Supongo que ya estarán al tanto,
queridos lectores, de que el inventor del futbolín fue un gallego y a lo mejor
hasta conocen su vida y milagros, en cuyo caso les sugiero amablemente que no
sigan leyendo este texto y vuelvan a sus ocupaciones ordinarias, porque no les
voy a desvelar nada que no se encuentre por ahí en las wikipedias varias. Pero
es cierto: el futbolín fue inventado por un gallego, que se llamaba Alejandro
Campos Ramírez y que tuvo una vida singular, que merece la pena ser contada y
reseñada en este blog, y que finalizó precisamente un 9 de febrero, como hoy,
el del año del señor 2007, en Zamora. Se cumplen hoy, pues, 9 años del
fallecimiento de este gallego universal y cosmopolita, cuyas cenizas, según sus
instrucciones, fueron aventadas en parte sobre su querido río Duero, a cuya vera solía
pasear en sus últimos años, y el resto en el Atlántico, frente a su pueblo.
Alejandro Campos Ramírez nació en
Finisterre en 1919, hijo de un zapatero local. Era el mayor de diez hermanos.
Su padre se trasladó en 1924 a La Coruña donde montó un próspero negocio de
reparación de calzado y guarnicionería, que le daba para mantener holgadamente
a tan extensa familia. Alejandro era un rapaz con facilidad para las letras,
listo como el hambre, que despuntaba en el colegio. Por ello, su padre decidió mandarlo
a Madrid con quince años cumplidos, para que pudiera terminar el bachillerato y
emprender una carrera de letras como era su vocación, de forma que su talento
pudiera desarrollarse en un marco menos provinciano y limitado que el que ofrecía
La Coruña en los años veinte. La idea era buena, pero no contaba el imaginativo
zapatero de Fisterra con los terribles bandazos que estaban a punto de sacudir
a su familia. Alejandro llegó a la capital y quedó deslumbrado. Como me pasaría
a mí cuando llegué en 1968. Aun no me he recobrado de ese deslumbramiento.
Alejandro vivió un año mágico, en
el que se dedicó a conocer la ciudad, ligar con las mocitas en sazón, frecuentar
los teatros y las tertulias literarias a pesar de su juventud, además por
supuesto de estudiar y seguir su curso sin agobios. Era un muchacho inteligente,
seductor, xeitoso y con don de gentes, que se bebía a grandes tragos la vida
nocturna de la ciudad y que se integró en los ambientes bohemios en los tiempos apasionantes, ruidosos y tensos de la Segunda República. Pero las cosas empezaron a torcerse. La zapatería de su
padre entró en quiebra. Las crisis no eran entonces instantáneas como ahora,
pero terminaban por llegar. El crash bursátil del 29 generalizó la pobreza en Estados
Unidos y se extendió como mancha de aceite por el mundo. En España no tardó en
prender, porque la economía nacional iba como el culo durante la República, con
la inversión retrayéndose por la inestabilidad política, el caos institucional
y la violencia desatada.
Porque alguien que no haya leído unos
cuantos libros al respecto, puede llegar a pensar que la República fue un paraíso y el
período franquista un infierno. Y eso es falso, digan lo que digan los forofos
de la Ley de Memoria Histórica: la República fue un período jodido, en donde la
violencia política se adueñó de la escena y el país estaba al borde de la bancarrota, mientras
que el franquismo, al menos en los 24 años en que me tocó vivirlo, era un
tiempo comparativamente más tranquilo para el ciudadano de a pié. Aunque en la primera hubiera más libertad y en el segundo menos, que ese es otro asunto.
Sería bueno que, como país, conociéramos y asumiéramos nuestro pasado sin
adulteraciones, como lo han hecho, por ejemplo, los alemanes. Ya lo dijo
Napoleón Bonaparte: las sociedades que desconocen su historia están condenadas
a repetirla.
Nuestro héroe Alejandriño Campos recibió
un mensaje claro de su padre: no había dinero para seguir pagando sus estudios.
