sábado, 25 de septiembre de 2021

1.086. Al aliguí

Miren ustedes por donde, resulta que voy a escribir este post al aliguí, expresión que utilizaba mi padre para caracterizar cualquier asunto que se hubiera resuelto de forma casual o improvisada, por pura chiripa. He de confesar que yo he aprobado asignaturas de la Escuela de Arquitectura ciertamente al aliguí, improvisando respuestas sin haber estudiado gran cosa, a partir de mi reconocida facilidad de simular que sabía mucho más de lo que sabía, apoyada en mi brillantez a la hora de redactar, que he seguido utilizando a lo largo de toda mi vida, incluyendo este blog en el que me lanzo a opinar de cosas que desconozco totalmente y parece que entiendo un huevo.

Según las páginas que consulto a veces para averiguar la etimología de ciertas expresiones, resulta que esto del aliguí viene de una vieja tradición medieval vinculada al carnaval. Parece que en tales fechas era costumbre que un tipo entre chamarilero y saltimbanqui se dedicase a divertir a los niños con un juego bien simple, consistente en que llevaba un palo con una cuerda atada al extremo y, a su vez, al extremo de dicha cuerda, un higo seco pequeño (un higuí), que los niños del pueblo debían de tratar de pillarle con la boca, porque hacerlo con la mano no valía, era trampa. El tipo pegaba un estirón del palo cada vez que uno de los infantes estaba a punto de atraparlo de un bocado y gritaba todo el tiempo: Al higuí, al higuí, con la mano no, con la boca sí. Solamente si el tipo se distraía, algún chaval se llevaba el higuí, lo que no sé qué tipo de premio comportaba.

He empezado este texto, como muchas veces, sin saber de qué voy a hablar, pero eso es algo que gusta mucho a mis lectores más fieles, así que vamos a ello. He de decirles que esta semana ha sido especialmente difícil para mí porque, a mis ocupaciones habituales de jubilado hiperactivo, he añadido mi asistencia a un curso virtual de novela, que se desarrollaba a lo largo de cinco jornadas consecutivas, de 19.00 a 22.00, hora final que a menudo contraveníamos, alargándonos casi hasta las diez y media de la noche. Como para buscar un hueco y poder escribir algo en el blog. El curso estaba centrado en las técnicas de presentación de personajes en relatos y novelas, algo que a mí no se me da mal del todo, pero me interesaba seguirlo por escuchar a Ronaldo Menéndez desencadenado, que el año pasado nos dio un curso de iniciación a la novela ciertamente espectacular.

No sé de qué voy a hablar, pero en el párrafo primero he abierto un hilo (como se dice ahora) que puede tener continuidad. He dicho que aprobé algunas asignaturas de la Escuela sin saber mucho y es cierto. No les extrañará saber que yo me presentaba siempre a todos los exámenes, los tuviera o no preparados, porque pensaba que en los exámenes que te suspenden aprendes un montón de cosas que ya tienes trilladas para la siguiente ocasión. A veces, si no me había dado tiempo a estudiar toda la asignatura, me preparaba una parte y me lo jugaba todo a ver si me tocaban preguntas de la parte estudiada. Y, por supuesto, copiaba todo lo que podía. En los exámenes, yo me defendía como gato panza arriba.

A lo mejor alguno de ustedes se escandaliza con esto, pero en la Escuela había toda una industria de compraventa de chuletas de las diferentes asignaturas. Era la consecuencia de tenerte que empollar cosas absurdas que había que aprenderse de memoria y no servían para nada. Por ejemplo, la primera asignatura de Urbanismo con la que te topabas, la dirigía el catedrático ferrolano José López Zanón. Busco su nombre en Internet y me entero de que vive todavía, tiene 95 años, de lo cual me congratulo. Zanón tenía una primera parte de su asignatura teórica y otra práctica. Esta parte práctica se centraba entre otras técnicas en el método de las tizas. Uno cogía un grupo de tizas de distintas longitudes, que simulaban grandes edificios y rascacielos. Hacía un puñado con ellas y las tiraba sobre el plano. Y pudiera ser que la distribución aleatoria de esas tizas nos diera la clave de cómo ordenar un barrio. Uno tiraba las tizas, observaba y, si no sacaba nada en claro, lo intentaba de nuevo.

