Desde que me han cambiado la
interfaz del blog, no me fío demasiado de las encuestas de audiencia de la
página, pero según dicha aplicación, tengo casi tantas visitas desde Estados
Unidos, como desde España. No es de extrañar, teniendo en cuenta que hablo más
de temas norteamericanos que de los nuestros, aburrido como estoy de la bronca
continua, de la trifulca permanente, de la gresca indisimulada a la que se
entregan nuestros políticos, condenados a una especie de siniestro aquelarre
eterno, en el que parecen disfrutar con fruición, cual gorrinos en lodazal
templado. Yo propondría, igual que han hecho con la reanudación de la NBA,
crear una burbuja hermética, inmune al Covid-19, y meter ahí dentro a todos los
políticos, de Vox a Podemos, para que se dedicaran a pelearse entre ellos, a
insultarse y ponerse zancadillas. Mientras los tuviéramos a buen recaudo,
seguro que los demás nos organizábamos para sacar adelante este país, sin la
interferencia de esa casta de impresentables. Me sale del alma un lema: MENOS
MAL, QUE NOS QUEDA NADAL.
Así que hoy, para dejarles
descansar de tantas novedades de Kansas City, Nueva Orleans y otros lugares
similares, les voy a contar algunas cosas sobre la provincia de Cuenca, por
donde anduve unos días de septiembre, oxigenando mi cuerpo y mi mente entre
encierro y encierro. Tomé nota de una serie de temas, muy adecuados para este
blog, pero luego no he encontrado el momento de desarrollarlos. Para empezar,
uno sale de la gran urbe madrileña por la A-3, un desagüe viario por el que
circulan cientos de coches con gente que se va al campo o la playa. El tráfico
es espeso, premioso, incómodo, peligroso. Hasta que llega uno a una señal que
dice Cuenca. Te desvías, tomas el lazo cuartocircular que te lleva a la
dirección perpendicular a la que traías, pasas bajo el tablero de la autovía y
sigues hacia el Este, por una carretera completamente vacía. Lo de la España
olvidada es literal: aquí no viene ni Dios.
La ciudad de Cuenca es una
auténtica maravilla, no se la voy a descubrir ahora (les voy intercalando
algunas de las fotos que tomé en mi excursión). Y tiene un atractivo añadido:
el Museo de Arte Contemporáneo, en una de las Casas Colgadas, donde se puede
ver la obra de Manolo Millares (el que más me gusta) y también las de Sempere,
Saura, Zobel, Canogar, Tapies y todos los demás miembros de una generación
pictórica inigualable. Esta vez, había una monográfica de Millares (imagino que
continúa, puede ser un buen plan para cuando nos desconfinen), en donde se
podían ver bocetos, libros ilustrados y hasta un vídeo muy interesante en el
que se ve cómo trabajaba este artista único.
Por si no saben mucho de este
interesante personaje, les diré que nació en Las Palmas de Gran Canaria, sexto
hijo de un profesor de secundaria del Instituto Pérez Galdós, que tuvo hasta
nueve vástagos. Manolo no fue el único con veleidades artísticas: el quinto,
Eduardo, fue uno de los mejores viñetistas de la prensa canaria y fundó un
diario satírico similar a La Codorniz, que se llamó Roque Nublo. Y el pequeño,
Totoyo, que todavía vive (tiene 85 años) fue el fundador y el alma del grupo
folclórico Los Gofiones, que no llegó a ser tan popular como Los Sabandeños
pero aun pervive. Tuve un amigo canario que me habló de esta familia, muy
querida en su isla. Como buen canarión, mi amigo odiaba a muerte a los
chicharreros (y compartía con ellos el odio al godo).
En Cuenca es posible darse grandes paseos por los caminos de ribera del Júcar y el Huécar, además de callejear por la madeja de callejones medievales del centro histórico, con sus bares bien servidos en donde degustar el morteruelo, los zarajos y otras delicatessen locales. Por la noche hay que abrigarse, que la humedad que sube de los ríos se te apodera de la garganta. Bien abrigado, se puede cruzar por el puente metálico hasta el pequeño cerro del Parador Nacional, para ver desde allí la panorámica de las Casas Colgadas con la tenue iluminación de las viejas farolas, cercadas por la neblina del anochecer.
Pero en este blog, ustedes
esperan que yo les cuente alguna cosa de las que no salen en las guías ni son
fáciles de encontrar en Internet (como lo de la familia de Manolo Millares, que
seguramente ignoraban). En ese sentido, ¿a que no saben quién es el santo
patrón de Cuenca? Yo no lo sabía hasta este viaje: se trata de San Julián el
Tranquilo. Qué quieren que les diga: una ciudad que tiene un patrón con
semejante nombre no puede menos que ser un sitio cojonudo. Otros pueblos y
ciudades tienen a San Fulano Apóstol, u obispo, o mártir, o labrador, o hasta
bailón como San Pascual, pero tranquilo, yo dudo que exista otro santo
igual.
