Ya saben lo que se dice: en el
ojo del huracán hay una insólita calma. El aire gira enloquecido alrededor,
pero en el centro del torbellino se respira una tranquilidad sorprendente. Es a
veces el lugar y el momento para examinar el entorno sin apuros, para pensar de
dónde venimos, a dónde vamos y todo lo demás. Es la ocasión de ver claras
algunas cosas, de despejar dudas, de tomar decisiones. Instantes en que uno
experimenta una extraña lucidez. A veces, en medio de la aceleración, encontramos
momentos de pausa, de calma chicha, como cuando en una película de acción el
director te sorprende con unos planos de movimiento ultralento, en los que una
música adecuada subraya la singularidad de la escena.
Algo así me sucede a mí en
momentos puntuales de mis excursiones senderistas. Como les he contado, el grupo
al que pertenezco es amplio y de condición física diversa. En cuanto empezamos
a andar, el grupo se disgrega y se estira formando subgrupos por afinidades de
sexo, edad y amistad. No les sorprenderá saber que a mí lo que más me gusta es moverme
arriba y abajo, pasando de unos corros a otros, como hacen los perrillos que
acompañan a los grupos de caminantes. Dice mi amigo Enrique Ubillos que tengo una
tendencia natural a moverme de manera browniana, como las partículas de ciertos
gases. El caso es que en estas últimas excursiones (el sábado pasado subimos al
cañón del rio Lobos), he encontrado momentos solitarios con algunos colegas y
eso me ha servido para encontrar algunas respuestas que buscaba.
Uno tiende a creer que sus
problemas son únicos y se esfuerza en solucionarlos en solitario, sin conseguir
avances sustanciales. Y, de pronto, en medio de una caminata a través del monte
bajo un sol de justicia, descubre que a todos los demás les sucede o les
preocupa lo mismo. Que los demás han encontrado ya lo que tú buscas. Que ya
está todo inventado. Algo así me ha sucedido a mí, en relación con algunos
problemas que me acechan, y de los que no les he dado noticia, porque al
protagonista de este blog (que no soy yo) no le pasa ninguna putada; es una
especie de supermán añoso, inasequible a las agresiones del entorno. Pero yo
tengo mis problemas propios (además de los que atañen a las personas que
quiero).
Con 63 tacos, mis problemas derivan
de mi edad y condición. No, no. No son esos que se imaginan, no sean
malpensados; eso que tienen en mente todavía no me pasa, hay que ver:
ustedes-vosotros siempre pensando en lo mismo. Haciendo un símil
automovilístico, yo ya soy un coche viejo. Y, como los coches viejos, tengo
ruidos. Cada vez más ruidos. Hablemos primero de la carrocería. Asunto de chapa
y pintura. Como ya les he contado, mi caminata de 18 kilómetros por la vega del
Genil, se saldó con dos uñas negras, una en cada pié. Ya me había pasado en
algún maratón, pero nunca caminando. En algunas de mis últimas excursiones había
estado a punto, pero me había salvado. Siempre creí que ese problema se debía a
no haberme cortado las uñas a su debido tiempo. Pero esta vez las tenía en su
punto.
Y ahí es donde viene lo de las
conversaciones con los colegas: todos (sin excepción) han tenido el mismo
problema y han tenido que cambiar de botas. Parece ser que el pie varía con la
edad, se hace más grande y se vuelve más frágil. Y entonces hay que cambiar de
bota. Es algo que no imaginaba, que el problema fueran las botas. Siempre he
tenido unos pies súper duros. Desde pequeño usé zapatos de Segarra, que me duraban años, hasta que los destrozaba de jugar al
fútbol con piedras. No tuve el menor problema con las botas reglamentarias que
me dieron en la mili, todavía más duras. Mis botas de senderismo son unas Chirucas de trekking de hace unos veinte
años, fabricadas en Gore-tex, rígidas, como se llevaban entonces. Me las compré
en Gonza-Sport, la mítica tienda de la Ribera de Curtidores. Y resulta que,
desde entonces, el diseño de botas ha dado un vuelco espectacular, basado en el
uso de materiales flexibles e impermeables. Descubrí que todos mis colegas habían cambiado en algún momento de botas y ya no tenían más problemas de uñas
en las bajadas. En fin, cuando tenga un rato tras mi fase de aceleración vital,
me pasaré por el Rastro a comprarme unas botas nuevas.
