No puedo menos que empezar este texto con un sentido homenaje a Charlie Watts, el batería legendario de los Stones, del que hablamos hace un par de posts sin imaginar que estaba viviendo sus últimos días. Charlie fue siempre un tipo tranquilo, elegante, un dandy apasionado del jazz que aportaba a la banda una base sonora contundente e inconfundible. Ya les conté el otro día que la gira que hicieron en 1971 por las ciudades inglesas fue la última ocasión de verlos actuar en locales pequeños. Su éxito fue tan estratosférico que a partir de ese momento ya sólo se les pudo ver en estadios y eran tan famosos que no podían hacer una vida normal, salir a la calle sin que les rodeara la gente a pedirles autógrafos y hacerse fotos con ellos. Esa normalidad de la vida callejera que tanto les gustaba (y a mí), es la que parecen añorar en este delicioso vídeo de 1981, rodado en el Greenwich Village de NY, que ya mostraba la nueva línea musical del grupo para los siguientes álbumes. Y ojo, que el espectacular saxo que se escucha en esta canción corre a cargo nada menos que del gran Sonny Rollins, uno de los gigantes históricos del jazz. Charlie Watts contactó con él y consiguió que apareciera en este tema. Descanse en paz Charles Robert Watts.
El caso es que llevo varias semanas pensando en hablarles de los libros que he leído en el ínterin este de julio y agosto en el que no he tenido sesión de Billar de Letras y he aprovechado para recuperar algunos libros que tenía pendientes, antes de que el club se reanude en septiembre. Durante años, la obligación de leerme un libro para el club al mes, me impedía leer nada más y pensé que esto cambiaría cuando me jubilara y tuviese más tiempo libre. No ha sido así de momento, ya saben que sigo muy ocupado, así que, tras la sesión de finales de junio, me abalancé sobre algunos libros que me apetecía leer y les cuento aquí mis impresiones.
El primero de estos libros es Kentucky Seco (Chris Offutt, 1992). Este escritor, originario del estado de Kentucky, debutó hace casi veinte años con esta colección de cuentos, que lleva el nombre del Kentucky Straight, el whisky de alambique que se destila ilegalmente en las montañas, igual que el aguardiente gallego. Hace un tiempo les hablé del libro Desguace Americano, que hablaba de una gente muy hecha polvo por la crisis de la industria pesada en Michigan, que se dedican a sobrevivir, incluso cocinando metanfetamina y otras actividades ilegales, todos con coches viejos que reparan de forma artesanal y que necesitan para moverse en una zona donde no se puede vivir sin vehículo particular. En aquella ocasión comenté en el blog que ese libro mostraba la vida de probables votantes de Trump.
Bueno, pues los personajes sobre los que versa Kentucky Seco, es que yo creo que ni siquiera votan. De hecho, en uno de los relatos, un joven se acerca al pueblo de al lado para hacer un examen del programa VISTA (Volunteers in Service to America), que permite conseguir un título de primaria a jóvenes que hayan dejado el colegio. Es un programa que puso en marcha el presidente Lyndon B. Johnson para tratar de reenganchar a los absentistas escolares de las zonas más depauperadas. El protagonista del relato coge un bus para ir al pueblo de al lado y, al volver, todos los de su pueblo lo saben y le vacilan: qué pasa, que quieres ser más que nosotros o qué.
El ambiente de estos lugares es bastante agobiante y está muy bien reflejado en el libro, por alguien que lo vivió desde dentro. Offutt triunfó con esta colección de relatos, lo que le permitió escribir un par de novelas, entre ellas Noche Cerrada (2018) que tengo en la cola de lectura. Además, este señor se gana la vida como guionista de series de televisión, algunas tan celebradas como Tremé, que se desarrolla en Nueva Orleans, o la policiaca True Blood. Ahora, la pregunta del millón: ¿les recomiendo la lectura de este libro? Bueno, yo diría que sí, pero no encarecidamente. Es de lectura fácil y es interesante. Depende de que les atraiga más o menos el tema. A mí, por supuesto, me ha gustado.
