La
suerte es una materia que cursa normalmente por rachas, de pronto
entras en la mala racha y te empiezan a costar el doble todas las cosas que
emprendes, lo que antes te salía bien ahora te sale mal y has de luchar
denodadamente para quebrar el sentido de los tiempos, porque si te vienes abajo
te hundes. Con esta idea, es un poco estúpido hablar de tipos con mala suerte, la
mayoría de la gente tiene buenas rachas y malas rachas y cualquier tendencia es
reversible si se pelea por ello. Sin embargo hay personajes que parecen
castigados por un destino maldito y se puede concluir esto cuando conoces toda
su trayectoria vital. Es decir, cuando están muertos.
Me
viene a cuento esta reflexión a partir de la muerte de Alfredo Rodríguez, el
dueño de El Brillante, el mítico bar de la glorieta de Atocha, el pasado 30 de
agosto. Tenía 67 años, tres menos que yo. Sin embargo, yo siempre lo había
visto como a una persona mayor, no
imaginaba que fuera tres años más joven. Porque El Brillante es una referencia
para mí, un lugar imprescindible, y he ido tantas veces al mediodía, cuando
este señor se pasaba por el negocio con su cojera característica, arriba y
abajo, controlando que todo estuviera en orden, que ya nos saludábamos con cariño.
Parece ser que El Brillante de Atocha abrió sus puertas en 1951, hace 70 años y
fue el padre de Alfredo la persona que lo fundó.
Tres años después nació nuestro trágico héroe, que sufrió el primer revés del destino cuando contrajo la terrible poliomielitis, lo que en mis tiempos se llamaba también la parálisis infantil, que afectó a muchos de los niños de entonces hasta que se descubrió y generalizó la vacuna obligatoria contra la enfermedad (en tiempos de Franco, que yo sepa, no había antivacunas y la vacunación era una obligación para todos). Alfredo sobrevivió pero se le quedó una pierna más corta y consiguió librarse de la silla de ruedas a fuerza de rehabilitación, aunque le quedó ese caminar asimétrico que le caracterizaba. Desde muy joven empezó a trabajar en el bar de su padre, un negocio que ha sido toda su vida. Aquí la imagen más conocida de este señor.
Es
de reconocer que Alfredo estuvo siempre evolucionando, adaptando su negocio a
los tiempos. Como saben, yo he vivido en el barrio en dos etapas de mi vida.
Cuando llegué en 1985, El Brillante ya era famoso por los bocatas de calamares,
allí terminaban o empezaban muchas de las manifestaciones y actividades de
protesta de la época y era frecuente acabar con uno de estos míticos bocatas.
Por entonces, el bar tenía una fachada principal a la glorieta de Atocha, con
terraza, y una especie de salida trasera a un entorno tenebroso, cuando el
actual Museo Reina Sofía era un antiguo hospital cerrado y con la edificación
en un avanzado estado de deterioro. Además, la plaza estaba ocupada por varias docenas de paradas de autobuses, dispuestas en
espiga, lo que hacía que los humos, el ruido y el tizne en las fachadas conformaran
un lugar bastante insano. No obstante, El Brillante servía bocatas para llevar, a los viajeros de los autobuses que salían, volvían o hacían transbordo.
Las cosas cambiaron con la transformación de la plaza a partir de la apertura del museo en 1992 y el traslado de las paradas de bus a otros lugares. Y El Brillante supo adaptarse, arregló su fachada trasera, duplicó la terraza y acostumbró a los camareros a entenderse más o menos en inglés chapurreado. En mi primera etapa en este barrio, yo recuerdo que el bar tenía un asador de pollos y era frecuente, cuando te pillaba la hora de comer sin tener nada preparado, bajar al bar, hacer una cola discreta y subirte con tu pollo recién asado, tus patatas fritas y tus bebidas. Cuando yo volví al barrio en 2006, ya no se preparaban pollos, parece que la reconversión del bar había desterrado este uso tan de barrio de las afueras. En esta segunda fase y ya con el blog inaugurado (ni un año llevaba) escribí un texto con una pequeña historia que se desarrollaba en este bar. Es realmente uno de mis posts más divertidos y les pido que lo lean, como un homenaje a Alfredo Rodríguez. Lo tienen aquí: Post #145.