San Julián el Tranquilo había
nacido en Burgos y ya llevaba una larga trayectoria como cura en Palencia,
Toledo y otros lugares, cuando fue nombrado obispo de Cuenca por el rey
Alfonso VIII, el gran benefactor de la ciudad que había empezado por
reconquistarla de los moros. Julián era un obispo mundano, que hacía labor
social por toda su diócesis, ayudando a todos los necesitados, aunque no fueran
cristianos. La gente lo quería mucho porque era bondadoso y amable con todo el
mundo. Y le gustaba mucho irse a descansar a una cueva cercana a la ciudad, en
la que decía que era donde estaba más tranquilo. Allí se llevaba mimbres que
mojaba con el agua que corría por algunas paredes para tejer cestillos que
luego regalaba a sus feligreses.
Se dice que hizo un solo milagro;
que un día las paneras en donde recogía la limosna en la misa aparecieron
llenas de trigo, pero parece claro que tuvo que ser un montaje que organizaron
sus ayudantes para que luego pudiera ser santo. Continuó siendo el obispo de
Cuenca hasta su muerte, el 28 de enero de 1208, fiesta local de Cuenca. Yo
tengo muy claro que este señor fue un adelantado a su tiempo, que fue un
hombre bueno y que su espíritu protege todavía a esta ciudad, Patrimonio de la
Humanidad de la UNESCO desde 1996. Pero mi excursión no se quedó sólo en la
ciudad, sino que se extendió a la zona de Priego, Beteta, Albalate y el
balneario de Solán de Cabras. En una palabra, el fértil territorio que ocupa el
extremo norte del pentágono que forma la provincia y que se conoce como La Serranía.
En 2018 estuve en Priego con mi grupo de senderistas y ya les conté algunas singularidades de esta ciudad (ellos dicen que no son un pueblo, que les concedió el rango de ciudad Juan II, padre de Isabel la Católica). Y les conté que el arco que remata la Calle Larga por el extremo norte es el lugar de donde partió Don Quijote con la intención de ver el mar, ruta que le llevó por Alhama de Aragón y Zaragoza hasta Barcelona. Allí pudo ver el mar, pero se desafió con el Caballero de la Blanca Luna, que le derrotó. Desanimado, decidió volver a casa. Pero siempre que se habla de Cuenca, nos viene a la memoria el archifamoso Crimen de Cuenca. Pilar Miró filmó la historia en 1980 y tuvo el dudoso honor de firmar la única película secuestrada judicialmente en tiempos de democracia.
En realidad, la historia debería
llamarse el error judicial de Cuenca, pero para título de película era demasiado
feo. Pero eso es lo que fue: un error judicial, y no un crimen. La historia: un pastor apodado El Cepa, vende unas
ovejas de su rebaño, cerca del pueblo de Tresjuncos y desaparece. Su familia
denuncia la desaparición y las autoridades detienen e interrogan a dos
compañeros suyos pastores. Hay un juez y un cura especialmente sanguinarios que
incitan a los guardias civiles a apretarles las tuercas. Los dos pobres
desgraciados son sometidos a terribles torturas hasta que confiesan (esas
torturas reproducidas en detalle en la película motivaron sus problemas para
ser estrenada). Tras la confesión, son declarados culpables por un jurado
popular y condenados a 18 años de cárcel. Saldrán en libertad doce años más
tarde, pero ni ellos ni sus familias se librarán nunca del estigma y la inquina
popular.
Años después, al cura sanguinario
le llega una carta del cura de otro pueblo, pidiéndole la partida de nacimiento del Cepa,
porque se quiere casar. El cura, sumido en la vergüenza y la culpa, rompe todas
las cartas en ese sentido. Hasta que el propio Cepa se ve obligado a volver al pueblo para conseguir la
partida de nacimiento. Interrogado, dice no haberse enterado del lío del juicio
y confiesa que se fue porque quiso, que estaba harto de su familia y que le dio
un barrunto. Para interpretar a este auténtico proto-friky, Pilar Miró tuvo el
acierto de elegir al gran Willy Montesinos, que bordaba este tipo de papeles y
que tiene una aparición al final de la película, breve pero estelar. Así que el
Crimen de Cuenca que se cuenta en la peli nunca existió, fue un error judicial
inducido. Pero tal vez ustedes no sepan que hubo un Crimen de Cuenca de verdad,
un suceso terrible, que nunca se ha llevado al cine.
