Escribo con una sola mano, por
los motivos que saben, y estoy un poco cansado al final de mi semana de pasión. Ya que
muchos de mis lectores me han expresado su consternación, solidaridad, cariño y
buenos deseos de una pronta recuperación de la funcionalidad de mi brazo
izquierdo, pues es de justicia que empiece por darles a todos las gracias
colectivamente. Ustedes, queridos amigos y lectores anónimos, sabrán
disculparme por no hacerlo por ahora de forma individual con cada uno, como acostumbro. Lo haré a partir de la semana que viene, especialmente con el gran Alfred, tan solidario conmigo que hasta se ha roto el mismo hueso quince días antes que yo. Un fuerte abrazo, querido amigo. Bueno, no demasiado fuerte, dadas las circunstancias.
Una vez recuperada la libertad sin tener que liarme a mamporros como suelen hacer Clint Eastwood y otros duros de Hollywood, es momento de resumir las últimas historias que me han ido pasando. El miércoles estaba yo muy confiado en que me mandarían a casa, pero no fue así. Estaba ya aceptablemente bien y me daban toda la medicación por vía oral, aunque me conservaban una vía cogida por si acaso (vía que se usó por última vez el martes por la noche). Por la mañana, bajé al sótano para que me hicieran unas radiografías de control y ya no volví a saber nada más de los médicos. La vida en un hospital es bastante aburrida, aunque descubrí que no había impedimento alguno para salir al exterior. Es algo lógico. Este es el hospital de una mutualidad laboral, muchos de los pacientes son gente joven que ha sufrido algún accidente de trabajo y hay un porcentaje de la población trabajadora que es bebedora, fumadora, jugadora, etc. No había riesgo de fuga, porque el hospital está en el culo del mundo y hacía un tiempo de perros.
Una vez recuperada la libertad sin tener que liarme a mamporros como suelen hacer Clint Eastwood y otros duros de Hollywood, es momento de resumir las últimas historias que me han ido pasando. El miércoles estaba yo muy confiado en que me mandarían a casa, pero no fue así. Estaba ya aceptablemente bien y me daban toda la medicación por vía oral, aunque me conservaban una vía cogida por si acaso (vía que se usó por última vez el martes por la noche). Por la mañana, bajé al sótano para que me hicieran unas radiografías de control y ya no volví a saber nada más de los médicos. La vida en un hospital es bastante aburrida, aunque descubrí que no había impedimento alguno para salir al exterior. Es algo lógico. Este es el hospital de una mutualidad laboral, muchos de los pacientes son gente joven que ha sufrido algún accidente de trabajo y hay un porcentaje de la población trabajadora que es bebedora, fumadora, jugadora, etc. No había riesgo de fuga, porque el hospital está en el culo del mundo y hacía un tiempo de perros.
Así que, con la ayuda de los visitantes, los internos habían sacado afuera algunas de las mesas y
sillas de la cafetería y habían montado sus reuniones con familiares y colegas, bien surtidas de tabaco y cervecitas, incluyendo más de una timba con dinero por medio, protegidos del relente por el ancho voladizo del porche corrido.
Algo normal en nuestro país, salvo por el hecho de que algunos de los participantes,
cerveza y cigarrillo en mano, fueran vestidos con un pijama azul claro y un
batín más oscuro. Es más: si llega a haber algún calorro accidentado, hubiera corrido el finito y se hubieran arrancado con algún tiriti-tran tran-tran-tran. A mí nunca me han entusiasmado las cartas pero, con otra
edad, a lo mejor había hecho por sumarme a alguno de los grupos. Con 65
cumplidos, uno ya pasa de que le tachen de arisco y antisocial, así que me
limité a sentarme en un poyete a contemplar el anochecer sobre los paisajes
impersonales del polígono industrial de Coslada, municipio contiguo a Madrid
que inicia el llamado Corredor Industrial del Henares.
El jueves, las cosas se
precipitaron. Estaba yo precisamente hablando por el móvil y quejándome de lo
aburrida que era la vida en aquel lugar, cuando irrumpió en mi habitación una
amplia representación de personas con bata, provistos de carpetas con mis
informes médicos y radiológicos. Al frente de ellos, el cirujano que me operó, el doctor Gárate, joven traumatólogo de ilustre apellido, pues se trata nada menos que de uno de los hijos del gran José Eulogio Gárate, mítico delantero del mejor Atlético de Madrid de la historia (el de Luis Aragonés, Irureta, Adelardo y tantos otros). Gárate era un futbolista de otros tiempos, jugador elegante de comportamiento deportivo exquisito, hombre culto (es ingeniero industrial), y de quien cuenta la leyenda que era tan caballeroso que no celebraba los numerosos goles que marcaba, por respeto a los jugadores del equipo contrario. Su hijo es ya un afamado traumatólogo, capaz de acometer operaciones tan complejas como la que me practicó a mí a lo largo de toda la mañana del lunes.
