Los de mi generación crecimos en un mundo con dos
modelos, el capitalista y el comunista. Los dos se retaban y se mojaban la
oreja por turno en la llamada Guerra Fría, hasta que, de pronto, el universo
soviético se disolvió como un azucarillo. Muchos como yo, que sentíamos una
curiosidad velada de matices admirativos por conocer ese mundo que se nos
ocultaba tras el llamado telón de acero,
habíamos abandonado hacía mucho toda opinión favorable hacia el modelo
soviético, después de presenciar el aplastamiento de la Primavera de Praga y,
en mi caso, tras visitar Cuba, Yugoslavia, Berlín, o una entristecida Praga, donde
pudimos comprobar en directo el tono gris que uniformaba tanto la forma de
vestir como la de pensar de las gentes de esos atribulados lugares, y su
contraste con el colorido de Londres o Ámsterdam.
No sé si pueden ustedes
imaginárselo, pero en aquellos años uno cruzaba el telón de acero y podía vender en los mercados negros cosas como
pantalones vaqueros, discos de los Beatles, camisetas decoradas o pendientes
hippies. Te los quitaban de las manos. Entonces pensábamos que el sistema
controlado desde Moscú caería antes o después por la presión de la gente en las
calles. Teníamos recientes la revolución de los claveles en Portugal y la
propia transición española y todo eso nos hacía soñar con la posibilidad de que
los pueblos combativos y animosos lograran instaurar regímenes democráticos por
todo el planeta. Con la perspectiva del tiempo transcurrido desde la caída del
Muro de Berlín, creo que el tinglado se vino abajo por otros motivos, y que el
empuje del pueblo sólo fue responsable del empujoncito final sobre unas
estructuras caducas, inoperantes y ruinosas desde el punto de vista económico.
La caída de la Unión Soviética
fue un eslabón más del proceso de transición desde una economía basada en la
industria pesada, hacia la era de las comunicaciones y la tecnología punta. Las
estructuras soviéticas, fuertemente centralizadas y basadas en el control
estatal de los medios de producción, funcionaron bien durante 40 años, desde el
final de la Segunda Guerra Mundial, y llegaron a constituir una alternativa
económica real al modelo americano, como se vio en la carrera por el control
del espacio. Pero lo cierto es que, poco antes de la caída del Muro, en el
mundo occidental las nuevas tecnologías iniciaban una carrera hacia el progreso
engrasada por la iniciativa privada, la competencia, las políticas de desregulación
de Reagan & co. y el abaratamiento de las materias primas necesarias para
los nuevos aparatos que empezaban a vendernos como imprescindibles.
Recuerdo un breve paso por
Bulgaria poco antes del derrumbe. El vídeo era una quimera, cuando en occidente ya empezaban a funcionar los primeros ordenadores. Los comercios ni
siquiera habían oído hablar del código de barras y los mejores hoteles de Sofía
disponían de viejos teléfonos de bakelita en los que había que marcar cuatro
cifras. Vamos, una situación que recordaba a mi querida Coruña de los años 50.
Ustedes seguramente no habían nacido por entonces, pero en mi casa de la Plaza de Lugo, había uno de
esos teléfonos, como un escarabajo negro gigante. El número de mi casa fue
durante muchos años el 2108. Recuerdo la conmoción que supuso el momento en que
pasamos a cinco cifras, añadiendo un dos al principio. La gente estaba tan
acostumbrada a dar su número antiguo, que seguía diciéndolo igual, pero añadía
“con el 2 delante”. En el año 66, se rodó en España una película que se llamaba
“Agente 007 con el 2 delante”. Era una parodia de los films de James Bond, que
protagonizaba el genial Cassen, que interpretaba al agente Jaime Bonet, un espía con acento catalán.
Con semejante panorama, era
cuestión de tiempo que estos Estados, que habían perdido definitivamente la
carrera por la modernización, se vinieran abajo. Lo acojonante es el daño
infligido en las estructuras, no sólo económicas, sino también morales y
mentales de estos países, por 40 años de dominio de la ideología estalinista.
Más de 20 años después de la unificación de Alemania, todos los indicadores de
calidad de vida, sanidad o cultura de la parte oriental siguen a años luz. A
día de hoy siguen existiendo dos Alemanias, a pesar del notable esfuerzo de las
políticas de reequilibrio que se diseñan desde Berlín.
