Me dice una amiga que los americanos han encontrado un producto que,
inyectado en ratones calvos, hace que les crezca un pelo de puta madre en
quince días. Que ahora investigan si el producto puede ser aplicado a humanos,
paso que todavía no cuenta con las autorizaciones sanitarias preceptivas. Busco
en Google y encuentro dos cosas. Una, que la noticia salió en todas las
revistas científicas hace unos tres años. Aquí tienen la reseña publicada en el ABC,
donde se explica que a los ratones se les provoca primero un grado de estrés
tal, que pierden todo el pelo, entre otros efectos terribles. Entonces les
inyectan el producto, llamado astressín-B, y el pelo vuelve a salir.
Incluso publican unas fotos que dan bastante dentera. ¡Pobres animales!
La segunda cosa que he encontrado es que, en estos tres años, los
yanquis se han lanzado a comercializar el tema. Para qué iban a esperar más. Un
laboratorio llamado DSLaboratories se ha hecho con la patente de una
loción que contiene astressín-B y la está vendiendo por Internet. El nombre
comercial del producto es nada menos que Spectral F7. ¿No les parece un
nombre un poco siniestro? A mí me gusta más el de un champú que anuncian en la
tele: Fructis No-Más-Daños. Los
americanos tienen un concepto muy suyo de la onomástica. ¿Creen que les estoy
tomando el pelo (nunca mejor dicho), cual vulgar Follonero? Pues aquí tienen el
link del producto. Está en inglés, pero ¿no me dirán ahora que eso supone un
problema para ustedes, contrastados políglotas curtidos en cien batallas
idiomáticas?
El asunto de la pérdida de pelo en varones añosos (alopecia la
llaman los médicos, que tienen que ponerle nombres griegos a todo) es algo que
preocupa mucho a algunas personas. Yo, sin ir más lejos, estaba jodido de ser
un chauve, como llaman en Francia a los calvos, hasta que mi amiga
Chantal me aclaró que la palabra chauve se reserva para los calvos tipo
bola de billar, que yo era sólo un dégarni. Un alivio, porque las
denominaciones de origen son decisivas. En Portugal les llaman carecas,
en Inglaterra balds, en Japón hageta,
en México pelones. Y en el País Vasco calvochagas. Perdón, he de
escribirlo en euskera: kalbotxagak. Esa preocupación de la que hablo, ha
llevado a que en todas las épocas hayan salido estafadores que vendían
crecepelos, para mantener vivo el viejo sueño de que los folículos perdidos retoñen como brotes de
rosal en primavera. En las películas del Oeste era frecuente la aparición del
vendedor callejero que ofrecía su fórmula magistral. Aquí tienen una página del
ABC del 17.03.1932.
Ya ven. En plena República, un
anuncio proclama la solución para todos los calvos, precalvos y enfermos del
cuero cabelludo: la maravillosa loción Urania. Es un pdf, pueden
ampliarlo para leer la agradecida misiva de un parroquiano de Almagro que,
alborozado, cuenta cómo su nueva y abundante cabellera suscita la admiración no
sólo de los vecinos de su pueblo, sino también de los limítrofes. Por esos años
ya se usaba con profusión el mejor de todos los remedios: el bisoñé, también
llamado peluquín. En el número 7 de la calle Huertas, la casa Ramos presumía de
fabricar los mejores, incluyendo los que imitaban el afamado moño griego.
Ahora, cualquiera puede pensar:
qué bobada, vas con tu calva al viento y al que no le guste que no mire. Pero
en aquellos tiempos la pérdida de pelo era vista como un drama por ciertos
caballeros pudorosos, que se sentían como si se les estuviera viendo el culo.
Tras la Segunda Guerra Mundial surgió la figura de Yul Brynner, precursor de la
máxima “ni hablar del peluquín”, pero no creó tendencia. Yul Brynner no era
calvo; se afeitaba la cabeza para pillar papeles de emperador chino, que nadie
interpretaba como él. Luego vendrá el teniente Kojak, ariete de la salida
masiva del armario de legiones de calvos satisfechos. Ahora, hasta se considera
que los calvos tienen un sex-appeal irresistible. Pero eso es algo muy
reciente.
A finales del siglo XX, se
popularizó la técnica del autotrasplante a base de microinjertos que te sacaban
de la nuca y te los sembraban en la parte de delante. Era un tratamiento muy
caro y los primeros daban un resultado bastante poco vistoso, porque los
microinjertos tenían diez o más folículos, lo que producía el llamado “efecto
pelo de muñeca”. Luego pasaron a hacer injertos más pequeños y dispersos y el
resultado mejoró. Un amigo mío se hizo uno de los primeros y durante meses tuvo
que usar una gorra, que no se quitaba ni para entrar en la iglesia. Cuando por
fin nos descubrió la cabeza, aquello recordaba a los sembrados cartesianamente
alineados de un vivero. Con los años el pelo se le cayó de nuevo, pero de ese
tiempo le quedó un tic muy gracioso. Estaba, por ejemplo, hablando contigo y de
forma inconsciente se tocaba la cabeza con sumo cuidado, como si comprobara que
el pelo renacido seguía en su sitio.
