Miren
ustedes por donde, resulta que voy a escribir este post al aliguí, expresión
que utilizaba mi padre para caracterizar cualquier asunto que se hubiera
resuelto de forma casual o improvisada, por pura chiripa. He de confesar que yo
he aprobado asignaturas de la Escuela de Arquitectura ciertamente al aliguí,
improvisando respuestas sin haber estudiado gran cosa, a partir de mi
reconocida facilidad de simular que sabía mucho más de lo que sabía, apoyada en
mi brillantez a la hora de redactar, que he seguido utilizando a lo largo de
toda mi vida, incluyendo este blog en el que me lanzo a opinar de cosas que
desconozco totalmente y parece que entiendo un huevo.
Según
las páginas que consulto a veces para averiguar la etimología de ciertas
expresiones, resulta que esto del aliguí viene de una vieja tradición medieval
vinculada al carnaval. Parece que en tales fechas era costumbre que un tipo
entre chamarilero y saltimbanqui se dedicase a divertir a los niños con un
juego bien simple, consistente en que llevaba un palo con una cuerda atada al
extremo y, a su vez, al extremo de dicha cuerda, un higo seco pequeño (un
higuí), que los niños del pueblo debían de tratar de pillarle con la boca,
porque hacerlo con la mano no valía, era trampa. El tipo pegaba un estirón del
palo cada vez que uno de los infantes estaba a punto de atraparlo de un bocado
y gritaba todo el tiempo: ꟷAl higuí, al higuí, con la mano no, con la boca sí.
Solamente si el tipo se distraía, algún chaval se llevaba el higuí, lo que no
sé qué tipo de premio comportaba.
He
empezado este texto, como muchas veces, sin saber de qué voy a hablar, pero eso
es algo que gusta mucho a mis lectores más fieles, así que vamos a ello. He de
decirles que esta semana ha sido especialmente difícil para mí porque, a mis
ocupaciones habituales de jubilado hiperactivo, he añadido mi asistencia a un
curso virtual de novela, que se desarrollaba a lo largo de cinco jornadas
consecutivas, de 19.00 a 22.00, hora final que a menudo contraveníamos,
alargándonos casi hasta las diez y media de la noche. Como para buscar un hueco
y poder escribir algo en el blog. El curso estaba centrado en las técnicas de
presentación de personajes en relatos y novelas, algo que a mí no se me da mal
del todo, pero me interesaba seguirlo por escuchar a Ronaldo Menéndez
desencadenado, que el año pasado nos dio un curso de iniciación a la novela
ciertamente espectacular.
No
sé de qué voy a hablar, pero en el párrafo primero he abierto un hilo (como se
dice ahora) que puede tener continuidad. He dicho que aprobé algunas
asignaturas de la Escuela sin saber mucho y es cierto. No les extrañará saber
que yo me presentaba siempre a todos los exámenes, los tuviera o no preparados,
porque pensaba que en los exámenes que te suspenden aprendes un montón de cosas
que ya tienes trilladas para la siguiente ocasión. A veces, si no me había dado
tiempo a estudiar toda la asignatura, me preparaba una parte y me lo jugaba
todo a ver si me tocaban preguntas de la parte estudiada. Y, por supuesto,
copiaba todo lo que podía. En los exámenes, yo me defendía como gato panza
arriba.
A
lo mejor alguno de ustedes se escandaliza con esto, pero en la Escuela había
toda una industria de compraventa de chuletas de las diferentes asignaturas.
Era la consecuencia de tenerte que empollar cosas absurdas que había que
aprenderse de memoria y no servían para nada. Por ejemplo, la primera
asignatura de Urbanismo con la que te topabas, la dirigía el
catedrático ferrolano José López Zanón. Busco su nombre en Internet y me entero
de que vive todavía, tiene 95 años, de lo cual me congratulo. Zanón tenía una
primera parte de su asignatura teórica y otra práctica. Esta
parte práctica se centraba entre otras técnicas en el método de las tizas. Uno
cogía un grupo de tizas de distintas longitudes, que simulaban grandes
edificios y rascacielos. Hacía un puñado con ellas y las tiraba sobre el plano.
Y pudiera ser que la distribución aleatoria de esas tizas nos diera la clave de
cómo ordenar un barrio. Uno tiraba las tizas, observaba y, si no sacaba nada en
claro, lo intentaba de nuevo.
