Vuelvo a tener un rato libre para
escribir y voy a ver si soy capaz de completar unas líneas. No quiero ser
pesado, pero les reitero que estoy de viaje con un grupo que nunca se cansa,
que desarrolla jornadas intensas en las que caminamos, nos desplazamos en
tuk-tuks (pequeñas camionetas en cuya caja se sube uno y se sienta en el
suelo), o en trenes antediluvianos, o en carros de caballos que se desplazan
por pistas polvorientas, en pos de cualquier vestigio de cultura local presente
o pasada que se pueda disfrutar o fotografiar, actividades en las que nos
afanamos sin descanso hasta que se pone el sol, momento en que nos vamos a
algún bar y redondeamos la jornada con unas cervezas Myanmar de medio litro y
alguna delicia de la gastronomía local. Tras ello, regresamos al hotel, un
lugar en el que he de compartir cuarto con mi compañero M.A. y donde el
Internet suele funcionar como el culo. En esas condiciones, no es fácil ponerse
a escribir y sucede que al final me equivoco con el correo y envío la comunicación
a mi mailing de seguidores habituales sin las debidas precauciones de
seguridad.
Por eso estoy escribiendo tan
poco, a pesar de haberme llevado mi flamante ordenador Lenovo, ligero como
plumón de jilguero y súper práctico para actividades blogueras. Estoy ya en la
zona arqueológica de Bagan, la joya turística del país, junto con el lago Inle.
Bagan es la antigua capital de una serie
de reinos medievales de Birmania, que alberga más de 3.000 pagodas y templos de
los siglos IX al XII. Se ha pedido su inscripción como Patrimonio de la
Humanidad, pero la UNESCO no acaba de concederla, entre otras cosas porque la
Junta Militar que gobernó este país durante décadas, creyó tener aquí un chollo
y construyó una autopista asfaltada, una serie de hoteles de lujo y hasta un
campo de golf, una barbaridad ambiental en un lugar de semisabana árida y
polvorienta. Para colmo, han plantificado en todo el medio un rascacielos
rematado con la forma de las pagodas, que alberga el hotel más caro, junto con
un mirador panorámico en el piso más alto, propiedad del hombre más rico de
Birmania: un ínclito emprendedor, casualmente yerno del cabeza de la Junta
Militar. En esas condiciones, la UNESCO pasa de declarar esta maravilla como
Patrimonio de la Humanidad.
La última vez les hablé de la
zona del lago Inle, otro de los núcleos turísticos que aparecen ya en la agenda
de los principales tour-operators del mundo, lo que supone que en las orillas
del lago hay unos cuantos hoteles y resorts de superlujo, con sus propios
embarcaderos en donde montan a los ricachones en canoas y los pasean por el
lago, para que vean a los falsos pescadores haciendo sus números de circo y
pasando la gorra. Entre uno y otro centro turístico, hemos recorrido unos
cuantos lugares menos contaminados y más interesantes para mí. Me refiero a
Kalaw, Pindaya y Hsipaw, además de la gran ciudad de Mandalay, que cuenta con
tesoros artísticos que justifican su visita. Estos enclaves están fuera del
circuito del turismo más tóxico e invasivo, son lugares de atracción de jóvenes
mochileros y viajeros veteranos más heterodoxos como nosotros. Ya les haré
alguna descripción más detallada de este periplo, pero hoy voy a centrar mi
texto en algunos personajes con entidad propia.
1.- Jaime el guía. Aquí le tienen sonriente a mi lado. Como les
dije, su nombre el Khine, que se pronuncia Jain, y de ahí viene lo de Jaime,
como lo ha bautizado M.A. que tiene un talento especial para transformar los
nombres. Jaime es de la etnia rakhine, radicada mayormente en el estado del
mismo nombre, en la zona occidental de Birmania, costera con el Índico. Es una
de las muchas etnias que pueblan este país, donde los birmanos dominan a los
demás. Los birmanos viven en las zonas llanas y son los propietarios de los
principales recursos agrícolas y económicos. Los rakhine, como los shan o los
pa-o están un tanto jodidos, pero sin exagerar, porque, al fin y al cabo son
budistas. Los más puteados son los rohingya, musulmanes del noroeste a los que
ni siquiera se considera personas y se les intenta expulsar a Bangla Desh, en
donde tampoco los quieren. A la señora Aung San Suu Kyi, Premio Nobel de la Paz
y persona que ostenta ahora el poder real, se le ha criticado su indiferencia
al respecto.
El bueno de Jaime, es del tipo
grandote y vago. Lleva chanclas y la falda típica de los hombres birmanos, el
longyi, que se ata a la altura del ombligo y se lleva sin calzoncillo debajo.
Cuando paramos a orinar en algún punto en medio de nuestros desplazamientos, el
tío se levanta las faldas, como Lola Gaos en Viridiana, y utiliza el urinario.