Esto puede parecer increíble, en la era del diseño por ordenador, pero les juro que yo he visto a gente haciendo exámenes de la parte práctica y tirando una y otra vez las tizas con verdadera angustia sin que se les abriera el cielo de la composición espontánea (o composición al aliguí). En honor a la verdad, he de reconocer que no era esta la única técnica de composición volumétrica que enseñaba este ínclito caballero. Pero es que la parte práctica no era lo peor de su asignatura. Lo peor era la parte teórica. Para salvarla, había que estudiarse de memoria un tocho de una ciencia que promovía este señor, que se llamaba la Ekística. Y les puedo jurar que yo intenté aprendérmela, pero es que me resultaba totalmente imposible entender nada de lo que estaba leyendo. Era como si estuviera en chino.

Hablábamos entre los colegas del curso y todos estábamos de acuerdo en que la Ekística no tenía ni pies ni cabeza. Ni servía para nada. Así que yo (como otro muchos compañeros), que no había copiado en un examen en mi vida (lo juro), tuve que caer en el mercadeo de chuletas con el que varias generaciones de estudiantes anteriores habían conseguido el aprobado de la parte teórica del Urbanismo de Zanón. Y ya saben que, cuando yo me pongo a una cosa, no paro hasta que la domino, ya sea escribir relatos, hacer un blog, tocar blues o bajar por las paredes con 70 años. Me volví un auténtico virguero de la copia en los exámenes. He de decirles que nunca jamás me pillaron copiando. Desarrollé diferentes técnicas para disimular mis malas prácticas, pero nunca me cazaron.

Lo malo es que uno se acostumbra a copiar en los exámenes y es un vicio, luego ya no puedes parar, es como el juego, en realidad es una forma de juego con bastante riesgo. En honor a la verdad, les diré que yo sólo lo utilicé en caso de asignaturas abstrusas, en las que no conseguía entender lo que pretendía decirme el autor del texto que tenía que estudiarme. Otra asignatura que era bastante imposible de estudiar y generaba su propio trapicheo de chuletas, era Estructuras, creo que de tercer curso. La parte teórica era un bodrio incomible. Y, tanto los profesores como toda la Escuela, sabían que la gente trataba de copiar para salvar el escollo. Aquí viene el caso de mi amigo P.A, de quien no diré el nombre, porque, aunque le he perdido la pista hace años, lo imagino convertido en un respetable arquitecto de provincias, cuyos hijos desconocen esta anécdota, que incluso puede que él mismo haya olvidado por pura vergüenza.

El bueno de P.A era ya por entonces un tipo súper correcto, que no compartía nuestro desaliño proverbial de hippies, sino que gastaba camisas planchadas y chalecos de lana, además de un pelo bien cortado, gafas de pasta y unos modales exquisitos. Fui yo quien le convenció de intentar copiar, porque se iba a volver loco tratando de estudiar la teoría de las estructuras. Pero fue al examen muy nervioso, cagado de miedo y además con unos problemas de conciencia que yo jamás tuve. Por aquellos años, el cátedro era el señor Arangoá, bastante anciano, del que ya se ha hablado en este blog, lo que pasa es que ya estaba un poco preparando su jubilación, de modo que dejaba los aspectos prácticos en manos de su segundo, el no menos peculiar Sebastián Arbolí, que en paz descanse.

A Sebastián me lo encontré luego en el Ayuntamiento, donde trataba de organizar un sistema informático precursor de los GIS que luego se generalizarían. Decía que en la informática estaba el futuro y se volvía loco tratando de anticiparlo. Fuimos colegas de funcionariado poco tiempo. Un día, saliendo del viejo edificio de la Gerencia de Urbanismo, se tropezó con un bordillo, se cayó y se rompió un hueso, creo que de la cadera. Ya no salió del hospital. Al examinarlo descubrieron (perdón por la brutalidad de la expresión) que todo él era un cáncer, que se había caído no por un tropezón, sino porque tenía los huesos como azucarillos. Y no se había enterado, porque era un tipo que jamás iba al médico, centrado en su locura técnico-informática.