No
sé si la memoria me juega una mala pasada, pero yo creo recordar que había
otros bares de El Brillante, por ejemplo uno en Bravo Murillo, más al norte de
Cuatro Caminos, y otro en Vallecas al comienzo de la Avenida de la Albufera.
Imagino que el negocio fue creciendo y que, cuando alguna de las crisis
económicas que pagan los de siempre, Alfredo hubo de desprenderse de estos
negocios, cerrándolos o traspasándolos. Pero siempre mantuvo el de Atocha. En tiempos ya de este siglo, yo solía correr a mediodía con algunos colegas
del trabajo al acabar nuestra jornada. Nos cambiábamos en un polideportivo
cercano al curre y al terminar nos duchábamos y yo me pillaba el coche para
casa. Entonces salía del parking directamente al Brillante y me tomaba un
pepito de ternera, o un bocata de calamares o un montado de beicon con queso si no
tenía tanta hambre.
En
esas ocasiones, el bar estaba prácticamente vacío, cuatro o cinco de la tarde.
Mi amigo Álvarez, que me conocía desde los 80, nada más verme entrar me ponía una
pinta de cerveza de las más grandes antes de averiguar qué quería yo comer ese
día, para vocearlo con la coda habitual oído cocina. Alfredo andaba siempre por
allí y entre los tres sobrellevábamos la soledad del bar en silencio. Cada vez
que el negocio montaba una promoción, Álvarez me daba un paquetito con discreción:
una taza con la imagen del bocata impresa, una mochilita de corredor,
bolígrafos y rotuladores. A menudo me invitaba también a un café o cualquier
otra cosa. Un día le dije: joder, Álvarez, yo comprendo que me tienes aprecio,
pero deja de invitarme y regalarme tantas cosas, que así no hacéis negocio.
Bajó la voz y me dijo: los cafés corren de mi cuenta, pero lo demás ha sido el
jefe el que me lo ha dicho: a este señor hay que atenderle bien que es un
cliente de los buenos.
Parece
que antes de la pandemia, Alfredo se había lanzado a ampliar el negocio,
abriendo nuevos Brillantes en los centros comerciales Nassica e Isla Azul en el
extrarradio y también otro en Boadilla del Monte. Se endeudó para esta
ampliación y la llegada del Covid con el primer gran confinamiento le fastidió todos los planes y le hundió las finanzas. Últimamente estaba hasta arriba de deudas y empezó a estar
deprimido porque las rutinas del bar no podían desarrollarse como antes. La
base del negocio de El Brillante era la barra y ya saben que no se puede
utilizar ahora. Desconozco cuál era su situación familiar, se habla de que
tenía unas hijas que se quedan con el negocio y han garantizado su continuidad.
Pero lo cierto es que vivía solo, en la calle Costa Rica.
Su
actitud ante las catástrofes urbanas era siempre de ayudar, en el bar se estuvo
atendiendo a la gente después de las bombas del 11M y ahora con la pandemia montó
un food-truck que repartía comida gratuita a la puerta de los hospitales. En
medio de un mar de deudas, una huida hacia delante, sin duda. Su familia estaba
muy preocupada por su deplorable estado de ánimo. El 30 de agosto, Alfredo envió
un Whatsapp a uno de sus sobrinos con un mensaje escueto: le dejaba al portero
unas llaves para que se las diera. El sobrino llamó inmediatamente a la policía
y corrió a la casa. Subió con el portero y entraron. Alfredo se había pegado un
tiro en la cabeza con la pistola reglamentaria que tenía en su casa. La policía
llegó poco después. Un triste final para la historia de un hombre que luchó toda su vida contra un destino torcido.
