Por fin se terminó el
culebrón/coñazo del señor Yo-Covid y lo increíble es que hayamos llegado a
dudar de que el desenlace fuera otro que el que finalmente ha sido. Yo creo que
los antivacunas son una minoría, por fortuna; lo contrario revelaría que este
mundo nuestro está enfermo sin remedio. Los antivacunas son un caso extremo de los
diferentes tipos de negacionistas, paranoides y partidarios de las teorías
alternativas más peregrinas. Son un caso extremo, porque llegan a poner en
peligro su vida (no ya las de los demás, que les importan un rábano) por llevar
hasta el final sus creencias más radicales. Es algo así como los que yo llamo
testígulos de Jehova, que llegan a poner en peligro la vida de un hijo por no
autorizar que se le haga una transfusión de sangre, en un caso
extremo similar, en este caso de los rollos religiosos.
En el señor Yo-Covid hay un
componente más: el del niño mimado, millonario caprichoso, que piensa que las
normas pueden ser para los demás, pero no para él. Ese componente casa con su
comportamiento anterior en la pista, con frecuentes cabreos y salidas de tono,
que le han llevado a ser descalificado más de una vez por romper su raqueta o
darle un bolazo (sin querer) a una recogepelotas en un arranque de ira. Ese mal
carácter de nacimiento no le ha ayudado mucho en su trayectoria: a este
señor, su padre (ese que ha tratado de convertir su caso en un ataque a todos
los serbios) lo puso a jugar al tenis a los 4 años y ese fue su objetivo: ni escuela
ni nada. Eso le ha llevado a vivir en una especie de burbuja mental que le ha impedido manejar el asunto con una cierta madurez
y lo ha llevado a enrocarse en una postura indefendible. Es una especie de endiosamiento, que comparte con otros elementos, como el ínclito Boris Botejohn-son, el rey del botellón, que pensó que él se podía dedicar al reggaeton más desenfrenado mientras el pueblo era obligado a encerrarse.
Pero, ojo, no olvidemos que podría haber ganado, igual que ganó el Brexit, o fue elegido presidente Trump o los nacionalistas catalanes llegaron a porcentajes cercanos al 50%. Síntomas todos ellos de un mundo enfermo, con masas de ignorantes capaces de ser manipulados hasta convencerse de que lo blanco es negro. En ese sentido, observo el final del culebrón/coñazo, con auténtico alivio. Porque si llega a ser el contrario, eso habría sido un triunfo de los partidarios de la libertad-libertad-libertad de la señora Ayuso, que sigue teniendo mucho seguimiento. Sobre el caso Yo-Covid, creo que la mejor frase es la de la gran Martina Navratilova, la mejor tenista de todos los tiempos: lo tiene muy fácil; sólo tiene que vacunarse. Y el mejor artículo resumen, a cargo del cronista de deportes de La Voz de Galicia Paulo Alonso. Es demoledor. Les recomiendo que lo lean, para lo que han de pinchar AQUÍ.
Pero hemos hablado de dos factores en
este pulso: el cuelgue de un convencido por una teoría absurda y el carácter
caprichoso de un niño rico educado en una burbuja para jugar al tenis y no para
nada más. Hay un tercer factor que me parece muy inquietante. No sé si lo sabré
explicar, pero me remite al empecinamiento, a la contumacia en seguir un camino
a ninguna parte y arriesgar toda tu carrera y tu figura ante el mundo por una
cabezonería. Eso es tremendo. Y es independiente de que la teoría a la que te
entregas sea correcta o incorrecta. Este caso me trae a la cabeza la historia
de un compañero de carrera, al que llamaré, para no desvelar su nombre real, Eladio.
El bueno de Eladio, era un aragonés que empezó Arquitectura conmigo y con el
que solía estudiar y compartir confidencias como buen amigo que era.
La historia que quiero contarles
empieza cuando nos citaron a ambos para hacer la mili. Yo, como cada año, pedí
una prórroga por estudios y pospuse la resolución del tema hasta que acabara la
carrera. Pero Eladio, me dijo que él era contrario a la mili, a la guerra y a
toda forma de violencia. Y que barajaba la idea de declararse objetor de
conciencia. Yo le dije que no le iba a seguir en esa senda. Que también era
contrario a la guerra y la violencia, pero que, una vez que acabara
Arquitectura, ya vería qué hacía. Eladio entró en esa dinámica, no pidió la
prórroga ese año, se declaró objetor y empezó a ir a reuniones con otros
objetores. Les recuerdo que estábamos en tiempos de Franco, poca broma con
estas cosas. Empezamos a dejar de vernos, su pista se me iba haciendo cada vez
más difusa.