Tal como me explicó, hubo de acceder por el codo, hasta conseguir un agujero por el que poder introducir el clavo de 25 cm. Después, empezar a subir con el clavo hacia arriba. Pasar a la parte superior del húmero. Y hacer otro agujero cerca del hombro, para el tornillo superior. Ahí viene el momento más delicado: el de unir ambas partes del hueso roto y que encajen perfectamente. Cuando las dos mitades, están encajadas y aseguradas, hay que pasar los dos tornillos a través de los orificios transversales que tiene el clavo en sus extremos. El de abajo se hace a la vista, pues es por donde se ha iniciado la intervención. El de arriba, en cambio, se hace un poco a ciegas, si bien con ayudas radiológicas, pero hay que atinar en el lugar exacto. Escuchando estas explicaciones, no puedo menos que pensar que rematar una faena de esta precisión debe dar tanto gusto como marcar el gol de la victoria en un derby. No me extrañaría que los demás participantes en la operación lo celebren con los abrazos al uso, yujus y puñetazos al aire incluidos. Es más, si yo me hubiera podido despertar un instante, me habría sumado al jolgorio, o al menos habría levantado el brazo sano con la uve de la victoria. Por cierto, entré en quirófano a las 8.30 y me reanimaron después de las dos de la tarde.
La visita del jueves a primera hora, en cambio, fue cosa de cinco minutos. Estaba todo bien y me podía ir. Así que era momento de ducharse rápido, renovar los apósitos inferior y superior del brazo, vestirme de calle, recoger mis cosas, firmar un par de papeles y salir a la calle. Allí apareció puntual mi querido amigo X siempre listo a echar una mano (le debo hace meses un post exclusivo que incluirá desvelar su identidad y que ahora tendré tiempo de escribir). Media hora después estaba en mi casa. Ese día no tuvo ya mucho más que contar, dividí mi tiempo entre descansar y organizarme un poco para mi vida en los días de baja médica que tengo por delante.
El viernes tenía una cita a las 12 del mediodía en la clínica Asepeyo de Francisco Silvela, para una primera cura y explicación de cómo debía hacerme yo mismo las siguientes. Una novedad: me desperté agotado, después de casi no pegar ojo. Resulta que mi cama no es reclinable ni se puede cambiar con un mando a distancia, como la del hospital. Acompañé a mi hijo en el desayuno y empecé a comprobar mis habilidades. Me preparé un café y un buen desayuno. A partir de ahora, deberé ducharme, quitarme en la ducha los apósitos, lavar bien las heridas con gel neutro, secarlas cuidadosamente, darles un desinfectante y ponerme un apósito nuevo en cada una. Pero, esta vez, la desinfección y el cambio de apósitos me los iban a hacer en la clínica. Tenía, pues dos opciones: ducharme tapando bien los vendajes, o bien pasar de la ducha y acudir a la consulta hecho un marrano. Elegí la primera. Corté dos trozos cuadrados de una vieja bolsa de basura, me los fijé con esparadrapos y me duché largamente. Éxito completo, los apósitos no se mojaron nada.
Estas operaciones, con una sola mano útil, tienen su mérito, lo mismo que la de vestirme. Salí luego en dirección al Metro, accedí al andén (esta vez despacio) por el mismo lugar del accidente, hice un cambio en Pacífico para coger la línea circular y salí a la calle en Avenida de América, en donde hube de caminar unos 200 metros bajo una lluvia fina (ya saben que, para un coruñés, aunque lisiado, la lluvia no es un input a considerar). En la consulta me encontraron todo fenomenal, se sorprendieron de mi ánimo y terminé contándoles el congreso de Londres, para que entendieran por qué he pedido el reenganche (las dos doctoras que me atendieron me confesaron que su idea era la contraria: jubilarse en cuanto pudieran de un trabajo que consideraban aburrido y sin posibilidad de mejora). Así que la consulta les fue más útil a ellas que a mí, creo. Regresé por la misma ruta del Metro, pero, ya con tiempo, me quedé un buen rato por el punto exacto de mi accidente, observando al personal.