Pero,
para destino torcido el del segundo y último personaje que les traigo hoy al
post. Viene al caso por una noticia. El 2 de septiembre, se anunció que Argelia
dejaba de utilizar gasolina con plomo, una vez que había agotado sus
existencias de ese tóxico producto. Era el último país del mundo en donde todavía
se utilizaba gasolina con plomo. Ahora, podemos ponernos condescendientes con
los argelinos, desde nuestra posición de occidentales, pero lo cierto es que
ustedes y yo hemos estado tragando plomo por un tubo (nunca mejor dicho: de
escape) durante décadas. Si hacen funcionar la memoria, recordarán que, en el
principio de los tiempos, sólo había un tipo de gasolina, sin apellidos, pero
con plomo a mansalva. Después, a esta gasolina se la apellidó normal, para distinguirla
de la súper, que seguía con su aditivo de plomo como mandaban entonces los
cánones.
Ya
en tiempos de una incipiente preocupación por el medio ambiente, empezó a aparecer la
gasolina sin plomo, pero sólo la usaban los elegantes; los del pueblo seguíamos
con la súper, cuando no directamente con el gasoil. Productos ambos que
expulsan a la atmósfera partículas en suspensión, bastante tóxicas las de
carbono que echa el gasoil y directamente venenosas las de plomo que echaban
los coches hasta hace cuatro días. ¿Y a quién se debe la idea de añadirle a la
gasolina un aditivo con plomo? Pues esa es la historia de nuestro segundo
personaje, considerado el ser vivo más dañino y nefasto para el planeta de toda
la historia de la Tierra. Está claro que ese título le tenía que corresponder a
un ser humano, no creo que tengan ninguna duda de que somos el virus más
peligroso. Pero es que lo de este señor ya es para nota.
Les
hablo de Thomas Midgley, el caballero cuya imagen tienen a la izquierda. Nacido
en 1889 en Beaver Falls (Pensilvania), era hijo de un inventor y tenía marcada
en sus genes esa vocación, por lo que se graduó como ingeniero mecánico y entró
a trabajar en la General Motors en 1916. Estamos en los inicios de la industria
del automóvil y los coches recién inventados presentan un problema grave: la
combustión no era continua ni silenciosa, sino que producía continuos estallidos;
uno iba tan tranquilo en su auto y de pronto el motor pegaba un pedo tremendo
antes de seguir funcionando. Esa sucesión de pedos del motor era muy incómoda y
a Midgley lo ponen enseguida a investigar cómo solucionarlo. Su primer
descubrimiento llega pronto: añadiendo etanol a la gasolina los pedos
desaparecen. Pero estamos en los años 20, la llamada Ley Seca prohíbe la
fabricación de alcohol etílico (no otra cosa es el etanol) y Midgley ha de seguir buscando.
Da
entontes con el tetraetileno de plomo, un producto descubierto a mediados del
siglo anterior, que no tenía de momento ninguna utilidad práctica. Para
comercializar el producto se creó la Ethyl Corporation, empresa conjuntamente
participada por General Motors y Stándar Oil (la actual Exxon). Midgley fue
nombrado vicepresidente de dicha compañía. La gasolina con plomo empezó a
venderse hasta generalizarse por todas partes. Pero en las fábricas donde se
producía, algunos operarios empezaron a tener alucinaciones, a enloquecer y a
morirse. Se montó un escándalo considerable y las autoridades sanitarias
intervinieron. Entonces Midgley convocó una conferencia de prensa que ha pasado
a la historia. Tuvo lugar el 30 de octubre de 1924. Allí, delante de todos los
presentes, este señor se embadurnó las manos con el aditivo y estuvo inhalándolo
con fruición durante un par de minutos
para demostrar que era inocuo. Luego culpó a los trabajadores afectados de causar su propia ruina por no
tomar las debidas precauciones.