Pero volvamos a muchos años antes. Cuando los exámenes de la parte teórica de las Estructuras, este caballero tan peculiar era el encargado de vigilar las pruebas, seguro de que todo el mundo iba a tratar de copiar, porque aquellos textos eran imposibles de digerir. Y, en su locura, se dedicaba a circular por los pasillos entre las mesas disimulando, como si estuviera distraído. Y, de vez en cuando, se volvía súbitamente en un giro de 180 grados y miraba a sus espaldas. Siempre pillaba a uno o varios con las chuletas y se las quitaba. Pero no les echaba del examen, era un loco compasivo, que tampoco quería pasarse. Pues el caso es que mi amigo P.A, el hombre súper formal, campeón de la corrección, se vio de pronto descubierto en su trampa que tanto lo avergonzaba. Arbolí le quitó la chuleta y el tipo, en pleno ataque de nervios, recogió sus cosas y se dirigió hacia la puerta de salida, rojo como un tomate. Y Arbolí iba detrás de él diciéndole: Vuelva, hombre, por favor, si yo no le he echado, si lo único que quiero es que haga usted el examen correctamente. Intento vano.

Entre los seguidores de este blog hay unos cuantos colegas de aquellos tiempos, a los que agradeceré que entren a comentar y digan lo que les parezca, incluso enmendándome la plana, a lo mejor todo esto es un bulo que se ha formado en mi memoria sin ninguna base real. Digan, digan. Pero aún me queda la anécdota más sabrosa de esta serie temática, en la que soy yo el protagonista. Tal vez se demuestra aquí que en mí ya habitaba desde hace mucho esa vena alocada y literaria que me lleva ahora a tocar blues con mucho sentimiento, bajar de las azoteas, cultivar un blog que leen cuatro gatos o iniciarme en el yoga a los 70. Ese personaje bloguero, ese monstruo que he despertado a fuerza de inventarme un alter ego ficticio para divertir a los seguidores de este foro, es claramente el protagonista de la anécdota siguiente.

Veamos. Otra de las asignaturas que provocaba en la Escuela un notable tráfico de chuletas para salvarla sin tener que estudiar, era Organización de Obras y Empresas. Esta es una materia interesantísima, que debería ser una de las asignaturas fuertes de la carrera, porque es una habilidad que puede ser muy útil para un arquitecto. Pues no sé ahora, pero en mis tiempos era una de las llamadas marías del último curso de carrera. Piénsenlo: ¿conocen algún ministro o alto directivo de empresa que sea arquitecto? No ¿verdad? Yo no conozco a ninguno. En cambio, ingenieros de Caminos o de cualquier otra rama, ASÍ (ahora tienen que poner todos los dedos de la mano derecha juntitos hacia arriba para subrayar el adverbio de modo).

En el caso de Organización de Obras y Empresas, se copiaba en los exámenes de esta asignatura, no porque fueran muy difíciles o ininteligibles los textos que había que estudiarse, sino porque eran un petardo. La verdad es que la asignatura se aprobaba con facilidad simplemente asistiendo a clase y siguiéndole el rollo al profesor. Pero yo estaba ya acabando la carrera, trabajaba en un estudio como delineante proyectista y nunca me ha gustado perder el tiempo. Así que me matriculé por libre. Y resultó que el cátedro de turno, como buen personaje mediocre que era, se tomaba eso de que no fueras a sus clases como una ofensa personal. A los que iban a clase los aprobaba a todos sin examen ni nada. Pero en el examen de los libres se cebaba con el personal.

En ese contexto, me presenté yo al examen, creo que de septiembre, bien provisto de un fajo de chuletas que me había vendido un tipo que quizá usara el dinero que sacaba de su negocio para pincharse heroína o similar, porque eso era lo que sugería su aspecto demacrado y patibulario. El sujeto me dijo que copiar era muy fácil en esos exámenes, porque los profesores hacían la vista gorda. Era mentira. Ya en el aula, el profesor eligió dos preguntas que había que desarrollar por escrito y escribió los enunciados con tiza en una pizarra (estamos hablando de los años sesenta). La primera pregunta, ni siquiera recuerdo de qué iba. Sólo que en una rápida revisión del índice de mis chuletas la encontré allí y empecé a transcribirla con la pericia acumulada en años de copieteo.