Pero mis problemas de carrocería
no acaban aquí. También está la espalda. Algunos de mis lectores han advertido
que hace tiempo que no hablo de carreras. Que ya no relato mis hazañas bélicas
contra el crono. Lo cierto es que la última de estas batallas la desarrollé en
la Casa de Campo, en donde conseguí cerrar el Trofeo Akiles en 54.27. Unos días
después, me empezó a doler la espalda. De una forma inequívoca: en cuanto
dejaba de entrenar, se me pasaba. Y en cuanto empezaba otra vez, me volvía el
dolor. La espalda no me duele mientras corro, ni después. Es por la mañana, al
levantarme.
Vale, pues deje usted de correr,
pensarán ustedes con una lógica incontestable. Pero es que lo que yo quiero es
correr y que no me duela. Acudí a mi médico, amigo y gurú Joe, que me tendió
sobre una cama y me palpó con sus dedos que ven a través de la piel. Localizado
el punto doliente de forma inequívoca, su diagnóstico fue claro: se trata del
lugar donde se unen una serie de terminaciones tendinosas. No tiene nada que
ver con la columna. No se me va a quitar del todo en un tiempo, tanto si dejo
de correr, como si no. Y aquí otra vez mi sorpresa. A todo el mundo le duele lo
mismo. Quiero decir, a todos los que siguen haciendo deporte a ciertas edades.
No se soluciona con estiramientos; eso sirve para el músculo, no para el
tendón. Pero hay medios paliativos que pueden ayudar a solucionar el asunto.
Hace años que uso una crema
homeopática para cualquier dolor muscular o lesión. Se llama Traumeel y contiene árnica, caléndula
officinalis, hammamelis, equinacia, acónito, atropa belladona y quién sabe qué
hierbas más. Me la solía aplicar con calor, con ayuda del secador de pelo al máximo
de temperatura, y sus resultados son mágicos. Pero mi amigo Juanmi el
Guitarrero, el luthier del barrio, me descubrió un remedio adicional: ponerme
una faja de neopreno para hacer deporte. Ya me la he comprado y estrenado. Juanmi
el Guitarrero es motorista, ciclista y vicioso de las artes marciales. Le duele
lo mismo que a mí, y lo que hace es ponerse Traumeel bajo la faja, para cualquier
tipo de actividad física, hasta para la moto.
En uno de mis recorridos
senderistas, Perico, un colega jubilado al que también le duele el mismo punto,
me explicó otra rutina. Él se levanta cada día y se va a jugar al tenis,
con su faja de neopreno. Al volver, se ducha con agua muy caliente, se
da entonces el Traumeel y se sienta tranquilamente, ya sin faja, a leer la prensa y desayunar, en una silla
de respaldo recto con un cojín térmico de esos que se enchufan. Y como nuevo todo
el día. Bien, entre unas cosas y otras ya se me ha echado el calor encima y mi
temporada de corredor está arruinada. En agosto o septiembre iniciaré la nueva,
alternando estas estrategias tras unos meses de descanso. Y si no funcionan,
pues tendré que dejar de correr. No hay otra.
Pero la rutina que me explicó
Perico me remite a otro tipo de problema, éste ya no de carrocería: qué hacer
dentro de año y pico, cuando cumpla 65. Hasta hace dos años y medio, yo me
divertía mucho en el trabajo, me ocupaba de tareas que entendía útiles para la
ciudad y para la marca Madrid y el resultado en conjunto era gratificante para
mi persona. Entonces tenía clara mi intención de reengancharme hasta los 70. A raíz
de los cambios en la estructura que siguieron a la marcha del señor Gallardón,
mi situación pasó a ser la que todos saben (este blog es uno de los daños colaterales
de ese vuelco; eso que salen ustedes ganando).