Pero era mi amigo, compartía con él
el fondo de sus creencias y me creí obligado a ayudarle con los estudios. Así
que, cuando faltaba poco para algún examen, lo llamaba y le decía que se
presentara, aunque no hubiera ido nunca a clase (ya casi no aparecía por la
Escuela) y le hacía fotocopias de mis apuntes para que se presentara con un
mínimo de garantías y no se fuera quedando rezagado. Hasta que un día
me dijo: Emilio, muchas gracias, pero es que ahora mismo el tema de la objeción
me tiene tan absorbido que ya no tengo tiempo ni espacio en mi mente para
ningún otro tema. Le pregunté si pensaba dejar la carrera y me dijo que no lo
sabía. Y no lo volví a ver, porque su lucha estaba centrada en su tierra
aragonesa y en el piso donde vivía me dijeron que ya no aparecía nunca por allí. No
había móviles ni redes en ese tiempo.
He puesto su nombre (el de verdad) en
Google y no figura ni una mínima reseña. Presumo que nunca terminó la carrera,
que su deriva mental le llevó a un mundo militante, con un cierto misticismo
como el de los misioneros y seguramente por unos derroteros que no puedo ni
imaginar. Este empecinamiento, que entra en los terrenos del fanatismo, es
desde luego similar a los de la gente captada por las diferentes sectas. Cuando
una familia quiere rescatar a un hijo que ha caído en las garras de una secta,
a menudo ha de recurrir a un programa de desintoxicación. Tal vez habría que
empezar a pensar en programas de ese tipo para esta auténtica lacra de los
antivacunas. Yo tengo varios amigos que creen a pies juntillas toda clase de
teorías negacionistas, pero al final se han vacunado, porque una cosa es
sostener estas teorías en la barra de un bar para hacerse el interesante o
llamar la atención y otra muy distinta poner en riesgo tu vida por enrocarte en
una postura de ese tipo.
Los antivacunas lo van a tener muy
mal en el mundo en el que vivimos. Ya saben que en Francia se les acaba de prohibir por Ley la entrada en cualquier lugar de concurrencia pública. En Italia se ha decretado la vacunación obligatoria de todos los adultos. En Grecia,
desde el 1 de enero, los mayores de 60 no vacunados han de pagar al estado una
multa de 100€ al mes. No es un castigo, es una tasa sanitaria, ha dicho el
primer ministro Kyriakos Mitsotakis, estos señores han de pagar por el daño que
hacen a la sociedad y el gasto público que suponen. En Austria, a partir de
febrero, los mayores de 14 años que no se hayan vacunado serán multados hasta
con 3.600€. Las autoridades de Singapur han excluido del sistema de sanidad
pública a los no vacunados, es decir, sólo para los gastos que generen si se
contagian de Covid; el que se pille un cáncer sí que se lo cubren. Y el estado
canadiense de Quebec está estudiando la creación de un impuesto especial para
los que no se quieran vacunar, para compensar el gasto que le suponen al
estado.
Como yo les anticipé hace unos
cuantos posts, estos señores se van a convertir en una especie de apestados. Y
digo yo: ¿Merece la pena meterse en esa dinámica, arriesgar tu vida y la de los
demás por una cabezonería que ni siquiera es tuya, sino que te la han inducido
a través de las redes sociales? Yo lo tengo claro. Pero también lo tenía cuando
mi amigo Eladio me instaba a acompañarlo en una carrera absurda que empezaba en una
cárcel militar y tenía todas las trazas de arruinarnos la vida para siempre. Lo
que pasa es que en estas cosas entra en juego el victimismo y el rollo de
seguidismo mesiánico de los primeros cristianos que mantenían su fe en las
catacumbas. A Yo-Covid lo ha comparado su padre con Espartaco y con Jesucristo.