Consiguió
revertir la situación, la gasolina con plomo fue autorizada y su uso se
extendió por el mundo. Pero él se puso malísimo, le costó más de un año
recuperarse del envenenamiento y ya se quedó tocado de por vida, pero fue capaz
también de ocultar este hecho al mundo. Debilitado y con las defensas por
los suelos, dedicó sus años siguientes a otro invento nefasto: los CFC, acrónimo
de clorofluorocarbonatos. En este caso se trataba de encontrar un gas para los
frigoríficos que empezaba a fabricar la General Electric. Tenían diversos
productos refrigerantes que, en caso de fuga, podían producir irritaciones en
la piel o en los ojos. Midgley ideó los CFC y, amante de los numeritos y las performances,
dio otra conferencia de prensa inhalando este producto.
Los
CFC no son ciertamente tóxicos para las personas y su uso se generalizó en el
mundo, hasta ser usado en todos los sprays de cualquier laca, nata para las
fresas o productos para las plantas, además de en todos los sistemas de aire acondicionado (el famoso freón). Los CFC no eran malos para las personas,
pero en pocos años le hicieron a la capa de ozono un agujero del tamaño de un continente. Hubo que prohibirlos y, gracias a esa medida universal, la capa de ozono
se ha recuperado y los efectos del cambio climático no son todavía todo lo terribles que podrían haber sido con el citado agujero. Así que Thomas Midgley es el
inventor y el impulsor intelectual de dos de los inventos más dañinos de la
historia de la Humanidad.
Pero
este señor, como resultado de sus excesos y demostraciones en vivo de la
inocuidad de sus productos, tenía sus defensas por los suelos. Eso explica que con
51 años contrajera la poliomielitis, una enfermedad que sólo atacaba a los
niños y a algún tipo inmunodeficiente. Se quedó completamente paralizado de
cintura para abajo, condenado de por vida a una silla de ruedas. Pero era
tozudo y, al fin y al cabo, un inventor nato. Así que ideó un sistema de poleas
y cuerdas que le permitía por las mañanas dar a un botón y ser izado de la cama
a la silla de ruedas con la que ya se movía por el mundo, y por la noche el
movimiento contrario para acostarse. Cuatro años vivió en estas condiciones.
Hasta que una mañana, el invento funcionó mal, se endemonió y una de las correas lo
estranguló. Tenía 55 años.
Así que no me vengan ahora a perorar sobre la suerte, la mala suerte o las rachas. Hay tipos que son cenizos y punto. Gentes marcadas por un destino fatal. Personas buenas como Alfredo Rodríguez luchan toda su vida contra ello. Otros, tercos y contumaces como Thomas Midgley parece que todavía hacen méritos para empeorar su trayectoria. Dos historias que no se encuadran mucho en el tono optimista y positivo de este blog, pero también interesantes e instructivas. Sean buenos y procuren no atraer a la mala suerte. Besos y abrazos.
Dos historias que no tienen nada que ver entre sí. Midgley era un cabrón, un fanático y un tipo que no se andaba con precauciones para demostrar que sus funestos inventos eran inocuos. Pagó por ello cruelmente. En cambio, Alfredo era una buena persona, un tipo cuidadoso y pendiente de los demás, como evidencia el detalle del mensaje que le manda a su sobrino. Aún a punto de morirse, el hombre se preocupa de que no tengan que llamar a un cerrajero que haga polvo la puerta de su domicilio. Esperemos que El Brillante siga funcionando, como un homenaje a su memoria.
ResponderEliminarY usted que lo vea, amigo, gracias por su comentario.
EliminarSe olvida usted del Brillante de Marqués de Zafra esquina a Doctor Esquerdo que tantos recuerdos me trae por ser un lugar de desayuno tras las noches locas en casa de nuestro común brother Gustavo. No olvidaré jamás los "cruasáns plancha" mojados en el café.
ResponderEliminarEl tiempo no perdona y como bien recuerda usted: "Time waits for no one".
Un abrazo fuerte y cuídeseme.
Sí, ya me lo ha recordado un común amigo de usted y mío. Lo cierto es que yo no era muy asiduo a esas veladas locas, me incorporé muy al final y no tengo el recuerdo de ese Brillante muy nítido. A lo mejor estoy perdiendo memoria.
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