Esto
puede parecer increíble, en la era del diseño por ordenador, pero les juro que
yo he visto a gente haciendo exámenes de la parte práctica y tirando una y otra
vez las tizas con verdadera angustia sin que se les abriera el cielo de la
composición espontánea (o composición al aliguí). En honor a la verdad, he de reconocer que no era esta la
única técnica de composición volumétrica que enseñaba este ínclito caballero.
Pero es que la parte práctica no era lo peor de su asignatura. Lo peor era la
parte teórica. Para salvarla, había que estudiarse de memoria un tocho de una
ciencia que promovía este señor, que se llamaba la Ekística. Y les puedo jurar
que yo intenté aprendérmela, pero es que me resultaba totalmente imposible
entender nada de lo que estaba leyendo. Era como si estuviera en chino.
Hablábamos
entre los colegas del curso y todos estábamos de acuerdo en que la Ekística no
tenía ni pies ni cabeza. Ni servía para nada. Así que yo (como otro muchos
compañeros), que no había copiado en un examen en mi vida (lo juro), tuve que
caer en el mercadeo de chuletas con el que varias generaciones de estudiantes
anteriores habían conseguido el aprobado de la parte teórica del Urbanismo de
Zanón. Y ya saben que, cuando yo me pongo a una cosa, no paro hasta que la
domino, ya sea escribir relatos, hacer un blog, tocar blues o bajar por las
paredes con 70 años. Me volví un auténtico virguero de la copia en los
exámenes. He de decirles que nunca jamás me pillaron copiando. Desarrollé
diferentes técnicas para disimular mis malas prácticas, pero nunca me cazaron.
Lo
malo es que uno se acostumbra a copiar en los exámenes y es un vicio, luego ya
no puedes parar, es como el juego, en realidad es una forma de juego con
bastante riesgo. En honor a la verdad, les diré que yo sólo lo utilicé en caso
de asignaturas abstrusas, en las que no conseguía entender lo que pretendía
decirme el autor del texto que tenía que estudiarme. Otra asignatura que era
bastante imposible de estudiar y generaba su propio trapicheo de chuletas, era
Estructuras, creo que de tercer curso. La parte teórica era un bodrio
incomible. Y, tanto los profesores como toda la Escuela, sabían que la gente
trataba de copiar para salvar el escollo. Aquí viene el caso de mi amigo P.A,
de quien no diré el nombre, porque, aunque le he perdido la pista hace años, lo
imagino convertido en un respetable arquitecto de provincias, cuyos hijos
desconocen esta anécdota, que incluso puede que él mismo haya olvidado por pura
vergüenza.
El
bueno de P.A era ya por entonces un tipo súper correcto, que no compartía
nuestro desaliño proverbial de hippies, sino que gastaba camisas planchadas y
chalecos de lana, además de un pelo bien cortado, gafas de pasta y unos modales
exquisitos. Fui yo quien le convenció de intentar copiar, porque se iba a volver
loco tratando de estudiar la teoría de las estructuras. Pero fue al examen muy
nervioso, cagado de miedo y además con unos problemas de conciencia que yo
jamás tuve. Por aquellos años, el cátedro era el señor Arangoá, bastante
anciano, del que ya se ha hablado en este blog, lo que pasa es que ya estaba un
poco preparando su jubilación, de modo que dejaba los aspectos prácticos en
manos de su segundo, el no menos peculiar Sebastián Arbolí, que en paz
descanse.
A
Sebastián me lo encontré luego en el Ayuntamiento, donde trataba de organizar
un sistema informático precursor de los GIS que luego se generalizarían. Decía que
en la informática estaba el futuro y se volvía loco tratando de anticiparlo. Fuimos
colegas de funcionariado poco tiempo. Un día, saliendo del viejo edificio de la
Gerencia de Urbanismo, se tropezó con un bordillo, se cayó y se rompió un hueso,
creo que de la cadera. Ya no salió del hospital. Al examinarlo descubrieron
(perdón por la brutalidad de la expresión) que todo él era un cáncer, que se
había caído no por un tropezón, sino porque tenía los huesos como azucarillos.
Y no se había enterado, porque era un tipo que jamás iba al médico, centrado en
su locura técnico-informática.