Pero el profesor estaba vigilante, no quería que se copiara, los que nos presentábamos por libre éramos unos cabrones para él y no estaba dispuesto a dejarlo pasar. Fue un combate mental trabajoso, denodado, titánico, entre el profesor, que notó enseguida algo raro en mi actitud, y yo mismo que disimulaba lo mejor que podía y aprovechaba los momentos en que no me miraba para copiar otro trozo. El tipo, cada vez más nervioso, trataba de pillarme a traición, como Arbolí, pero no lo conseguía. En un momento dado, terminé de copiar la primera pregunta y pude esconder las chuletas en los calzoncillos. El tipo vino hacia mí y me pidió que le enseñara las manos, las mangas de la camisa, todos los escondites posibles. Nada por aquí, nada por allí, cara de inocente perfecta. Con un cabreo sordo, me señaló con el dedo y, en voz alta para que lo oyeran todos, me espetó: ꟷUsted está copiando, no sé cómo lo hace, pero yo lo sé; y le advierto muy seriamente: como no deje de copiar, le echo del examen.

Hasta ahí habíamos llegado. Respiré hondo y consideré la situación. El examen constaba de dos temas que había que desarrollar. Y yo había dejado el primero ciertamente niquelao, directamente transcrito de la chuleta que ya no podía seguir usando. Hombre, a poco que lograra escribir algo sobre el segundo, tenía el aprobado garantizado. Desde el fondo de la clase, escudriñe la pizarra. El tipo tenía una letra desastrosa, pero yo leí allí Lesiones producidas por movimientos de las civilizaciones. El problema es que lo leí equivocadamente, porque lo que el tipo había escrito era en realidad Lesiones producidas por movimientos de las cimentaciones. Organización de obras (incluyendo cimentaciones) y empresas. Si una cimentación falla, salen grietas y fisuras. De eso iba la pregunta. Pero yo leí civilizaciones, y así lo escribí en mi examen.

Me creerán o no, pero les juro que rellené seis o siete folios con las lesiones que se derivan de los movimientos de las civilizaciones. Como es natural, me extendí en el componente psíquico de estas lesiones, derivadas de la fluctuación de las civilizaciones. No tengo ni idea de lo que pude escribir, ya saben de mi capacidad de fabular. Entregué mi examen y, a la salida, me encontré con algunos amigos que me preguntaron qué tal me había salido. Muy bien contesté, ufanoꟷ, la primera pregunta perfecta, la he copiado, y la de las civilizaciones me he inventado lo que he podido. La risa de mis colegas se escuchó hasta en Moncloa, no se lo podían creer. Y hasta yo tuve que reírme, en medio de mi desolación.

Algunas cosas más. UNO: nunca fui a recoger la nota de ese examen, aprobé la asignatura al año siguiente, de oficial y acudiendo a las clases, me quedaban ya dos o tres asignaturas y tenía que aprobarlas como fuera. DOS, no sé si se conservan los exámenes escritos de aquellos años; pero, si existen, se podría comprobar que es cierto lo que les he contado. TRES, esta historia corrió entre los alumnos de la escuela y se convirtió en leyenda. Hasta el punto que mi amigo Manolo Márquez me la llegó a contar un día, muchos años después: ¿Sabes lo que le pasó a un tío en Organización de Obras y Empresas? Y estuvo a punto de mearse de la risa cuando le dije que el tipo había sido yo, que era a mí a quien le había sucedido. Ya éramos los dos arquitectos y trabajábamos para el Ayuntamiento, pero la historia continuaba circulando. Cuando una historia se convierte en leyenda, es lo que tiene.   

Por cierto, cuando Manolo me contó la historia y le dije que había sido yo el protagonista, me sentí como el viejo Burt Lancaster en Atlantic City (Louis Malle, 1980), cuando una guapísima Susan Sarandon a la que está intentando impresionar, le cuenta que alguien ha matado a todos los miembros de la banda de gangsters más peligrosa de la ciudad. Con una sonrisa de orgullo, le dice: Fui yo, fui yo quien se los cargó. Una escena bastante patética, porque el tipo está tratando de ligarse a su bella vecina, muchos años más joven que él. Y la chica, de entrada, no le cree. Una película extraordinaria, que les recomiendo sin dudarlo, en el caso de que no la hayan visto. Hasta aquí mi post de hoy. Les dejo de regalo una canción bastante atípica y poco conocida del gran George Harrison, elegida al aliguí, con un vídeo muy american graffiti, para que se animen. Sean buenos.