El siguiente de la lista es Un amor (Sara Mesa, 2020). Sara Mesa es una escritora acreditada, que lleva como ocho o diez novelas y reside en Sevilla. El año pasado, su novela Un amor fue elegida como el mejor libro del año en alguna encuesta de la prensa nacional. Y realmente es un libro muy recomendable, este sí, sin duda alguna. La historia se centra en Nat, una mujer joven que decide irse a un pueblo enano, para dedicarse desde allí a trabajar como traductora. Más o menos se deja entrever que la decisión de irse desde la ciudad a ese lugar obedece a una crisis existencial, cruzada con la imposibilidad de encontrar un alojamiento tan barato para ella sola en la ciudad.
La historia arranca con bastante dureza desde el primer momento, la casa a la que se va es una mierda, muy por debajo de lo que decía la oferta, y con un casero que es un borde de la peor especie, parece escapado del libro que les he comentado antes. La vida en ese pequeño enclave, en el que cada paso dado se sabe enseguida y se comenta al día siguiente, se va complicando para Nat a medida que van apareciendo otros personajes, muy bien dibujados, como Piter el hippy, Andreas el alemán o la vieja demente Roberta. La acción se desarrolla en ese mundo claustrofóbico, presidido por el monte El Glauco, con giros de guion realmente sorprendentes. Un libro muy bueno realmente.
Una de las últimas veces que fui a comprar libros a la tienda FNAC, a los que pasaban de una determinada cifra de compra les regalaban otro libro de Sara Mesa, un pequeño ensayo que se llama Perder el Miedo (2021). Me lo leí a continuación y me resultó también bastante interesante, esta mujer realmente escribe de una manera muy clara y con mucha brillantez. Pero no sé si este libro está por ahí en venta, yo lo adquirí con la etiqueta de regalo exclusivo para los clientes de la FNAC.
Seguí mi deriva con el libro El Precio del Triunfo, (Ota Pavel, 1967). No sé si recuerdan a Ota Pavel, hace unos años les hablé de su delicioso libro Carpas para la Wehrmacht, en el que contaba la vida de su familia, de padre judío y madre católica. Cuando llegan los nazis a Checoslovaquia, su padre y sus dos hermanos mayores son llevados a un campo de concentración (del que regresarán vivos), mientras a él, que es un niño pequeño, se le permite quedarse con su madre. En la época comunista, Ota Pavel se convirtió primero en un deportista (hockey sobre hielo) y luego en un cronista de deportes muy famoso y popular. En 1964, mientras estaba cubriendo los Juegos Olímpicos de Invierno en Innsbruck, empezó a mostrar signos alarmantes de una enfermedad mental grave.
Lo trajeron a Praga donde fue ingresado en un psiquiátrico. Allí sus amigos le traían cuadernos en blanco y bolígrafos para que escribiera. Y de esa época son sus libros más famosos y admirados, entre ellos Carpas para la Wehrmacht. El libro El Precio del Triunfo es una recopilación de sus mejores reportajes sobre deportistas checos escritos antes de que su mente se quebrara. Uno de ellos está centrado en Emil Zátopek, de quien fue un gran amigo y cuya esposa prologa el libro. En este caso les diré que se trata de trece relatos sobre deportistas checos destacados por algún motivo. Entre ellos hay algunos buenísimos, otros algo menos interesantes. Todos ellos muestran el mérito de deportistas que se entrenan en condiciones penosas para salir afuera a competir con contrincantes mucho mejor preparados y con potentes federaciones detrás. Sobrevuela todo el libro una especie de fatalismo, un sentido trágico, que lleva a estos deportistas a enfrentar retos casi imposibles, con resultados a menudo frustrantes.
Por último, me he leído en esta segunda mitad de agosto el libro El País de los Otros (Leila Slimani, 2020), a cuya presentación en el Instituto Francés acudí en compañía de mi amigo Alfred, seguidor ilustre de este blog. El libro, primero de una trilogía sobre su familia originaria de Marruecos, está centrado en la figura de su abuela francesa, una robusta alsaciana que se enamora de un soldado marroquí de los que combatían por Francia en la Segunda Guerra Mundial, se casa con él y se va a Marruecos, creyendo que va a vivir una aventura muy romántica, para encontrarse con un mundo rural muy duro y con unas costumbres muy diferentes a las europeas y con mucha menos libertad para una mujer. Slimani es una escritora muy buena, de la que ya había leído la extraordinaria Canción Dulce. Ella vive en París y está casada con un francés, según creo. Si tuviera que recomendarles sólo uno de estos libros, este sería el elegido, sin duda, seguido por el de Sara Mesa que es muy bueno también.