Sucedió en Albalate de las Nogueras,
otro de los pueblos que visité en mi excursión, en 1893 y fue objeto de coplas
de ciego durante muchos años, en esa España bárbara de la que no queremos
acordarnos. En Albalate todavía recuerdan la casa del crimen y el clan de los
Pacotes, autores de la tropelía. En la casa del crimen vivía Hipólito Mayordomo,
con su mujer y sus cinco hijos. El 18 de marzo, Hipólito estaba en Cuenca, para
unas gestiones. El hijo mayor, José, salió de vinos con sus compadres y regresó
de anochecida. Encontró la puerta entreabierta, la empujó y descubrió a su madre
muerta a hachazos. Salió despavorido gritando. Cuando los vecinos entraron encontraron a los cuatro hermanos pequeños también muertos a hachazos y cuchilladas.
La conmoción fue tremenda, el
pueblo contaba entonces con 200 habitantes y la autoridad decidió confinarlos a
todos hasta que se averiguara qué había pasado. La guardia civil inició las
pesquisas y pronto encontraron toda clase de indicios incriminando a los
Pacotes, una familia vecina. El jefe del clan Juan Antonio Racionero dirigió al
grupo de asesinos que formaban sus tres hijos y un amigo de uno de ellos. Se
cuenta que este señor estaba muy disgustado porque no tenía dinero para pagar
las sinecuras necesarias para que no se llevaran a sus hijos a la guerra de
África, prebenda que sí había conseguido Hipólito Mayordomo, que era zapatero y
vendedor de grano próspero. Así que idearon robarles, pero se les fue la mano,
le pegaron una puñalada fatal a uno de los chicos y ahí decidieron matar a
todos los demás para no dejar testigos. Lo malo es que hicieron una chapuza, con
huellas de todas clases.
Los cinco asesinos y la
madre de la familia, acusada de incitación y complicidad, fueron detenidos y, ya confesos, llevados en
seis asnos a la cárcel de Priego, partido judicial, entre los insultos de los vecinos. El proceso fue largo y, durante la espera del juicio, el padre falleció en su calabozo de Priego. A los otros cuatro autores se les condenó a
muerte. La madre fue sentenciada a 20 años. Durante la espera del ajusticiamiento
murió también el hermano mayor, en la cárcel de Cuenca. El hermano medio y el
amigo fueron ahorcados aproximadamente dos años después de los hechos. El
pequeño fue indultado al tenerse en cuenta que era menor de edad cuando
se cometieron los asesinatos. Se le conmutó la pena por la de cadena perpetua y
fue enviado a la cárcel de Larache, en Marruecos, a donde su padre no quería
que llevaran a sus hermanos mayores, lo que desencadenó la tragedia. Y se
cuenta que logró salir en libertad años más tarde, que se rehabilitó y montó
un pequeño negocio ya en el siglo entrante. Incluso parece que llegó a viajar a
Albalate en una ocasión, a visitar a sus hermanas, pero tuvo que salir pitando
porque le reconocieron y querían matarlo a palos.
Historias de esta piel de toro de la que venimos todos, aunque nos creamos muy modernos y nos guste el blues. Al fin y al cabo, tampoco hace tanto tiempo de los sucesos de Puerto Hurraco. Y nos quejamos de que nuestro Congreso parezca una jaula de monos insultándose. Sería bueno que buceáramos un poco en nuestra historia. Siento haberles contado unas historias tan macabras. En realidad, deberíamos estar aplaudiendo con las orejas de vivir en una España que ha dejado atrás aquellos años tenebrosos. A pesar del virus. Hala, vayan con Dios, que hoy han aprendido muchas cosas que no sabían. Cuídense.
Estupendas historias y fotos sugerentes, muy en la línea del blog. Sólo se echa de menos algún vídeo de Samantha Fish para mantener viva la llama...
ResponderEliminarSupongo que está usted de broma. Vale, se agradece la coña. Tío ganso.
Eliminar¡Menudo disgusto se van a llevar mis amigos de Albalate de las Nogueras con semejante relato! Y en cuanto al no-crimen de Cuenca, yo creo que el título de Pilar Miró se refería al crimen que cometieron la guardia civil y las fuerzas vivas contra los dos inocentes que confesaron bajo torturas.
ResponderEliminarUn buen relato, Emilio, aunque sea macabro, comparado con el circo político y los estragos de la pandemia, resulta hermoso. Aparte de las preciosas fotos, la historia de San Julián el Tranquilo y la belleza del MAC en las casas colgadas. Por cierto, que los santos julianes son personajes singulares... Gustave Flaubert escribió La leyenda de San Julián el Hospitalario, una curiosa historia en la que, como si de una tragedia griega se tratara, el protagonista es víctima de un destino fatal, del que acaba redimiéndose, cosa que ya sabía el ingenuo lector, porque el título de la novelita es todo un "spoiler".
Muchas gracias por tus aportaciones, siempre cultas y oportunas. En Albalate estuvimos tú y yo en una fiesta de cumpleaños de tus amigos del lugar, hace una eternidad. Cómo pasa el tiempo.
EliminarUn abrazo, querida.