Este tratamiento se lo sigue
haciendo mucha gente, como otras técnicas de cirugía estética que te cuestan un
riñón y, a poca mala suerte que tengas, te dejan la cara como a Robert Redford.
También siguen existiendo los peluquines, por supuesto. Y aquí viene a cuento
la conocida historia del Tati Valdés, fino interior del Sporting de
Gijón de los primeros setenta. Valdés, producto de la cantera local, subió al
primer equipo y jugó allí catorce temporadas, hasta su retirada. Un ídolo local
y una persona muy querida en su tierra, que luego siguió vinculado al Sporting
como ayudante de los sucesivos entrenadores del club, y a continuación puso una
librería, que se convirtió en lugar de parada obligada de los gijoneses
veteranos.
Con veintitantos años, el Tati, a quien también apodaban La
Maquinona, estaba bastante calvo, algo que le preocupaba moderadamente, sin
exagerar. Fue un amigo suyo peluquero, con el que de vez en cuando quedaba a
tomarse unas sidrinas, quien le metió en la cabeza la idea de ponerse un
peluquín. El amigo se llamaba Rodrigo, y había logrado patentar un sistema que,
según su publicidad, se vendía ya en 21 países. Aquí les pongo otra página de
la hemeroteca del ABC (hoy me ha dado por el ABC), en donde pueden comprobar
cómo se anunciaba su sucursal madrileña. Todo eso del sistema científico alemán
era puro marketing; el truco del invento era una simple película de papel celo
de doble cara, que se adhería tanto al cráneo como al interior del peluquín.
El Tati jugó muchos partidos en
El Molinón con su bisoñé inmune al sudor y los cabezazos. En la grada la cosa
causó sorpresa el primer día, pero enseguida se acostumbraron a la nueva
pelambrera de su ídolo más querido. Rodrigo le había hecho sólo una
advertencia: la película era de un solo uso; cada vez que la despegase, debía
de cambiarla por una nueva. Con el tiempo, La Maquinona llegó a estar tan
habituado a su prótesis y su imagen rejuvenecida, que la advertencia del
peluquero se perdió entre los recovecos de su memoria. Llegó entonces el
fatídico día del 2 de marzo de 1975. Ese día visitaba El Molinón la nueva Real
Sociedad de Arconada, Zamora y Satrústegui y el partido se televisaba en
directo para toda España.
Cuentan los testigos que, en el
túnel de salida al campo, el entrenador visitante Elizondo, cuya imagen tienen
a la izquierda, abordó a La Maquinona y le dijo: “joder, Tati, cómo has hecho
para tener una cabellera como esa”. Y el bueno de Valdés le hizo una
demostración in situ de cómo se quitaba y se ponía el invento. Fatal
ocurrencia. A los diez minutos de partido, en el primer balón que intentó
rematar de cabeza, el peluquín salió volando y aterrizó en el césped, a medio
camino de la portería. Un rumor de desolación corrió por las gradas, era un
jugador muy querido en Gijón. Los más miopes decían: “¿qué ye esu?
¿cayole un ratu de la cabeza u qué?” Toda España pudo ver en la tele cómo el
Tati recogía su peluquín y se lo ponía de nuevo, con cara de funeral.
Al segundo intento de cabezazo,
el peluquín voló otra vez por el aire, en medio del silencio sepulcral del
estadio. En esta ocasión, Valdés lo recogió del suelo y, con él en la mano,
enfiló caminando el túnel de salida del campo. El entrenador Pasieguito,
estupefacto, dio orden inmediata de que saliera el primer cambio, que entró al
campo sin calentar ni nada. Valdés no jugó el siguiente partido del Sporting,
que era fuera de casa. Pero, quince días después de la funesta tarde, salió de
titular al Molinón con la calva al viento del Cantábrico. Con dos cojones.
Recibió una de las ovaciones más cerradas y largas que se recuerdan por
aquellas tierras.
En los tiempos que corren, ya nos
hemos acostumbrado a ver calvos orondos y satisfechos por todas partes. Es más,
se puede constatar que la posesión de una tupida pelambrera, no garantiza que debajo
haya un mínimo acervo de ideas. Vean, por ejemplo, el caso del señor
Lissavetzky, actual portavoz municipal del PSOE. El otro día presentó su
batería de ideas para la ciudad de Madrid, y les recomiendo que ni las lean, si
no quieren que les entre una llorera inconsolable. El suyo es un indudable caso
de calvicie mental.