O sea que, o se quedaba en Coruña y se ponía a trabajar, o se iba a la capital a
ganarse la vida como pudiera. Alejandro eligió lo segundo y vivió otro año
maravilloso. El director de su colegio, no queriendo perder un alumno tan
brillante, le ofreció un trabajo: corregir los exámenes de los más
pequeños. Pero además, nuestro hombre tiró de sus múltiples conocimientos para
pillar otra serie de empleos: peón de albañil, ayudante en una imprenta y
(pásmense) bailarín de claqué en la compañía de Celia Gámez. Y, por supuesto,
empezó a escribir poemas en castellano y en gallego y conoció a León Felipe y otros intelectuales de primer nivel. Pero
todo esto se acaba de forma estrepitosa, como se imaginan. Estalla la guerra en
julio de 1936 y Alejandro se queda atrapado en la ciudad sitiada, sin ningún
contacto con su familia coruñesa que, como también sabrán, en cuatro días pasó a vivir en la llamada Zona Nacional.
Las cosas se precipitan. Una
bomba cae en el edificio en el que vive Alejandro, que queda sepultado bajo los
escombros (estamos en noviembre de 1936). Es rescatado vivo, pero
con graves secuelas: una pierna medio destrozada, que le dejará una cojera de
por vida, y los pulmones hechos polvo tras pasar mucho tiempo enterrado. Es
trasladado a un hospital de Valencia y de allí, con el alta, enviado a
Montserrat, Barcelona. Estamos hablando de un chico de 18 años. En
Montserrat, la República ha requisado el Hotel Casa Puig, para dedicarlo a
centro de recuperación de niños y adolescentes heridos, aprovechando el aire
sano de la montaña. Y allí es donde nuestro hombre inventa el futbolín. Resulta
que, frente al hotel había una explanada de tierra donde los chavales de la
zona jugaban al fútbol. Y en el hotel, los niños internados no podían hacerlo,
porque estaban cojos o mutilados.
Alejandro, que tampoco podía
jugar ya al fútbol ni bailar claqué, hizo unos planos y buscó quien le
construyera el artefacto. Encontró la ayuda de un carpintero vasco que
trabajaba para el hotel. Este buen hombre bajó a Barcelona a comprar los
materiales y confeccionó los primeros futbolines: jugadores de dos piernas, de
madera de boj, y pelotas de corcho aglomerado. Dos materiales muy duros y abundantes
en Cataluña. Empezaron a fabricarlos y Alejandro registró el invento en la
oficina de patentes de Barcelona. También patentó otro artilugio: un pasador
automático de hojas de partitura que se accionaba con un pedal. Este invento
estaba destinado a una joven pianista de la que estaba enamorado. Pero un
compañero suyo, que era trostkista y se había tenido que largar a Francia, porque los
stalinistas se lo querían cargar, empezó a fabricar futbolines al otro lado del
Pirineo.
Cuando los franquistas estaban a
punto de conquistar Barcelona, Alejandro se sumó a las columnas de refugiados
que, como ahora los sirios, se dirigían al país vecino. Se fue andando, con una
mochila en la que llevaba sus pertenencias más necesarias y su gran tesoro: las
dos patentes que le acreditaban como inventor. Pero la lluvia le martirizó de
forma constante durante diez días. Cuando encontró refugio en una ciudad, los
papeles estaban empapados. La patente del futbolín no se pudo salvar. La otra
sí, y de eso pudo vivir Alejandro hasta que decidió marcharse a Sudamérica. Hay
aquí una parte nebulosa que no he podido reconstruir: ignoro cómo pasó este
hombre la Guerra Mundial. Imagino que volvió a España, como tantos otros, para no caer en manos de
los nazis. Aquí, imagino también que nadie se metió con él (no había combatido
en la guerra), pero se encontró con una vida cultural demasiado chata para sus
ansias de creador y poeta. El caso es que, con el mundo en paz, Alejandro
vuelve a París en 1948. Allí comprueba que todo el mundo está fabricando futbolines y que luchar por la autoría del invento sería un proceso largo, caro e incierto. En 1951 viaja a Quito y enseguida a Guatemala, donde se
radica por un tiempo. Allí se reúnen con él algunos de sus
hermanos pequeños, con los que monta la empresa Campos Ramírez Hermanos, una
próspera factoría de juguetes de madera y, cómo no, futbolines.