Y hace un par de días se han reproducido en Viena las manifestaciones masivas
contra las vacunas y las mascarillas. Abajo tienen una imagen de esa concentración de
cerca de 30.000 personas (por cierto, ya saben que el líder de ese movimiento se murió por covid después de darse de alta voluntaria en el hospital y proclamar que se recluía en su casa a curárselo con ibuprofeno y vitamina C; y que sus seguidores están convencidos de que fue envenenado por las grandes farmacéuticas).
Dicho esto, también está claro que los antivacunas que se hayan contagiado y hayan superado la enfermedad sin mayores quebrantos, están ahora tan protegidos como los vacunados. Ese es otro tema. Yo siempre he intuido que la Ómicron es una variante que anticipa el fin del problema del Covid, puesto que se transmite como la pólvora prendida, pero no produce los efectos de la primera ola. O sea que el virus, que es muy listo, ha dado el primer paso para llegar a un armisticio con la Humanidad. Al fin y al cabo, en la Tierra tenemos que convivir todas las especies, no estamos solos los humanos. Y aquí viene al pelo un asunto que ya anticipé hace tiempo, de manera intuitiva: ¿Por qué no me he contagiado yo, a pesar de que he tomado menos precauciones que el negacionista del Covid más recalcitrante?
Ya les conté que llevo con un catarro crónico desde hace cerca de dos años. En el verano del 2019 me pillé un resfriado por causa de un aire acondicionado. Y hasta hoy. Cada día, de forma invariable, me despierto con la nariz llena de mocos, más o menos secos o líquidos, según la época. Me aseo minuciosamente y ya paso bien todo el resto del día. Consulté con médicos y me dijeron que tenía pinta de ser algo alérgico. Pero luego me fui tres semanas a Madagascar, en donde el contexto no tiene nada en común con el de Madrid, y no se me pasó. Como les dije en su día, la única posibilidad de que el tema fuera de tipo alérgico, es que tuviera alergia de mí mismo. Cuando el Covid fue avanzando, yo ya intuí que este catarro, con el que me he acostumbrado a convivir, tal vez tuviera que ver con mi resistencia al contagio del Covid. Al fin y al cabo, los catarros los producen otros coronavirus que se amoldaron a vivir con los humanos hace décadas, como los gatos.
No insistí mucho en el tema, porque era sólo una intuición y no tenía ninguna base científica para pensar en algo como eso. Pero ahora he encontrado que esa base existe. Los catarros te refuerzan las células T, de forma que los acatarrados estamos más protegidos. Les recomiendo que lean el artículo que habla sobre este asunto, para lo que han de pinchar AQUÍ. En fin, entre mi catarro y las tres dosis de vacuna que llevo al cuerpo, yo creo que estoy bastante protegido. Además, parece claro que la sexta ola del virus está empezando a remitir. En estos últimos días la pandemia apunta a remitir en lugares como USA, el Reino Unido o la India y pronto empezará a bajar también en Francia y en España, que son los que me interesan a mí para organizarme mi viaje a Paris y ver a Samantha en el Bataclan (aún no me he sacado el billete). De una forma o de otra, la enseñanza que podemos sacar de todo esto es que hemos de acostumbrarnos a convivir con toda clase de bichos, porque no somos los propietarios de la Tierra.
En ese sentido es interesante la nueva Ley que ha aprobado el Gobierno, por la que se considera a las mascotas como seres sintientes (léanlo AQUÍ) y habrán de ser tenidos en cuenta a la hora de determinar las condiciones de custodia en caso de separaciones. O sea, que no son personas ni cosas,
sino una entidad intermedia. Esto me recuerda a algo que me tuve que estudiar
para mi oposición de funcionario y que siempre me hizo mucha gracia: que
existían bienes muebles, bienes inmuebles y una tercera categoría que eran los
semovientes. Tal vez a los antivacunas habría que
considerarlos también semovientes, seres sintientes o cualquier otra
categorización intermedia. El propio Yo-Covid tiene una cara de rata bien nítida, no me digan que no le ven un cierto aire entre Ratatouille y Stuart
Little.