Ya saben que el criminal siempre regresa al escenario del crimen, lo que en la novela negra se suele llamar el lugar de lo hechos. Aquí mis reflexiones. Desde el recodo en el que yo vi por primera vez el convoy con las puertas abiertas, a punto de salir, y decidí de forma automática correr a ver si lo pillaba, hay exactamente 6 metros (los medí a pasos, como arquitecto que soy). El incidente no debió de durar más de tres segundos. Sin embargo, yo lo viví como a cámara lenta, como si hubiera durado mucho más. Me dicen que esto es normal, pero pocas veces había experimentado ese desfase del tiempo. Hasta ese recodo, yo venía caminando despacio, porque recuerden que mi primera forma de celebrar el cumpleaños era llegar al trabajo a la hora que me saliera de las pelotas, aprovechando que ya no me vigila una émula de carcelera nazi. Mi esprint fue algo simplemente instintivo.
El viernes observé el comportamiento de los usuarios del Metro, tanto allí como en el largo cambio de línea en Pacífico, a la ida y a la vuelta. Bueno, pues todo el mundo se apresura y corre, como si les fuera la vida en ello. En determinados puntos hay marcadores luminosos que indican que el tren está entrando en la estación. La gente los ve y echa a correr, sorteando a los demás, bajando a la carrera por las escaleras mecánicas y lanzándose a las puertas cuando ya se están cerrando. Prácticamente todo el mundo lo hace, sólo algunos gordos evitan correr, imagino que porque no pueden. Bueno, pues esta es mi gran enseñanza: estamos locos. A media mañana, como era este viernes cuando yo hice mi observación de campo, nadie se está perdiendo nada vital. Corremos porque estamos locos. Hemos perdido el placer del slowgoing, del vivir despacio, al ralentí. Un principio vital que el gran Adolfo Bioy Casares situaba en el segundo lugar de sus condiciones para una vida que merezca la pena llamarse vida: 1, buena salud, 2, vida al ralentí, 3, coito frecuente, 4, un cine cerca y 5, la familia lejos.
Les dejo por ahora. Ya les adelanto que mi intención es escribir bastante en el blog, aprovechando que tendré muchas horas libres con mi baja laboral estimada en torno a mes y medio. Todavía no he logrado el control completo del dolor y el sueño, a partir de los fármacos que me han prescrito, pero estoy en ello y, si esperan en este blog un foro de quejas y lamentaciones, ya se pueden buscar otra tribuna. Como rezaban algunos azulejos que pude ver en la fachada de modestas casas de La Habana, AQUÍ NO SE RINDE NADIE. Sean felices, coño. Es una orden.
Tal como me explicó, hubo de acceder por el codo, hasta conseguir un agujero por el que poder introducir el clavo de 25 cm. Después, empezar a subir con el clavo hacia arriba. Pasar a la parte superior del húmero. Y hacer otro agujero cerca del hombro, para el tornillo superior. Ahí viene el momento más delicado: el de unir ambas partes del hueso roto y que encajen perfectamente. Cuando las dos mitades, están encajadas y aseguradas, hay que pasar los dos tornillos a través de los orificios transversales que tiene el clavo en sus extremos. El de abajo se hace a la vista, pues es por donde se ha iniciado la intervención. El de arriba, en cambio, se hace un poco a ciegas, si bien con ayudas radiológicas, pero hay que atinar en el lugar exacto. Escuchando estas explicaciones, no puedo menos que pensar que rematar una faena de esta precisión debe dar tanto gusto como marcar el gol de la victoria en un derby. No me extrañaría que los demás participantes en la operación lo celebren con los abrazos al uso, yujus y puñetazos al aire incluidos. Es más, si yo me hubiera podido despertar un instante, me habría sumado al jolgorio, o al menos habría levantado el brazo sano con la uve de la victoria. Por cierto, entré en quirófano a las 8.30 y me reanimaron después de las dos de la tarde.
La visita del jueves a primera hora, en cambio, fue cosa de cinco minutos. Estaba todo bien y me podía ir. Así que era momento de ducharse rápido, renovar los apósitos inferior y superior del brazo, vestirme de calle, recoger mis cosas, firmar un par de papeles y salir a la calle. Allí apareció puntual mi querido amigo X siempre listo a echar una mano (le debo hace meses un post exclusivo que incluirá desvelar su identidad y que ahora tendré tiempo de escribir). Media hora después estaba en mi casa. Ese día no tuvo ya mucho más que contar, dividí mi tiempo entre descansar y organizarme un poco para mi vida en los días de baja médica que tengo por delante.
