jueves, 8 de mayo de 2014

250. Tengan paciencia, hombre

Eso, tengan un poquito de paciencia, que aun ando por aquí, aunque no me manifieste. En las dos últimas semanas no he tenido tiempo para cultivar este huertecito del blog que tanto les gusta, pero no se apuren: esto va por rachas y antes o después volveré a disponer del margen que me permita seguir escribiendo paridas para solaz propio y ajeno. Ahora mismo tengo un notable volumen de trabajo matutino que debo desatascar, para que mi desidia no retrase las tareas de los que van detrás en la cadena. Así que no puedo hurtar ni un segundo a mis obligaciones. Pero esto no es más que un pico de trabajo, que se pasará y me volverán a sobrar horas, porque el sistema de control de tiempos es ciego y no distingue de puntas y valles.

Y en cuanto a las tardes, pues qué quieren que les diga: que no paro. Eso también pasará. Sin ánimo de ser exhaustivo, he estado haciendo senderismo por el entorno de Granada los cuatro días del puente, he tenido que atender a mis amigos Gonzalo y Judy, de San Diego, que han pasado unos días por aquí (esta mañana se iban también para el sur), he participado en una clase de un master de la Escuela de Arquitectura, he tenido varios contactos con un cubano a quien voy a pasar mi novela (esa que lleva guardada en un cajón desde poco antes de la apertura de este blog) para que me haga una corrección profesional, a ver si entre los dos la depuramos y la mejoramos. También mantengo el contacto con Papi Sylvain Nsala, el hombre de Kinshasa, que no sé exactamente qué es lo que espera de mí.

Más cuidar mi casa, atender a mi hijo pequeño que últimamente no sale de ella, ayudar al otro a conseguir los documentos que necesita para apuntarse a un master de dos años a partir del próximo septiembre, y mil cosas más. Y, encima, como ya les conté, está el tema del furgol, que cada tarde noche te ofrece un partido nuevo a cual más interesante, en este final de temporada que nadie esperaba. Menos mal que aun no me he puesto a hacer la declaración de la renta, que si no se quedan sin blog hasta agosto, por lo menos. Un verdadero sinvivir. El miércoles pasado encontré una minúscula grieta de tranquilidad en este discurrir enloquecido del tiempo, me puse a escribir y salió lo que salió: un texto de calidad más bien escasa, con errores de todo tipo, incluidos los relacionados con los centilitros y otras medidas de capacidad que corregiré cuando tenga un rato.

Creo que no debo de volver a hacer eso. Me refiero a escribir de prisa y corriendo, sin tiempo de repasar el texto, contrastarlo y tener incluso el margen de tirarlo a la papelera (virtual) si no alcanza los mínimos de calidad que me he autoimpuesto. Con las mejoras técnicas que me ha ayudado a instalar el bueno de Lisardo, la estructura básica del blog está al nivel que necesito. Por ahora no quiero otras mejoras. A partir de ahí, intentaré seguir escribiendo sobre los temas que me interesan, sin agobiarme ni sentirme obligado a llevar un determinado ritmo. Si por temporadas no salen demasiados posts, pues lo siento pero se tendrán que aguantar. En el fondo estoy utilizando las tácticas de las compañías telefónicas: primero crearles la necesidad y después irles administrando el alimento. Sólo me falta cobrarles por entrar al blog.

Entre las cosas que he hecho en estos días, tengo que hablar de mi asistencia a la presentación de una nueva Guía de la Arquitectura de Madrid, que tuvo lugar en la biblioteca municipal que ocupa la antigua Casa de Fieras del Retiro, un lugar verdaderamente grato, cuya visita les recomiendo encarecidamente, si no lo conocen. Como arquitecto, recibo frecuentemente convocatorias de este tipo, a las que no suelo acudir, porque es un mundo que me resulta bastante ajeno. Esta vez hice una excepción, exclusivamente por el hecho de que la presentación del libro corría a cargo de Ricardo Aroca, un hombre muy interesante, que fue profesor mío hace ya la friolera de 40 años. Orador brillante y muy divertido, sus conferencias son siempre amenas. El año pasado publicó un libro llamado La Historia Secreta de Madrid, que no he leído todavía, pero del que hablan maravillas (aquí tienen una referencia). 

Mis expectativas se cumplieron al milímetro. Es decir, que hablaron el editor, al principio, y el autor de la Guía al final, bastante grises los dos. El editor, por lo menos fue breve. Porque la intervención del autor fue un peñazo, lastrado además por el empeño de agradecer personalmente a todos los amigos y parientes que le habían ayudado en su tarea (estaban todos en la sala), a la manera de algunos premiados en la ceremonia de los Goya. Ya saben: cuando tenía calor, Fulanita sacaba el abanico y me refrescaba. Y la Fulanita de turno se ruboriza y se esponja cual mocita en flor. Entre ambos pelmas, el gran Ricardo Aroca de siempre, barbas y pelos completamente blancos, voz socarrona y humor corrosivo.

En los setenta, Aroca venía a la Escuela en moto, en invierno y verano. Cuando la temperatura rondaba los cero grados, empezaba sus clases congelado, con el rostro blanco y los pelos de punta (quizá no llevaba casco). A medida que desarrollaba sus explicaciones, iba entrando en calor, su cara cobraba color y el pelo se le iba aplastando. El otro día, tras la entradilla del editor, empezó diciendo: “Tengo que dar las gracias a mis contertulios por haberme invitado a participar en este acto, porque, como todo el mundo sabe, a mí lo que más me gusta del mundo es hablar en público, un placer del que cada vez disfruto menos, porque hace cuatro años decidieron jubilarme en la Escuela y ya casi no me llaman de ningún sitio”. Lo dicho: un genio.