Pero la historia le arrolla de
nuevo. En 1954, el general Castillo Armas da un golpe de estado, ayudado por
los yanquis. El dictador rompe relaciones con el gobierno español republicano
en el exilio y las establece con Franco. Alejandro se había distinguido como asiduo del Centro Republicano de Guatemala, al que ha suministrado
ocho futbolines, en los que entretienen su ocio los exiliados, junto con
visitantes ilustres, como el Ché Guevara, de quien Alejandro dice que era un
jugador muy malo. En colaboración con la nueva embajada española, los militares
secuestran al próspero fabricante de futbolines, a quien previamente han
requisado todos sus bienes, y lo embarcan en un avión a España. A mitad del
vuelo, cuenta Alejandro que se las arregló para entrar en el baño, donde se fabricó una falsa bomba con
una pastilla de jabón a la que dio forma de granada y recubrió con papel de
plata de unos chocolates que tenía. Salió de allí dando a gritos: o
desviaban el avión, o volaban todos por los aires, arre carallo.
Ya ven, además de inventar el
futbolín, este gallego universal fue el precursor de los secuestros de aviones.
El vuelo dio la vuelta y aterrizó en Panamá, donde fue detenido y liberado días más tarde con
estatus de refugiado político. Decidió entonces emigrar a México, a buscar a León Felipe y otros amigos del tiempo de la república y la guerra. Poco
después, había montado una editorial en el Distrito Federal, cuyos servicios
facilitaba a todos los emigrantes forzosos con un mínimo talento literario. En ese tiempo adoptó el seudónimo de Alejandro Finisterre, con el que sería conocido desde entonces. En
1973 fue el organizador del homenaje mundial a León Felipe, de quien se
convertiría en su albacea. Cuando la Transición, volvió a España y se instaló en
Zamora, para poder administrar la herencia de su amigo, que era de esa
provincia. No pensó en instalarse en Galicia, a pesar de que fue admitido en la Real Academia de la Lengua Gallega a petición de Álvaro Cunqueiro y otros. Y en su Fisterra
natal tiene una calle con su nombre.
En sus años finales, Alejandro Finisterre se dedicó a
contar las aventuras de su agitada vida, que algunos no se creen del todo. A él
le hubiera gustado pasar a la historia como poeta y editor, pero alguien
descubrió que era el inventor del futbolín, algo que sí está totalmente acreditado,
y sobre eso le hacían la mayor parte de las preguntas en las entrevistas. Les
dejo de propina una bastante corta (hay otras más largas en Youtube). Sean
felices.
Curiosa vida la de este hombre, supongo que en parte inventada por él mismo. No nos cuentas nada de su vida familiar. ¿Sabes si tuvo mujer y/o hijos?
ResponderEliminarNo he leído que tuviera hijos. Esposas sí, más de una, entre ellas una cantante de ópera mexicana, que no le acompañó de vuelta a España. Tampoco sé que tuviera mucha compañía en Zamora. Si alguien sabe algo, que lo diga.
EliminarFantástica biografía. Las emocionantes tardes que nos procuró su invento. Mi hijo Alejandro es todo un campeón en esta disciplina.
ResponderEliminarApertas amigo.
Yo he pasado muchas horas jugando al futbolín. No era demasiado bueno, solía jugar de defensa, no tenía mal manejo con el portero y marcaba goles con los laterales, a base de buenos viqueirones. Para eso era fundamental que los jugadores tuvieran dos piernas. Cuando vine a Madrid y encontré esos futbolines nuevos en los que el muñeco terminaba en un bodoque cuadrado de madera, mis habilidades se vinieron abajo, y también mi interés. Ahí me pasé al pinball.
EliminarGran abrazo, meu.