6 comentarios:

  1. Aportaré un dato por si no lo conoces: José Gutierrez Solana, pintor expresionista, tiene un cuadro que se titula precisamente Al aliguí, entre los muchos en los que se representa el carnaval. No puedo decir donde está porque no lo recuerdo, pero pudiera ser que lo tuvieras tan cerca como el Museo Reina Sofía.
    Añadiré que también mi padre, cuando yo era niño, me hacía rabiar ofreciéndome cerezas "al aliguí" al tiempo que decía: con la boca sí, con la mano no.
    Un fuerte abrazo, amigo.

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    1. Querido Alfred, muchas gracias por tu doble aportación, que queda debidamente reseñada e incorporada al blog. Un abrazo.

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  2. Lo de las chuletas en los exámenes me suena a algo muy antiguo, como las novatadas en el Colegio Mayor, o las excursiones de fin de semana a los bares de Argüelles y el regreso de madrugada cantando "los estudiantes navarros, me cagüenlá". En aquella época no había móviles ni procedimientos sofisticados para copiar en los exámenes, que no sé cómo son ahora, pero seguro que haber-haylos, porque el fraude en los exámenes será eterno. En aquellos tiempos, tampoco había botellón, porque los bares eran baratos, esos bares de Argüelles que ya no existen en su gran mayoría.
    Su texto me ha removido todos esos gratos recuerdos del pasado. Gracias, veterano colega.

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    1. Tiempos dorados los que usted rememora, quién los pillara. No me acordaba yo de la cancioncilla de los estudiantes navarros, que ahora mismo no pasaría el filtro de lo políticamente correcto tras el Mee Too. El tiempo va a toda pastilla y no conviene olvidarse de los años de esplendor en la hierba, o en el asfalto. Un abrazo.

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  3. Pues yo la Ekistica me la estudié muy a mi pesar. Preparar ese examen es al que más tiempo de estudio dediqué en la carrera. Si sumamos tiempos seguro que he dedicado más horas a otras asignaturas, pero no para prepararme un examen.
    Y López Zanón me parece que es un buen arquitecto. Su Escuela de Formación Nautico Pesquera de Vigo me parece un muy buen edificio. También me gusta la Escuela de Caminos. Por otra parte Zanón tenía una mente privilegiada. Se acordaba de todo y en la escuela conocía a todo el mundo, profesores y alumnos y sabía su vida y milagros, hasta los cotilleos de quién estaba liado con quién. Y lo recuerdo como un tío con sentido del humor.
    De los exámenes no puedo excusarme, en nervios o cualquier otra cosa, si me salían mal. Siempre rendí hasta por encima de mis conocimientos, es decir, inventándome lo que no me sabía.
    Y también, como tú, creo que en los exámenes se aprende mucho. Yo no dejé de ir a un examen aunque no lo tuviese preparado. Alguno aprobé en esas condiciones y de los que no aprobé, la experiencia me sirvió para el siguiente.
    Luego, ya de profesor, en los exámenes ayudaba en lo que podía si veía algún alumno atascado o nervioso. Las chuletas no eran problema pues los examenes no eran de teoría como en la cátedra de Arangoá. Lo que sí hacía era, después de que entraban en el aula y se colocaban a su aire, redistribuía a los que "formaban equipo", separaba a los que iban juntos, que normalmente conocía del curso.

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  4. Querido amigo, muchas gracias por tu aporte desde la doble visión de alumno y profesor. A mí también me caía bien Zanón, tipo peculiar, original, cariñoso y buen arquitecto. Lo que pasa es que el ladrillo de la Ekística me resultaba indigerible. Sólo había dos alternativas: aprendérselo de memoria o copiar en el examen. Y a mí me cuesta bastante aprenderme de memoria un tocho de ese tamaño sin entender nada de lo que dice. Así que caí en el vicio de copiar y eso es algo que, si no te pillan, resulta muy gratificante y engancha, y eso que no soy yo de personalidad adictiva.

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