Pero
volvamos a muchos años antes. Cuando los exámenes de la parte teórica de las
Estructuras, este caballero tan peculiar era el encargado de vigilar las
pruebas, seguro de que todo el mundo iba a tratar de copiar, porque aquellos
textos eran imposibles de digerir. Y, en su locura, se dedicaba a circular por
los pasillos entre las mesas disimulando, como si estuviera distraído. Y, de vez
en cuando, se volvía súbitamente en un giro de 180 grados y miraba a sus
espaldas. Siempre pillaba a uno o varios con las chuletas y se las quitaba.
Pero no les echaba del examen, era un loco compasivo, que tampoco quería
pasarse. Pues el caso es que mi amigo P.A, el hombre súper formal, campeón de
la corrección, se vio de pronto descubierto en su trampa que tanto lo
avergonzaba. Arbolí le quitó la chuleta y el tipo, en pleno ataque de nervios,
recogió sus cosas y se dirigió hacia la puerta de salida, rojo como un tomate.
Y Arbolí iba detrás de él diciéndole: ꟷVuelva, hombre, por favor, si yo no le he echado, si
lo único que quiero es que haga usted el examen correctamente. Intento vano.
Entre
los seguidores de este blog hay unos cuantos colegas de aquellos tiempos, a los
que agradeceré que entren a comentar y digan lo que les parezca, incluso
enmendándome la plana, a lo mejor todo esto es un bulo que se ha formado en mi
memoria sin ninguna base real. Digan, digan. Pero aún me queda la anécdota más
sabrosa de esta serie temática, en la que soy yo el protagonista. Tal vez se
demuestra aquí que en mí ya habitaba desde hace mucho esa vena alocada y literaria
que me lleva ahora a tocar blues con mucho sentimiento, bajar de las azoteas,
cultivar un blog que leen cuatro gatos o iniciarme en el yoga a los 70. Ese
personaje bloguero, ese monstruo que he despertado a fuerza de inventarme un
alter ego ficticio para divertir a los seguidores de este foro, es
claramente el protagonista de la anécdota siguiente.
Veamos.
Otra de las asignaturas que provocaba en la Escuela un notable tráfico de chuletas para
salvarla sin tener que estudiar, era Organización de Obras y Empresas. Esta es
una materia interesantísima, que debería ser una de las asignaturas fuertes de
la carrera, porque es una habilidad que puede ser muy útil para un arquitecto.
Pues no sé ahora, pero en mis tiempos era una de las llamadas marías del último curso de carrera. Piénsenlo: ¿conocen algún
ministro o alto directivo de empresa que sea arquitecto? No ¿verdad? Yo no
conozco a ninguno. En cambio, ingenieros de Caminos o de cualquier otra rama,
ASÍ (ahora tienen que poner todos los dedos de la mano derecha juntitos hacia
arriba para subrayar el adverbio de modo).
En
el caso de Organización de Obras y Empresas, se copiaba en los exámenes de esta
asignatura, no porque fueran muy difíciles o ininteligibles los textos que
había que estudiarse, sino porque eran un petardo. La verdad es que la
asignatura se aprobaba con facilidad simplemente asistiendo a clase y
siguiéndole el rollo al profesor. Pero yo estaba ya acabando la carrera,
trabajaba en un estudio como delineante proyectista y nunca me ha gustado
perder el tiempo. Así que me matriculé por libre. Y resultó que el cátedro de
turno, como buen personaje mediocre que era, se tomaba eso de que no fueras a
sus clases como una ofensa personal. A los que iban a clase los aprobaba a
todos sin examen ni nada. Pero en el examen de los libres se cebaba con el
personal.
En
ese contexto, me presenté yo al examen, creo que de septiembre, bien provisto
de un fajo de chuletas que me había vendido un tipo que quizá usara el
dinero que sacaba de su negocio para pincharse heroína o similar, porque eso
era lo que sugería su aspecto demacrado y patibulario. El sujeto me dijo que copiar
era muy fácil en esos exámenes, porque los profesores hacían la vista gorda.
Era mentira. Ya en el aula, el profesor eligió dos preguntas que había que
desarrollar por escrito y escribió los enunciados con tiza en una pizarra
(estamos hablando de los años sesenta). La primera pregunta, ni siquiera
recuerdo de qué iba. Sólo que en una rápida revisión del índice de mis chuletas
la encontré allí y empecé a transcribirla con la pericia acumulada en años de
copieteo.