Por lo demás, es un tipo acostumbrado a acompañar a parejas extranjeras del
otro turismo, el de los ricachones, que con nosotros se agota y se ve muy
superado. Cada noche lo dejamos reventado, hecho polvo. A veces utiliza estratagemas
para acortar nuestras caminatas senderistas, como decirnos que el camino que
queda es resbaladizo y peligroso para gente mayor como nosotros, pero nunca nos
lo creemos. Utiliza un castellano simple, de pronunciación desastrosa y empieza
sus parlamentos con una especie de tos sostenida, como la que usaba Toni
Leblanc en alguno de sus personajes televisivos, como si le costara arrancar.
Ya les haré un video-selfie con una imitación, cuando tenga las condiciones.
2.- Jayne, la viajera. De esta chica no tengo foto, o a lo mejor sí
la tengo pero no se la quiero poner. Cuando llegamos en nuestro tuk-tuk a la
bodega que visitamos en Nyaung Shwe, apareció pedaleando en una bicicleta de
alquiler, con la que apenas podía dominar la cuesta que terminaba en la bodega.
Nos escuchó hablar en español y se nos pegó para toda la visita. Luego la
invitamos a compartir con nosotros las botellas de vino que nos tomamos en el
bar de la bodega, contemplando la puesta de sol. Jayne Bostock es inglesa, unos
treinta años, rubia, con gafas, nariz prominente, sonrisa permanente, aire
general cariñoso, razonablemente atractiva para ser inglesa. La traigo aquí
porque es un estereotipo de una clase de personajes de las últimas generaciones
del mundo, tras 70 años de paz mundial.
Jayne viaja sola y es capaz de hacerlo
en un país como Birmania. En realidad es una mujer que ha hecho de los viajes
una forma de vida. Se gana la vida como profesora de inglés y cambia de destino
en cuanto puede (ha de estar en sus sucesivos empleos un mínimo de tiempo).
Empezó su trabajo en Barcelona, donde vivió dos años. A continuación trabajó
una temporada en Amán, capital de Jordania. Ahora vive en Taiwan City. El viaje
a Birmania son sus vacaciones. Le pregunté el por qué de ese periplo y, como
sin darse importancia, me contó que se había propuesto vivir un tiempo en un
país católico, luego en uno musulmán y luego en uno budista, para conocer todas
las culturas. Ahora planea pedir un destino en Latinoamérica y para eso le
interesa practicar su español. Intercambiamos nuestras direcciones de mail y
prometimos conectarnos por Facebook.
3.- Mimí la vendedora. En Mandalay cogimos un barco que nos acercó
a Mingún, un lugar donde hay una serie de monumentos de obligada visita. Por
ejemplo el gigantesco templo Mingun Pahtodawgyi, de 90 metros de alto y 150 por
150 de base, cuya imagen pueden ver abajo. Tiene una historia curiosa. El rey
Bodawpaya inició su construcción en 1790. El rey quería construir el templo
mayor del mundo, pero un astrólogo consultado pronosticó que, en cuanto el
templo se terminara, el rey moriría. Así que el tipo lo dejó sin terminar y fue
su hijo el que lo remató en 1820. Pero, en cumplimiento de la maldición, en
1834 un terremoto le provocó las grietas y graves daños que ahora ostenta. Aquí
son frecuentes los terremotos, el último el 24 de agosto de 2016, que afectó a
muchas de las pagodas de Bagan. Vean una imagen del colosal templo.
Desde allí caminamos hasta la
pagoda blanca, un lugar maravilloso del que ya les hablo otro día. En el camino
te persiguen vendedores de toda clase de productos artesanales que te acosan
como marroquíes. Son un coñazo y los íbamos espantando con sequedad. Pero entre
estos vendedores, había una chica que tenía una especie de elegancia natural y
no te hacía sentir acosado. Le dije que no quería comprarle nada, y me contestó
que no le importaba, que ella vigilaría mis zapatos a la puerta de la pagoda
para que nadie me los quitara (hay que descalzarse en todas partes en
Birmania). Al salir, allí estaba cuidando mis zapatos. Le ofrecí un billete sin
comprarle nada, pero lo rechazó dignamente. Ella no podía aceptar dinero a
cambio de nada. Pero ya has vigilado mis zapatos –le dije. Eso es gratis
–respondió. Entonces le propuse un juego. Nos
haríamos unos selfies juntos siguiendo mis indicaciones, y luego le pagaría por
eso. Mis instrucciones eran: uno riéndonos y otro serios. Aquí tienen el
resultado.
Entonces le dije que no valía,
que en el segundo se había reído también, y había que repetirlo. Lo intentamos
varias veces pero, cada vez que yo me ponía tan serio, le daba una risa invencible,
algo que no podía evitar. Le dije que no le pagaría si no posaba con seriedad.
Al final lo consiguió. Abajo tienen el último fruto del juego. Y la ampliación
del rostro de la muchacha. Convendrán conmigo en que esta chica tiene una
dignidad y una belleza especiales. Mimí, le reina de las vendedoras callejeras
de Mingún. Ya les sigo contando historietas. En unos días nos vamos a Pekín.
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