domingo, 5 de febrero de 2017

607. Desde la misteriosa y sugerente Birmania

En día de tristes aniversarios, cuento por primera vez con un rato para escribir, en mi habitación del Hotel Merchant Art Residence, en el centro de Yangón (Birmania). Con la memoria presente del compañero del alma que se fue justo hace tres años, y a quien recordamos no sólo hoy sino cada día del año, vamos con una apresurada reseña de lo que es mi viaje hasta ahora. El desplazamiento desde Madrid es una secuencia interminable, en la que se suceden las etapas viajando hacia atrás en el tiempo, como los protagonistas de aquellas viejas películas de ciencia ficción de serie Z, en las que los tipos en blanco y negro mostraban su ingenua perplejidad ante hechos que no comprendían del todo.

Me encontré con mis colegas en el reino de las tortugas en la estación de Atocha, a las 9 de la mañana del día 2 de febrero. De allí salimos en el cercanías hasta la T4, en donde nos subimos a un bus gratuito, de vuelta a la T2. Podríamos haber ido directamente en el bus amarillo, pero era un momento de hora punta y con lluvia en Madrid, con lo que era seguro que el bus se habría atascado en el marasmo de conductores atocinados en que se convierte el tráfico de la capital en esas circunstancias. Además, de la otra forma el desplazamiento nos salía gratis a todos (ellos con el billete del AVE y yo con mi pase), mientras que el bus amarillo cuesta 5 euros a todo el mundo. En Barajas facturamos y nos deshicimos del maletón mayor, para estar en punto a la hora de salida, las 13.20.

Dos horas y medio después aterrizamos en el aeropuerto de Frankfurt, en donde nos esperaba una escala de tres horas. Estábamos todavía, como quien dice, de este lado, por lo que aprovechamos para poner whatsapps y hacer alguna llamadita a horas cristianas. Porque lo siguiente era un viaje de nueve horas hasta Pekín, en donde el desfase horario es de siete horas con Madrid. Es decir, que a la hora que marca el reloj de pulsera hay que sumarle siete horas. Y allí nos esperaba una escala de nada menos que siete horas más. El aeropuerto de Pekín es desmesurado, faraónico, gallardónico. El diseño y los materiales tienen un aire a la T4, pero es más feo y los inmensos espacios resultan desangelados y excesivos para el número normal de usuarios, sensación subrayada por el frío que hace, pues es imposible calefactar unos espacios tan sobredimensionados, tanto en superficie como en altura.

Los pasajeros en tránsito deambulan por allí sobrecogidos por las dimensiones de unos habitáculos diseñados más para impresionar y mostrar la pujanza del régimen del nuevo capitalismo de estado, que por unos requerimientos de confort. La vista que se puede percibir a través de las inmensas cristaleras, nos muestra a lo lejos una ciudad embozada bajo la manta de contaminación, que es algo que, hasta que no se ve no se puede comprender en su magnitud. Abajo les pongo un par de imágenes. Entre unas cosas y otras, uno pierde las nociones más primarias, así que no les extrañará que en medio de ese tiempo suspendido, punteado por esporádicas cabezadas en unos asientos incomodísimos, yo suscitase la hilaridad del grupo cuando pregunté: “Pero, ahora mismo, ¿Estamos a 2 o a 3 de febrero?” Todos se rieron, pero, cuando les insistí, me dieron respuestas dispares.


En algún momento de este no-tiempo, alguien dijo que ya estaban abriendo el embarque y caminamos hasta la puerta correspondiente. El vuelo Pekín Yangón dura cerca de cinco horas más y por suerte iba medio vació, por lo que pudimos estirarnos un poco. Habíamos dormido unas cuantas horas en el vuelo desde Frankfurt, lo que en términos de ritmo circadiano podía corresponder a la noche del día 2. Y ahora lo intentamos de nuevo, con éxito desigual. Lo cierto es que salimos de Pekín ya de noche, así que seguramente estábamos cerrando ya el día 3 de febrero. El problema es que en Birmania hay que volver a cambiar la hora, porque retrocedemos en el ritmo de los husos horarios. De las siete horas que habíamos añadido, ahora había que restarle hora y medio. Los birmanos son tan cachondos que se han puesto media hora a su medida. Así que, ahora que son las 9.30 del día 5 de febrero, en España son ls 4 de la madrugada anterior. Ustedes están cómodamente durmiendo la noche del sábado.

Por lo demás, el aeropuerto de Yangón es pequeño, hay que bajar a la pista a coger un bus a la terminal, lo que ya te permite captar el cálido y húmedo ambiente del trópico. Colas interminables para pasar la frontera, en donde hay que mostrar el visado obtenido on line y los tres impresos que te dan en el avión, donde has de contestar las habituales preguntas absurdas: ¿ha estado usted en contacto en los últimos tiempos con rubber garbage? Para quien no sepa lo que es rubber garbage, en castellano lo llamaríamos estiércol, pero en gallego hay una palabra más precisa: estrume. Sólo entonces llegas a la cinta de los equipajes y allí, de forma milagrosa, aparece tu maleta intacta, esa misma que dejaste en Madrid. Siempre me ha resultado algo asombroso que, después de tres viajes, las maletas lleguen al destino fijado.

Afuera nos esperaba el guía que hemos contratado, un chaval de poco menos de 25 años, cuyo nombre es Khine. Sí, nosotros le llamábamos exactamente como ustedes lo acaban de imaginar, pero nos ha aclarado que la pronunciación correcta es Jain. Nos monta en un microbús con capacidad como para unas treinta personas, en donde hay un aire acondicionado gélido, así que agradecemos la ropa de invierno. Tengo que cortar, que me reclaman para continuar viaje. Sean buenos.

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