Pero
el profesor estaba vigilante, no quería que se copiara, los que nos presentábamos
por libre éramos unos cabrones para él y no estaba dispuesto a dejarlo pasar.
Fue un combate mental trabajoso, denodado, titánico, entre el profesor, que notó
enseguida algo raro en mi actitud, y yo mismo que disimulaba lo mejor que podía
y aprovechaba los momentos en que no me miraba para copiar otro trozo. El tipo,
cada vez más nervioso, trataba de pillarme a traición, como Arbolí, pero no lo
conseguía. En un momento dado, terminé de copiar la primera pregunta y pude esconder
las chuletas en los calzoncillos. El tipo vino hacia mí y me pidió que le
enseñara las manos, las mangas de la camisa, todos los escondites posibles.
Nada por aquí, nada por allí, cara de inocente perfecta. Con un cabreo sordo,
me señaló con el dedo y, en voz alta para que lo oyeran todos, me espetó: ꟷUsted está copiando, no sé cómo lo hace, pero yo lo sé; y le advierto
muy seriamente: como no deje de copiar, le echo del examen.
Hasta ahí habíamos
llegado. Respiré hondo y consideré la situación. El examen constaba de dos
temas que había que desarrollar. Y yo había dejado el primero ciertamente niquelao, directamente transcrito de la
chuleta que ya no podía seguir usando. Hombre, a poco que lograra escribir algo
sobre el segundo, tenía el aprobado garantizado. Desde el fondo de la clase,
escudriñe la pizarra. El tipo tenía una letra desastrosa, pero yo leí allí Lesiones producidas por movimientos de las
civilizaciones. El problema es que lo leí equivocadamente, porque lo que el
tipo había escrito era en realidad Lesiones
producidas por movimientos de las cimentaciones. Organización de obras
(incluyendo cimentaciones) y empresas. Si una cimentación falla, salen
grietas y fisuras. De eso iba la pregunta. Pero yo leí civilizaciones, y así lo escribí en mi examen.
Me creerán o no, pero les juro que rellené seis o siete folios con las lesiones que se derivan de los movimientos de las civilizaciones. Como es natural, me extendí en el componente psíquico de estas lesiones, derivadas de la fluctuación de las civilizaciones. No tengo ni idea de lo que pude escribir, ya saben de mi capacidad de fabular. Entregué mi examen y, a la salida, me encontré con algunos amigos que me preguntaron qué tal me había salido. Muy bien ꟷcontesté, ufanoꟷ, la primera pregunta perfecta, la he copiado, y la de las civilizaciones me he inventado lo que he podido. La risa de mis colegas se escuchó hasta en Moncloa, no se lo podían creer. Y hasta yo tuve que reírme, en medio de mi desolación.
Algunas cosas más. UNO: nunca fui a recoger la nota de ese examen,
aprobé la asignatura al año siguiente, de oficial y acudiendo a las clases, me quedaban ya dos o tres asignaturas y tenía que
aprobarlas como fuera. DOS, no sé si se conservan los exámenes escritos de
aquellos años; pero, si existen, se podría comprobar que es cierto lo que les he
contado. TRES, esta historia corrió entre los alumnos de la escuela y se
convirtió en leyenda. Hasta el punto que mi amigo Manolo Márquez me la llegó a
contar un día, muchos años después: ꟷ¿Sabes lo que le pasó a un tío en Organización de
Obras y Empresas? Y estuvo a punto de mearse de la risa cuando le dije que el tipo había sido yo, que era a mí a quien le había sucedido. Ya éramos los dos arquitectos y trabajábamos
para el Ayuntamiento, pero la historia continuaba circulando. Cuando una
historia se convierte en leyenda, es lo que tiene.
Por
cierto, cuando Manolo me contó la historia y le dije que había sido yo el
protagonista, me sentí como el viejo Burt Lancaster en Atlantic City (Louis Malle, 1980), cuando una guapísima Susan
Sarandon a la que está intentando impresionar, le cuenta que alguien ha matado
a todos los miembros de la banda de gangsters más peligrosa de la ciudad. Con
una sonrisa de orgullo, le dice: ꟷFui yo, fui yo quien se los cargó. Una escena bastante
patética, porque el tipo está tratando de ligarse a su bella vecina, muchos
años más joven que él. Y la chica, de entrada, no le cree. Una película
extraordinaria, que les recomiendo sin dudarlo, en el caso de que no la hayan
visto. Hasta aquí mi post de hoy. Les dejo de regalo una canción bastante atípica y poco conocida del gran George Harrison, elegida al aliguí, con un vídeo muy american graffiti, para que se animen. Sean buenos.