La verdad es que esta ley del gobierno Sánchez
debería de ampliarse a toda clase de animales, como las ratas. Y esto
trae a colación el caso de la rata Magawa, de Camboya. Hace unos días, los
periódicos se hicieron eco del fallecimiento, de muerte natural, de la famosa
rata Magawa, el animal más querido de Camboya. Por si no lo saben ustedes,
Camboya es todavía, a día de hoy, el segundo país con más minas antipersonas
enterradas en su territorio, listas para estallar en cuanto las pise algún
incauto ciudadano (el primero es Afganistán). Restos del conflicto de los 70, cuando el sanguinario Pol Pot. Por cierto, Camboya tiene también el dudoso récord de
ser el país con más muertos enterrados en las cunetas o en fosas clandestinas,
sin conocimiento de sus familias que no tuvieron la posibilidad de enterrarlos
debidamente. ¿Saben cuál es el segundo? Pues esta España de nuestros pesares.
Es un dato acojonante: ni México, ni Afganistán, ni Argentina: después de
Camboya, España.
Bien, pues en la lucha contra esta lacra de las minas
antipersonas, hay colectivos y sistemas que se han distinguido por su eficacia.
Cuando yo estuve en Sri Lanka (otro país con miles de minas en sus tierras) me
tocó convivir en ocasiones con una patrulla de deminers de Mozambique,
considerados los mejores del mundo, que cada día desayunaban con nosotros y se
encaminaban luego a su trabajo en jeeps blancos con el logo de la ONU. Pero
desde entonces se ha encontrado un sistema todavía más seguro: las ratas gigantes
de Tanzania. Se trata de una raza de ratas de gran tamaño, muy listas y de buen
rollo, que tienen un olfato excepcional que hace que, bien entrenadas, sean
capaces de detectar el olor de algunos de los compuestos que forman el cóctel
letal de las minas. Y, como pesan bastante poco a pesar de su tamaño, pueden
posarse sobre la propia mina sin riesgos, para indicar su localización exacta
(lo que activa estas trampas mortales es precisamente el peso que hace sobre
ellas una persona, o incluso hasta un perro).
Desde hace años, la ONU cuenta con una granja en
Tanzania en la que se crían y se entrenan estas ratas, cuya vida es corta: únicamente 8 años. El entrenamiento
dura tres años, por lo que estas ratas tienen una vida laboral útil de 5 años y
luego se jubilan. La rata Magawa tuvo su entrenamiento reglamentario y luego
fue enviada a Camboya, donde muy pronto se vio que era mucho más lista y eficaz
que sus colegas. Durante estos cinco años ha ayudado a desactivar más de un
centenar de estas minas, limpiando grandes extensiones de terreno que ahora
pueden ser cultivadas por los lugareños. Cuando se jubiló en junio, recibió la
medalla de oro de la PDSA, una organización internacional que lleva
condecorando animales heroicos desde la Segunda Guerra Mundial, siendo la
primera rata que recibe este galardón (había escrito gallardón, menos mal que
el corrector del Word me lo ha arreglado). Vean qué orgullosa está la rata
Magawa con su medalla al cuello.
Como ya sé que siempre piensan que me invento estas historias, a los desconfiados, y sólo a ellos, les conmino a que pinchen AQUÍ para comprobarlo. Vaya, ya tengo que cortar, que esto se está alargando demasiado. Con esto de la incertidumbre sobre mi viaje a París a ver a Sam en el Bataclan, he escarmentado de nuevo acerca de anunciar mis proyectos y empeños demasiado pronto. Así que, les iré informando de lo que ya sea seguro, porque no duden de que tengo cosas en mente que poco a poco irán saliendo, espero, y se contarán oportunamente. Sean buenos.
Sorprende que alguien que se proclama alérgico al pensamiento mágico se convenza de que está libre de contagios por un resfriado crónico. Sólo por chinchar un poco.
ResponderEliminar... Considerando que ese dandy coruñés y septuagenario con alma de quinceañero encomienda a San Benitiño de Lérez la suerte del Depor, yo no lo veo tan alérgico al pensamiento mágico, anónimo lector de Reflexiones a la carrera.
ResponderEliminarBueno, respondo a los dos. Soy refractario a las interpretaciones mágicas, místicas o religiosas el mundo. Pero me hace gracia la poética de algunos aspectos relacionados con esa visión. En la línea de "yo gracias a Dios soy ateo" o "no creo en las meigas, pero haber haylas"
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