El viernes tenía una cita a las 12 del mediodía en la clínica Asepeyo de Francisco Silvela, para una primera cura y explicación de cómo debía hacerme yo mismo las siguientes. Una novedad: me desperté agotado, después de casi no pegar ojo. Resulta que mi cama no es reclinable ni se puede cambiar con un mando a distancia, como la del hospital. Acompañé a mi hijo en el desayuno y empecé a comprobar mis habilidades. Me preparé un café y un buen desayuno. A partir de ahora, deberé ducharme, quitarme en la ducha los apósitos, lavar bien las heridas con gel neutro, secarlas cuidadosamente, darles un desinfectante y ponerme un apósito nuevo en cada una. Pero, esta vez, la desinfección y el cambio de apósitos me los iban a hacer en la clínica. Tenía, pues dos opciones: ducharme tapando bien los vendajes, o bien pasar de la ducha y acudir a la consulta hecho un marrano. Elegí la primera. Corté dos trozos cuadrados de una vieja bolsa de basura, me los fijé con esparadrapos y me duché largamente. Éxito completo, los apósitos no se mojaron nada.
Estas operaciones, con una sola mano útil, tienen su mérito, lo mismo que la de vestirme. Salí luego en dirección al Metro, accedí al andén (esta vez despacio) por el mismo lugar del accidente, hice un cambio en Pacífico para coger la línea circular y salí a la calle en Avenida de América, en donde hube de caminar unos 200 metros bajo una lluvia fina (ya saben que, para un coruñés, aunque lisiado, la lluvia no es un input a considerar). En la consulta me encontraron todo fenomenal, se sorprendieron de mi ánimo y terminé contándoles el congreso de Londres, para que entendieran por qué he pedido el reenganche (las dos doctoras que me atendieron me confesaron que su idea era la contraria: jubilarse en cuanto pudieran de un trabajo que consideraban aburrido y sin posibilidad de mejora). Así que la consulta les fue más útil a ellas que a mí, creo. Regresé por la misma ruta del Metro, pero, ya con tiempo, me quedé un buen rato por el punto exacto de mi accidente, observando al personal.
Ya saben que el criminal siempre regresa al escenario del crimen, lo que en la novela negra se suele llamar el lugar de lo hechos. Aquí mis reflexiones. Desde el recodo en el que yo vi por primera vez el convoy con las puertas abiertas, a punto de salir, y decidí de forma automática correr a ver si lo pillaba, hay exactamente 6 metros (los medí a pasos, como arquitecto que soy). El incidente no debió de durar más de tres segundos. Sin embargo, yo lo viví como a cámara lenta, como si hubiera durado mucho más. Me dicen que esto es normal, pero pocas veces había experimentado ese desfase del tiempo. Hasta ese recodo, yo venía caminando despacio, porque recuerden que mi primera forma de celebrar el cumpleaños era llegar al trabajo a la hora que me saliera de las pelotas, aprovechando que ya no me vigila una émula de carcelera nazi. Mi esprint fue algo simplemente instintivo.
El viernes observé el comportamiento de los usuarios del Metro, tanto allí como en el largo cambio de línea en Pacífico, a la ida y a la vuelta. Bueno, pues todo el mundo se apresura y corre, como si les fuera la vida en ello. En determinados puntos hay marcadores luminosos que indican que el tren está entrando en la estación. La gente los ve y echa a correr, sorteando a los demás, bajando a la carrera por las escaleras mecánicas y lanzándose a las puertas cuando ya se están cerrando. Prácticamente todo el mundo lo hace, sólo algunos gordos evitan correr, imagino que porque no pueden. Bueno, pues esta es mi gran enseñanza: estamos locos. A media mañana, como era este viernes cuando yo hice mi observación de campo, nadie se está perdiendo nada vital. Corremos porque estamos locos. Hemos perdido el placer del slowgoing, del vivir despacio, al ralentí. Un principio vital que el gran Adolfo Bioy Casares situaba en el segundo lugar de sus condiciones para una vida que merezca la pena llamarse vida: 1, buena salud, 2, vida al ralentí, 3, coito frecuente, 4, un cine cerca y 5, la familia lejos.
Les dejo por ahora. Ya les adelanto que mi intención es escribir bastante en el blog, aprovechando que tendré muchas horas libres con mi baja laboral estimada en torno a mes y medio. Todavía no he logrado el control completo del dolor y el sueño, a partir de los fármacos que me han prescrito, pero estoy en ello y, si esperan en este blog un foro de quejas y lamentaciones, ya se pueden buscar otra tribuna. Como rezaban algunos azulejos que pude ver en la fachada de modestas casas de La Habana, AQUÍ NO SE RINDE NADIE. Sean felices, coño. Es una orden.