Aportaré un dato por si no lo conoces: José Gutierrez Solana, pintor expresionista, tiene un cuadro que se titula precisamente Al aliguí, entre los muchos en los que se representa el carnaval. No puedo decir donde está porque no lo recuerdo, pero pudiera ser que lo tuvieras tan cerca como el Museo Reina Sofía.
ResponderEliminarAñadiré que también mi padre, cuando yo era niño, me hacía rabiar ofreciéndome cerezas "al aliguí" al tiempo que decía: con la boca sí, con la mano no.
Un fuerte abrazo, amigo.
Querido Alfred, muchas gracias por tu doble aportación, que queda debidamente reseñada e incorporada al blog. Un abrazo.
EliminarLo de las chuletas en los exámenes me suena a algo muy antiguo, como las novatadas en el Colegio Mayor, o las excursiones de fin de semana a los bares de Argüelles y el regreso de madrugada cantando "los estudiantes navarros, me cagüenlá". En aquella época no había móviles ni procedimientos sofisticados para copiar en los exámenes, que no sé cómo son ahora, pero seguro que haber-haylos, porque el fraude en los exámenes será eterno. En aquellos tiempos, tampoco había botellón, porque los bares eran baratos, esos bares de Argüelles que ya no existen en su gran mayoría.
ResponderEliminarSu texto me ha removido todos esos gratos recuerdos del pasado. Gracias, veterano colega.
Tiempos dorados los que usted rememora, quién los pillara. No me acordaba yo de la cancioncilla de los estudiantes navarros, que ahora mismo no pasaría el filtro de lo políticamente correcto tras el Mee Too. El tiempo va a toda pastilla y no conviene olvidarse de los años de esplendor en la hierba, o en el asfalto. Un abrazo.
EliminarPues yo la Ekistica me la estudié muy a mi pesar. Preparar ese examen es al que más tiempo de estudio dediqué en la carrera. Si sumamos tiempos seguro que he dedicado más horas a otras asignaturas, pero no para prepararme un examen.
ResponderEliminarY López Zanón me parece que es un buen arquitecto. Su Escuela de Formación Nautico Pesquera de Vigo me parece un muy buen edificio. También me gusta la Escuela de Caminos. Por otra parte Zanón tenía una mente privilegiada. Se acordaba de todo y en la escuela conocía a todo el mundo, profesores y alumnos y sabía su vida y milagros, hasta los cotilleos de quién estaba liado con quién. Y lo recuerdo como un tío con sentido del humor.
De los exámenes no puedo excusarme, en nervios o cualquier otra cosa, si me salían mal. Siempre rendí hasta por encima de mis conocimientos, es decir, inventándome lo que no me sabía.
Y también, como tú, creo que en los exámenes se aprende mucho. Yo no dejé de ir a un examen aunque no lo tuviese preparado. Alguno aprobé en esas condiciones y de los que no aprobé, la experiencia me sirvió para el siguiente.
Luego, ya de profesor, en los exámenes ayudaba en lo que podía si veía algún alumno atascado o nervioso. Las chuletas no eran problema pues los examenes no eran de teoría como en la cátedra de Arangoá. Lo que sí hacía era, después de que entraban en el aula y se colocaban a su aire, redistribuía a los que "formaban equipo", separaba a los que iban juntos, que normalmente conocía del curso.
Querido amigo, muchas gracias por tu aporte desde la doble visión de alumno y profesor. A mí también me caía bien Zanón, tipo peculiar, original, cariñoso y buen arquitecto. Lo que pasa es que el ladrillo de la Ekística me resultaba indigerible. Sólo había dos alternativas: aprendérselo de memoria o copiar en el examen. Y a mí me cuesta bastante aprenderme de memoria un tocho de ese tamaño sin entender nada de lo que dice. Así que caí en el vicio de copiar y eso es algo que, si no te pillan, resulta muy gratificante y engancha, y eso que no soy yo de personalidad adictiva.
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