El caso es que, igual que no era
consciente de que estaba usando unas botas anticuadas, durante estos dos años y
pico he conservado fresca la idea de reengancharme. Una idea tan absurda como
mis viejas chirucas. El reenganche ya no es automático, como hasta hace poco.
Ahora te ponen muchos problemas, y yo estaba incluso preocupado por ver cómo me
lo montaba. Pero en alguna de estas caminatas he podido contrastar opiniones de
gentes de antes y después de los 65. Y he visto la luz. Por ejemplo, mi colega
Rafa se reenganchó a los 65, cuando tenía un trabajo divertido y enriquecedor
en el Ministerio de Fomento. Pero cuando llegaron los recortes, lo dejaron sin
presupuesto y pasó a desempeñar tareas de florero. Inmediatamente pidió la jubilación,
sin esperar a los 70. Todos los jubilados que he tratado, y que tienen (como yo)
hobbies, están felices. Los únicos
que he encontrado tristes son ese tipo de gente que no sabe hacer otra cosa que
venga de trabajar y venga de trabajar.
Así que mi proyecto es ahora el
contrario. En cuanto cumpla 65, me largo, como primera opción. Si quieren que
me quede, habrán de ofrecerme algo divertido y enriquecedor a nivel personal, y
tendrán que insistirme mucho. Esta última posibilidad es altamente improbable,
dada mi edad y mi ausencia de relaciones privilegiadas con el poder (hace
tiempo tenía amigos en todos los partidos, pero se han ido marchando del
Ayuntamiento). Tampoco es imposible del todo. No se sabe qué va a pasar después
de las elecciones de dentro de un año. Ya veremos. Pero digamos que lo normal es que me
largue. Así que voy a empezar a contar los días, como los veteranos de la mili.
Un año y medio se pasa en un volao.
Y qué gusto, disponer para mí de
las casi nueve horas que pierdo al día: siete y media de horario implacable,
más el desplazamiento en coche (esto último, lo más gratificante algunos días).
Me haría un horario como el de Murakami que ya les he descrito: madrugar,
correr un rato, ducharme, desayunar bien y escribir hasta el mediodía. Luego
una buena comida, una siesta y el resto del día para vaguear por ahí, ver a los
amigos, cuidar a la gente que me quiere. Y el placer de ver exposiciones casi solo. Y
viajar fuera de temporada. Ganaré menos dinero, pero me adaptaré fácilmente, ya
he hecho mis cuentas. Ese es ahora mi objetivo y estoy feliz con él. Para cuando
llegue el momento, si la salud no me traiciona, espero tener solucionados mis
problemas de chapa y pintura. Y, si tengo que dejar de correr, me dedicaré a la
bici o al senderismo. Y si no al zumba fitness, que aquí debajo ven de qué va. Ya tengo localizada a la profesora. Como rezan algunos azulejos en las casas de La Habana: Aquí no se rinde nadie. Sean
buenos.
Con el zumba fitness y la profesora de la foto, fijo que se le cura la espalda en dos días. Ya estaba yo un poco mosca con la falta de hazañas bélicas de corredor. No sabe cuánto lo siento. Sea prudente, no se vaya a hacer una avería...
ResponderEliminarNo se preocupe. Soy ultraprudente. Por eso he parado un tiempo, a ver si se recomponen las piezas.
EliminarO sea, que lo de "de donde venimos, a donde vamos, etc" se reduce para usted a los problemas de uñas, espalda y perspectiva de jubilación. ¿No cree que es un poco simple? Yo esperaba que a su edad tuviera usted unas inquietudes más trascendentes.
ResponderEliminarNunca he pretendido ser filósofo. Vea el verbo: "pretendido". Si algún valor tiene este foro es la falta de "pretensiones". Si quiere usted trascendencia lea a Paulo Coelho. Si es que puede (yo no lo soporto).
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