En otros lugares, se limitaron a
sustituir a los líderes más visibles por otros de segundo rango, pero
manteniendo las mismas estructuras predemocráticas. El caso más dramático fue
el rumano, en donde se cargaron al presidente y a su señora delante de las
cámaras de televisión, para escenificar el punto de inflexión de una transición
que nunca se produjo en la realidad. Ceaucescu era un líder provinciano y poco
culto que estaba obsesionado con mantener la deuda exterior en cero. Cuando fue
sumariamente juzgado y fusilado, tenía al país pasando hambre, acosado por
enjambres de moscas, con bandas de perros callejeros agresivos por las calles de las ciudades y
con unas pocas horas de luz eléctrica al día, para no tener que endeudarse. Y la
televisión contaba con un solo canal, que emitía cuando había luz, y dedicaba
el 100% de su programación a hablar del presidente y su familia. Este caso
extremo dio pie, tras la llamada transición, a un régimen idéntico, sólo que
menos personalista. Los rumanos, que soñaban con la llegada de la democracia,
ahora están casi igual de desencantados.
En lugares como Kazajstán o
Uzbekistán, las familias que controlaban el cotarro, siguen al frente de
regímenes presidencialistas autoritarios, mimados desde occidente para que
sirvan de contrapeso al creciente poder de la Rusia de Putin. Un caso
emblemático es el de Azerbaiyán, el estado caucásico que se anuncia en las
camisetas del Aleti, a quien por
cierto espero de líder esta noche, y tal vez también mañana. Azerbaiyán es un
pequeño país en el que, en cuanto excavas unos metros, encuentras petróleo. Su
presidente se llama Ilham Aliyev, y sucedió en el cargo en 2003 a su padre, el
viejo Heydar Aliyev, que fue el presidente durante buena parte de la época
soviética, y recuperó el poder en 1994, mediante un golpe de estado en el que
derrocó al breve mandatario democrático salido de las únicas elecciones libres
celebradas tras la caída de la URSS. En el link que les pongo, pueden ver cómo
el petróleo puede hacer que vayan a trabajar a estos países los arquitectos con
más caché.
Hace unos años me tocó pasear por
el Madrid Río a una delegación de Azerbaiyán. Eran unos quince alcaldes de
pueblos pequeños, a los que el partido único que gobierna el país había mandado
a que se dieran una vuelta por occidente, como una especie de premio de
fidelidad, que no tenían opción de rechazar. El Ayuntamiento de Madrid les
había montado una mañana muy apretada con un recorrido por el parque del río y
una visita a las instalaciones de Valdemingómez, en donde se procesa toda la
basura de la urbe, junto al término municipal de Rivas, que antes se llamaba
significativamente Vaciamadrid. Eran todos varones y del mismo corte: fuertes,
chaparros, paticortos y con aires de tentetieso. Cabezas potentes, pelo a
cepillo, grandes bigotes cuadrados y ojos claros de mirada soñadora.
El viaje de avión ya los había
dejado tocados, mareados y agotados. A poco de empezar a caminar por el paseo
del río bajo un sol de justicia les dio una especie de soroche colectivo y nos hicieron saber que, en su tierra, a esa
hora se solía tomar un té, para afrontar la mañana en condiciones. Paramos en
un bar cutre en donde todos se sentaron y tardaron una hora en tomarse el té.
Luego dijeron que ya no querían caminar más, que ya habían visto bastante.
Adelantamos la visita a la planta de tratamiento de basuras y nos subimos al
autobús. Al llegar, al menos tres dijeron que esperaban en el bus, que estaban
medio enfermos. Los otros bajaron pero, en cuanto entraron a las instalaciones,
el mal olor pudo con ellos (la verdad es que huele muy mal en esos lugares).
Volvimos corriendo al bus y les preguntamos qué querían hacer hasta el mediodía.
Su respuesta unánime: visitar El Corte Inglés, para comprar regalos.
El conductor y el intérprete
aceptaron y entonces todos se pusieron muy contentos. Pidieron música al volumen más
alto y se pusieron a dar palmadas y a cantar a coro: se sabían algunos de los
últimos éxitos de los 40 principales. A mí me dejaron en Atocha. No se me había
perdido nada en El Corte Inglés. El embajador nos pidió disculpas por carta
unos días más tarde. Estaba previsto que acompañara a la delegación en todas
sus visitas, pero ese día tenía una reunión de negocios inaplazable. Al verse
solos, los díscolos alcaldes habían montado una estrategia para cambiar el
programa oficial por otro más divertido. Una anécdota indicativa del
nivel de este país, controlado por unos dirigentes paternalistas, que hacen por mejorar la vida de sus ciudadanos pero sin perder nunca la manija, y que tiene la suerte de que el petróleo le sale casi a ras de
suelo.
Que sigan pasando las fiestas sin problemas. Piensen que en otros lugares están peor.
Que sigan pasando las fiestas sin problemas. Piensen que en otros lugares están peor.
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