En este momento ya he empezado a leer el libro que nos ha puesto Ronaldo para la primera sesión de Billar de Letras, que será a finales de septiembre, pero ya saben que yo, a mi manera, me dedico a hacer una forma de literatura con este blog y su mantenimiento a buen ritmo contra viento y marea. También les he revelado que, inicialmente, yo creé un personaje de mí mismo que era diferente del real, menos tímido, más decidido, un poco como lo que me hubiera gustado ser, pero no era. Esa disociación fue captada enseguida por algunos de mis lectores (y lectoras) más fieles. Pero también les he contado cómo ese personaje ficticio se ha ido apoderando poco a poco de mí, hasta casi hacer desaparecer al otro. La historia que les voy a contar ahora, es una demostración palpable de ese proceso.
Martes 24 de agosto. He tenido por la mañana mi clase de inglés y luego he terminado mi post sobre Afganistán que empecé ayer y que he publicado antes de comerme un pollo al curry que me he preparado. Después de la siesta estoy un poco atontado, tengo muchas tareas pendientes, pero no sé cuál de ellas empezar. Hace mucho calor, el sol está dando de plano sobre mi casa del último piso. Sin ninguna razón especial, decido empezar por ir a tirar los envases de vidrio y las cápsulas de mi máquina de café a los puntos correspondientes, a ver si así me voy espabilando. Cojo la cartera, el móvil, las gafas, la mascarilla, todos mis pertrechos. Salgo, tiro de la puerta y echo la mano al bolsillo para coger las llaves y pasar la cerradura y los dos pestillos que tengo. El bolsillo de las llaves está vacío. Me las he dejado dentro.
Instante de terror. Esto en cualquier momento del año no sería un problema, el portero tiene una copia de las llaves. Pero es agosto, hay un portero suplente al que no se le dejan las llaves de las casas por precaución. Un día antes, o dos días después, tampoco sería un problema: mi hijo Kike está por aquí y tiene sus llaves. Pero Kike y su chica se han ido esta mañana a Segovia con mi coche. Está la señora que viene a limpiar, pero vive en Fuenlabrada o Parla, la voy a molestar para, en el mejor de los casos, conseguir unas llaves a última hora de la tarde después de largos y tediosos viajes en Metro o Cercanías. Calma, Emilio. Bajo y confirmo que el portero suplente no tiene llaves. Le cuento lo que me pasa y me voy a tirar los vidrios y las cápsulas de café. De vuelta de los contenedores, empieza a rondarme la cabeza una idea.
La cosa tiene una solución. Puedo subir a la azotea y descolgarme desde arriba con ayuda del portero. No es sencillo y tiene sus riesgos, pero hay una forma; yo lo hice una vez cuando vivía aquí con mi familia. Debe de hacer unos veinticinco años, mis hijos eran muy pequeños y se echaron a llorar cuando me vieron subirme al peto. Ese es el problema, que entonces tendría unos 45 años y ahora tengo 70. Pero, como les he dicho, el personaje del blog ha atrapado del todo al Emilio real, que era alguien más prudente y con menos arrestos. Y además, un dato clave: lo que pretendo requiere control corporal, equilibrio y precisión y yo llevo más de un mes haciendo Asthanga Yoga, una disciplina que va precisamente de eso: equilibrio, coordinación y control de la musculatura.
Se lo planteo al portero y le digo que con su ayuda podemos hacerlo. Les explico. Desde el suelo de mi terraza hasta el borde superior del peto de la azotea, hay una distancia de 4,10 metros en vertical, lo he medido luego para contarlo en el blog. Pero, a 2,90 de dicho suelo, están los listones metálicos que sustentan los toldos. Pegado a la pared, hay un tejadillo de chapa fina bajo el que se guardan los toldos recogidos. Estudio la estrategia con el portero y nos ponemos a ello. Los toldos están puestos y lo primero es retirar uno de ellos, para lo que nos ayudamos de un palo que traemos. Precisamente quitamos uno que queda encima de la mesa de la terraza sobre la que pretendo caer para restarle otros 75 cms. a la altura.
