado. Se los ha cargado la niñera en un piso de clase alta en el centro de París. A renglón seguido se empieza a contar cómo los padres de los niños empezaron a organizar el proceso de elegir una niñera, para que la madre pudiera volver a trabajar, en un gigantesco flashback, que todo el rato da señales de lo que no queremos saber, de la deriva que no queremos tomar, del horror que amaga con asomar en cada pasaje hasta el final desvelado al principio. Es un relato psicológico perfecto, la autora disecciona de forma despiadada el carácter de la niñera, a veces con tintes morbosos o tenebrosos. El Goncourt es merecido y más tratándose de una mujer nacida en Marruecos que escribe su segunda novela, tras una primera muy valorada, de temática radicalmente distinta. Ustedes sabrán si la quieren leer, yo no se la recomiendo, salvo si tienen estómagos fuertes, aunque les diré que desde que abrí la terrible primera página, no pude parar de leer hasta el final del libro; es una obra de lectura hipnótica.

Sucede que el libro me enganchó tanto que ya me lo había terminado, incluso antes de la anterior sesión, la de mayo. Así que, una vez cumplidas mis tareas y con este tiempo caluroso que te retrae de salir de casa, me he entregado a mis adicciones lectoras, como el yonqui que regresa al dorado chute después de meses de desintoxicación. Y mis adicciones lectoras se llaman Andrea Camilleri y Haruki Murakami. Con tanto ajetreo tenía dos libros pendientes de cada uno y ya me he zampado los dos primeros. Respecto a Camilleri, es realmente admirable que este caballero siciliano a punto de cumplir 92 años, comunista hasta las cejas y fumador de un paquete diario, sea capaza de escribir novelas policiacas como churros, a cual más divertida, todas protagonizadas por el comisario Montalbano. Prácticamente en dos tardes me leí Un giro decisivo (2003), donde ya anticipa la temática de la presión sobre Sicilia de la ola de inmigración subsahariana, las grandes barcazas que echan a la gente al mar y las mafias locales que comercian con la desgracia ajena.

Ahora tengo pendiente Un nido de víboras (2013), que me dispongo a empezar, una vez que me he leído el primero de los dos libros de Murakami que tenía pendientes. El segundo se llama De que hablo cuando hablo de escribir y ya dije en este foro que no me daba muy buen pálpito, pero lo he comprado por fidelidad a mi admirado ídolo literario y vital, al que nunca le dan el premio Nobel. Ya he dicho también que, aprovechando su éxito, su editorial está publicando toda clase de escritos del principio de su carrera, incluyendo algunos bodrios notables. Hay que tener cuidado. Sin embargo, los dos últimos libros suyos que he adquirido son de última hora. El otro, el que me acabo de terminar se llama Hombres sin mujeres (2014) y es el primer libro de relatos redondo de este señor, cuya especialidad son las novelas.

En sus anteriores colecciones de cuentas siempre había un reparto desigual, que incluía algunas pequeñas joyas y también historias grises o directamente malas. En este caso, los siete relatos que componen el libro son estupendos. Diré que los cinco primeros son previsibles, en una persona de la sensibilidad de Murakami: historias de amor y de desamor, de soledad urbana, de tristezas y de gatos, de jazz y de rock. Pero los dos últimos son diferentes. El último, que da título al libro, es una especie de poema que gira en torno al suicidio de una antigua amante del narrador, lo que le suscita una serie de recuerdos durante mucho tiempo arrinconados en una esquina de su memoria. Sobre todo, el gusto de la chica por la música estándar, la de orquesta, que se escucha en los ascensores de los hoteles, en la sala de espera del dentista o en el hilo musical. Cuenta el narrador con ternura cómo viajaban en su coche y cómo la chica llevaba sus casetes con ese tipo de música y no le dejaba escuchar a los Doors.

Pero el relato más sorprendente por inhabitual es el penúltimo, estratégicamente colocado en esa posición, lo que da idea de un control estricto del autor sobre este libro, algo que quizá no sucedía en sus anteriores colecciones de cuentos. Si los otros seis relatos se desarrollan en Japón y están protagonizados por japoneses (como la mayor parte de la obra de Murakami), este tiene lugar en Praga. Se lo voy a contar, así que, si piensan comprarse el libro (excelente idea) y no quieren que les desvele el cuento número seis, pueden detener aquí su lectura. En un cuarto de un primer piso, con las ventanas tapadas con tablones y sin más muebles ni decoración que una cama de sábanas sucias, se despierta un insecto gigantesco, que de pronto descubre que se ha transmutado en Gregor Samsa. Es decir, La Metamorfosis de Kafka al revés, dada la vuelta como un calcetín. O más bien la continuación de la obra maestra del genio de Praga, a quien tanto admira Murakami.

Despierta este ser tras mucho tiempo siendo un insecto, e inmediatamente nota que tiene frío y se siente desvalido sin su caparazón, sólo revestido por su ridícula piel desnuda blanquecina (es curioso imaginar lo feos que les debemos de parecer los humanos a los insectos, suponiendo que tengan algún sentido de la estética). Este pobre hombre no recuerda nada, sólo sabe que se llama Gregor Samsa, pero no tiene ni idea de quién es, ni de lo que ha de hacer. Y lo primero que siente, como buen insecto, es un hambre atroz. Sale por la puerta en la que hay un mecanismo maravilloso que se llama manilla y afronta una escalera. Le cuesta mucho andar sobre sus dos débiles patas sin cubierta de queratina y bajar la escalera es una verdadera tortura para él, trance en el que pasa mucho miedo. Después, cuando suba otra vez a su cuarto, constatará alborozado que para él es mucho más fácil subir con ayuda de las manos.