Continuó diciendo que él iba hablar del libro que presentaba, si acaso un poquito al final de su conferencia, porque él de lo que quería hablarnos es de la historia de Madrid. Empezó entonces a explicar las historietas que cuenta, supongo, en su propio libro, a partir de la decisión de Felipe II de instalar la Corte en Madrid (al parecer, Madrid no fue declarada capital de España hasta la regencia de María Cristina, limitándose a ser sólo la sede de la corte). Hasta entonces, Madrid era una pequeña villa castiza, bien surtida de agua y protegida por la sierra de los vientos dominantes. Muchas veces me he preguntado yo cuál sería el motivo de que el rey Felipe eligiera un lugar que no tiene las condiciones naturales de Lisboa, Londres o París.

Dice Aroca, que eso de que el rey buscaba el centro geográfico de España es una razón falsa, que fue aducida a posteriori (no hay que olvidar que el Imperio de Felipe II, en el que nunca se ponía el sol, tendría seguramente un centro bastante más lejano). Para Aroca, las razones fueron otras. Felipe II buscaba un lugar tranquilo, lejos de los ajetreos, para gobernar su imperio sin que nadie le diera la murga, y por eso fue rotando la corte por diversos lugares, como Toledo o Segovia, de donde se acababa marchando. Madrid era un sitio pequeñito, sin ruidos ni tensiones y (lo más importante) no tenía arzobispo, porque no había diócesis. En las sedes anteriores, el arzobispo mandaba mucho y eso no agradaba al rey.

Pero, en cuanto Felipe se instaló en Madrid, empezó a venir gente, nobles, comerciantes, órdenes religiosas que ocuparon las mejores parcelas para sus conventos. La ciudad se empezó a congestionar, el agua escaseaba y la tranquilidad se esfumó. Esas fueron las razones por las que Felipe se construyó El Escorial, para ver si de una vez lo dejaban en paz. En tiempo de Felipe III la ciudad estaba ya insufrible, hasta el punto de que el rey decidió trasladar la corte a Valladolid. Pero la nobleza, con el Duque de Lerma a la cabeza, había comprado muchos terrenos en Madrid, tenía grandes expectativas especulativas y el traslado de la corte era una desgracia para ellos. Así que entre todos reunieron 250.000 ducados, una cantidad notable para la época, para convencer al rey de que regresara. La ciudad continuó su crecimiento, lo que requería la construcción de una muralla tras otra, que enseguida se veían superadas por el caserío, hasta que Felipe IV decidió que, como ya no había enemigo, no hacía falta construir una muralla. Bastaba con una cerca, con sus puertas, en las que los comerciantes y viajeros pagaban sus impuestos por entrar a la ciudad y vender sus productos.

La verja de Felipe IV marcaba el perímetro de la ciudad y tenía puertas y portillos. La diferencia entre unas y otros era, además del tamaño, que, aunque ambos se cerraban por la noche, en las puertas se quedaba un retén de vigilancia, que podía abrirlas en caso de que alguien necesitara entrar o salir de la ciudad. El caserío estuvo contenido dentro de esa verja hasta los convulsos años que sucedieron a la muerte sin descendencia de la reina Isabel II, bien entrado el XIX, los tiempos de la primera República y el gobierno de Amadeo de Saboya. Entonces se proyectó el Ensanche, en este caso limitado por una zanja, que fue el límite de la ciudad hasta la guerra civil. Antes de eso, tuvimos un breve interregno de ilustración en los tiempos de José Bonaparte, un tipo culto y con ideas, contra el que se levantaron cuatro analfabetos que lo echaron a patadas, total para poner a Fernando VII, que lo primero que hizo fue cerrar todas las universidades del país.

En fin, estas fueron algunas de las historias que contó Ricardo Aroca en la antigua Casa de Fieras del Retiro, donde reservó los minutos finales de su charla para hablar brevemente del libro que tenía que presentar. Como  ven, el tipo está en plena forma.

2 comentarios:

  1. Estará en plena forma, no lo dudo, pero Isabel II no murió sin descendencia. Tuvo más de media docena de vástagos, aunque ninguno de ellos era, al parecer, de su esposo Francisco de Asís Borbón ("Paquito Natillas es de pasta flora y orina en cuclillas como una señora"). Lo que hizo la reina bombona fue marcharse al exilio tras ser destronada por su desastroso desgobierno; en París abdicó a favor de su hijo Alfonso, que llegó a reinar como Alfonso XII, bisabuelo de nuestro actual monarca. Por tanto, la fogosa Isabel II (tuvo docenas de amantes) es la tatarabuela de nuestro rey, que tampoco se caracteriza por su castidad ni por su amor a los elefantes. En fin, para ser tatarabuela es obligatorio tener descendencia, creo yo. Ojalá hubiera sido la historia como la cuenta tu estrafalario profesor Aroca.

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    1. Todo lo que cuentas es cierto, pero el error no está en la charla de Aroca, sino en mi transcripción. Aroca sabe, por lo menos, tanta historia como tu. Al lado de ambos, yo soy un ignorante supino, sobre esa época de la historia de España. Eso explica que haya escrito "muerte sin descendencia", cuando debería haber puesto "marcha sin una sucesión inmediata". Los años que transcurrieron entre la marcha de Isabel II y la coronación de Alfonso XII, fueron esa época convulsa que incluyó la primera República, que no llegó a cumplir ni un año, y el paso por el trono de Amadeo de Saboya. Lo que yo no sabía es que la verja de Felipe IV había durado hasta el comienzo de esos años de vértigo.
      Te agradezco la precisión y, siguiendo las normas de Lisardo, dejo constancia de mi error garrafal, pero no lo corrijo en el texto original, como sí hago con las erratas, imprecisiones con los centilitros y similares.

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