Retirado el toldo, paso por encima del murete del peto, mientras el portero me sujeta desde dentro. Piso sobre el tejadillo, pero justo en donde tiene debajo el listón que sujeta los toldos, un tubo cuadrado de unos 5 cms. de lado, que parece resistir. Me pongo de pie sobre el listón, con las piernas separadas en un arco perpendicular a la pared, y con el brazo derecho fuertemente sujeto por el portero. Aquí viene la parte más de yogui. Siempre sujeto por el portero, empiezo a agacharme. Mi objetivo es llegar con el brazo izquierdo a asirme al listón sobre el que estoy subido. No lo consigo a la primera; no llego. Entonces le digo al portero que engarfie la mano, en vez de sujetarme el brazo, y yo también engarfio la mía para sujetarme fuerte. Así consigo llegar con la mano izquierda a sujetar el listón.
Ese es el momento decisivo. Le grito al portero ¡Suelte ahora! Bajo el brazo derecho hasta agarrar también con él el listón. Y, sujeto con ambas manos, echo los pies para atrás y me dejo caer con control, igual que hago en las sesiones de yoga sobre la esterilla correspondiente. La altura entre el listón y la mesa es mayor que mi dimensión con las manos levantadas, así que tengo que soltarme al final de la caída y aterrizar controladamente sobre la mesa, como un gato. ¡Bingo! Ni un rasguño. Bajo de la mesa, recupero las llaves y salgo a abrirle al portero, que baja por la escalera atónito y me devuelve mi móvil, que le había entregado para que no se me cayera (y también por si tenía que llamar a urgencias, aunque esto no se lo dije).
No está mal para tener 70 años. Pero de algo me tiene que servir tanto yoga y tanto deporte, digo yo. Por la noche, mi hijo me llamó desde Segovia para ver qué tal estaba y se lo conté. Ayer jueves cuando volvió le expliqué con detalle cómo lo había hecho. Estudió la pared, me miró de arriba abajo y pronunció una de sus frases rotundas: Papá, comprendo que toda esta historia ha sido un subidón importante para ti, pero la próxima vez que te pase algo así, en vez de hacer un Spiderman, por favor llama a un cerrajero. He de decir que no hubiera podido hacer esta machada sin la ayuda y la presencia del portero, y sin mis avances en el yoga. Se lo conté a Elena, mi profesora, al principio de mi clase de ayer y, con un toque travieso en sus ojos, sentenció: estás loco. Afirme vivamente, antes de empezar a hacer el saludo al sol. Por cierto que Elena ha publicado ya su quinta entrega de la serie En voz alta y pelo largo. Con ella les dejo. Ciertamente, Elena está muy guapa en este vídeo. Tiene el volumen un poco bajo, les aconsejo ponerse auriculares. Buen finde.
Milu creo que Kike tiene razón.
ResponderEliminarKike siempre tiene razón. Aunque debe de ser duro tener unos 30 años y tener un padre con alma de quinceañero.
EliminarPaberse matado...
ResponderEliminarNo se apure, brother, aquí sigo vivito y coleando.
EliminarEstupendo el vídeo en voz alta y pelo largo. Una profesora de yoga como esa no es de extrañar que lo convierta a usted en un gato o en lo que ella quiera. Por cierto, no se alcanza a ver de qué libro se trata. Pero el relato es buenísimo.
ResponderEliminarSe trata del cuento que da título al libro de relatos Desastres íntimos, de Cristina Peri Rossi, 2017.
EliminarY sí, mi profesora de yoga es un portento.
Ese Emilio "sobrepuesto" al de antes está como una cabra: Las cabras no se estampan, ni conocen el vértigo. Ten cuidado, mi intrépido equilibrista, los cerrajeros son muy caros, pero cualquier ratero que se precie te abre la cerradura en quince segundos y por quince yuros. En fin, aunque la lectura también encierra grandes riesgos, te recomiendo que dejes de ser el Hombre Araña y te aplastes en el sofá a leer novelas, siempre que no sean de caballerías, claro.
ResponderEliminarLo uno no quita lo otro, no por hacer el cabra voy a dejar de leer. Y ya antes estaba como una cabra, o como un cencerro, como tú mejor que nadie puede certificar.
EliminarUn abrazo.