No hay nadie en la casa. En un comedor de la planta baja hay un desayuno preparado para varias personas, que parecen haber huido precipitadamente, porque los platos aún humean. Se abalanza sobre ello y se lo zampa con las manos, a bocados. Hay una descripción precisa de cómo va devorando cosas, incluidos los huevos duros con cáscara y todo. Después, se pone de pie, suelta un sonoro eructo y se acerca a una ventana. Al mirar a su través, ve mucha gente que va de allá para acá con prisa. Todos van vestidos, de lo que deduce que él ha de vestirse también, puesto que es un humano. Sube a un cuarto diferente y encuentra un montón de chaquetas, pantalones y ropa de todo tipo. También zapatos. Pero no se lo sabe poner, así que pilla una bata y se la ata torpemente. Y en ese momento suena el timbre. Es una joven jorobada, vestida de negro y Samsa siente una extraña afinidad con ella. La chica le explica que viene a arreglar una cerradura del primer piso, respondiendo a un aviso que se le ha hecho desde la casa.

Suben de nuevo. La habitación del principio es la única que tiene cerradura y la chica se apresta a arreglarla. Mientras van hablando. A la chica le hace gracia que Samsa sea tan torpe y no sepa nada de nada, y le va contando cosas. La afinidad que Samsa siente por esta pequeña mujer encorvada, que recuerda en algo a los insectos, se convierte poco a poco en otra cosa, lo que hace que un bulto perpendicular en el centro de su cuerpo empiece a asomar formando una montaña bajo su bata. La chica se da cuenta enseguida y le vacila todo lo que quiere. Los diálogos entre ambos son hilarantes, pero entre medias, el lector comprende que hay una agitación inusual en la calle, que hay tanques por las grandes avenidas y toque de queda, porque estamos en el momento álgido de la Primavera de Praga. Por eso la empresa familiar de cerrajería ha enviado a esta chica, pensando que, por ser mujer y jorobada, tal vez pueda atravesar mejor las barricadas. Por eso también han huido los padres de Samsa, que le tenían encerrado con llave porque era un insecto apestoso con un caparazón hediondo. Ni siquiera han podido desayunar.

Todo encaja al final en este relato corto, del que no les cuento más cosas, porque mi intención es que se compren el libro. Es muy inspirador que Murakami, que tiene un año más que yo, tenga el ánimo preciso para hacer esta especie de ejercicio final de un curso de escritura y lo resuelva con tal brillantez. En el viaje a Birmania, un compañero me habló de este libro, que había leído por casualidad, pero no me supo decir el nombre del autor. Por lo que me contó, yo le dije que tenía que ser Murakami o algún discípulo suyo, si es que los tiene. A la vuelta comprobamos que mi intuición era cierta. Sólo me queda decir que la literatura es a menudo una forma perfecta de evadirse de una realidad asfixiante, política y climatológicamente. A punto de meterme con el segundo libro de Camilleri, les deseo un buen paso por esta canícula que parece que vaya a ser eterna. El domingo afloja un poco dicen. A ver si es verdad.

3 comentarios:

  1. El 22.06.17, Anónimo escribió:
    Has hecho bien en contarlo, Emilio. Me encanta ese giro sorprendente que tu querido Murakami ha dado a una de las criaturas más patéticas de la literatura universal: G. Samsa supera en sufrimiento al Raskolnikov de Dostoyevski, que ya es decir. Me has alegrado lo que queda del día. Gracias.

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  2. El 22.06.17, Anónimo escribió
    Respecto a "Canción dulce", odio las prolepsis, salvo que sean de García Márquez: "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento..." y, cuando llega el momento anunciado en la primera línea, resulta que el coronel Aureliano Buendía escapa indemne. Realismo mágico en estado puro. Me parece que en la adictiva narración de Slimani, los desdichados bebés no tienen "una segunda oportunidad sobre la tierra".

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    1. Mi respuesta del 27.06.17:
      Querida, respondo a tus dos comentarios sucesivos. Me alegro de haberte arreglado un día arduo y trabajoso como todos, con esta pequeña reseña. Murakami es capaz de convertir una historia muy triste como la de Gregor Samsa en algo muy divertido. El hombre renacido desde el insecto es un ser primitivo que piensa primero en comida y enseguida en sexo. Pero es muy curioso cómo va descubriendo las características de su nueva condición y a la vez rememorando sensaciones o recuerdos que no sabe de dónde le vienen. Ese cuento es muy estimulante y revela la penetración psicológica del autor y la empatía que le suscitan las personas con algún problema o discapacidad, algo que yo ya había advertido en otros textos suyos. En cuanto a Leila Slimani, lo tremendo es que en la primera página ya te dice "qué" ha pasado. Eso le permite concentrarse en buscar y explicar el "por qué". Y lo hace de forma certera y terrible.

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