Este post se desencadena a partir de una cosa que leo
en un artículo sobre el virus y su origen. Una fuente bien informada, resalta
el hecho de que en China, eso de comer murciélagos y pangolines es un placer a
cargo de unos pocos exquisitos, la nueva élite de potentados que ha creado el
Partido Comunista Chino, después de que el señor Den Xiao Ping proclamara oficialmente el
fracaso del Gran Salto Adelante de
Mao, que había llevado al pueblo a una situación de depauperación absoluta. Ahora en China hay magnates
y supermillonarios, que saben idiomas, juegan al golf y controlan las Bolsas de
medio mundo. Pues estos son los que comen murciélagos y otros animales
salvajes. Son los únicos que pueden hacerlo, dados los precios a que se vende.
Es algo que tiene una lógica; en España, los productos de la caza son también
caros y no se encuentran en los supermercados. En China el pueblo no come
pangolines, el pueblo come pollo de granja, ramen, arroz blanco y tallarines
con salsas compradas en cualquier colmado.
Desde siempre, la comida ha marcado las señas de identidad
de las diferentes clases sociales, el caviar y las ostras con champán son seña
de identidad de una clase alta exquisita, que marca diferencia con el cocido y
las patatas a lo pobre del pueblo llano. Esto es así desde los albores de la historia.
Por ejemplo, se sabe que ya los sumerios, que poblaron Mesopotamia entre los años 3.500 y
2.000 antes de Cristo (manda carallo), concedían una gran importancia a la
comida como índice de distinción social. Les recuerdo que suelen atribuirse a los sumerios la
invención de la rueda, la escritura y el primer alfabeto (cuneiforme), el concepto de ciudad y
las primeras leyes escritas (antecedentes del código de Hammurabi), además de
la construcción con ladrillos de adobe y hasta los primeros arcos. Y, como no
podía ser de otra manera, estos esclarecidos caballeros, ya bebían cerveza,
aunque no está claro que la inventaran ellos, probablemente existiera de antes.
Los sumerios escribieron también el primer gran poema
épico, dedicado a Gilgamesh, rey de los acadios, un tipo tiránico y despótico que comía y bebía como
un auténtico animal, se tiraba unos pedos descomunales y se beneficiaba a todas las doncellas del pueblo, por el
llamado derecho de pernada. El pueblo está tan hastiado de su comportamiento
que imploran a los dioses que hagan algo con ello. Y los dioses crean a un
antagonista, que se llama Enkidu, y es un ser mucho más abyecto y animal que
Gilgamesh, específicamente creado para cargárselo. Pero los dos montan una batalla,
se zurran de lo lindo y, en un momento dado, cuando ambos están en el suelo agotados de
pelear y llenos de hematomas y heridas, les da la risa, se abrazan y se hacen amigos
inseparables. A partir de eso, se van de farra y se dedican a comer, beber y
follar como si no hubiera un mañana. Cuando los dioses comprueban su fracaso, deciden cargarse a
Enkidu.
Pero entonces viene otro giro delicioso de la
historia, porque Gilgamesh se lleva un disgusto tremendo con la muerte de su
colega de farras. Por primera vez en su vida, es consciente de su carácter de
mortal y entra en una fase de melancolía. Deja de comer como un poseso y se
obsesiona por buscar la inmortalidad. Oye decir que en los confines del mundo
vive el barquero Upnapishtin, el único superviviente del diluvio, que tiene el
secreto de la inmortalidad. Emprende un largo viaje y lo encuentra. Pero el
barquero le pone dos pruebas que debe superar para ser inmortal. Gilgamesh
falla las dos y, definitivamente desanimado, vuelve a su tierra y escribe su
historia. Una historia maravillosa, como ven, que fue escrita por sumerios en
tablillas de adobe. El rey mesopotamio
Asurbanipal, del que tienen abajo un par de representaciones, dio orden de que este poema épico se transcribiera en doce tabletas de arcilla, que se guardarían en su biblioteca, para que sobreviviera por los siglos de los siglos, amén.
Todo estaba ya en esta obra maestra de la literatura,
más de 2.000 años antes de Cristo: la comida, la bebida, el sexo, el poder, la
muerte. Y la búsqueda desesperada de la inmortalidad. Los egipcios y los
griegos también se daban buenas comilonas y gustaban de degustar buenos caldos.
Pero son los romanos los que institucionalizan los banquetes desenfrenados en
los que se comían todo lo que les sacaban y acababan durmiendo la mona por las
mesas (las famosas bacanales). A Roma debemos también el primer libro de
recetas de la historia: De re coquinaria,
inspirado por el noble Apicio, un auténtico gourmet del Siglo I de nuestra era,
tiempos del emperador Tiberio. Apicio era un patricio obsesionado con probar
todas las exquisiteces que pudiera proporcionarle el mundo, por lo que se hacía
traer manjares de todos los lugares del Imperio y hasta del más allá. Eso le
llevó a arruinarse completamente y al suicidio, al ver que no tenía ya más
dinero para seguir comiendo, tal como lo cuenta Séneca.
Los romanos tenían unos hábitos alimenticios muy
modernos, puesto que hacían un desayuno abundante y sano, con vino incluido, y
luego comían cualquier cosa a mediodía, generalmente de pié (de ahí lo de
tomarse un tentempié), para luego hacer una cena larga y copiosa, que empezaba
al atardecer y en la que se reunía toda la familia, con un componente
ceremonial. Estas cenas llegaron a necesitar de un espacio específico, el
triclinio, antecedente de los actuales comedores. Comían mucho pescado azul,
como caballas, sardinas y boquerones, y mucha hortaliza y verdura. La carne
más utilizada era la de cerdo, del que se aprovechaba todo. Parece que uno de
los platos que más le gustaban a Apicio estaba elaborado con matriz de cerda (o
útero de gorrina). Sobre la relevancia de la cena en la antigua Roma, vean este
fragmento de una carta de Cátulo, el poeta de Verona, invitando a cenar a su
amigo Fábulo:
Cenarás bien, Fábulo, amigo mío, en mi casa
dentro de unos días, si los dioses lo permiten,
si traes contigo buena y abundante cena,
sin olvidarte de una linda muchacha,
del vino, de la sal y de todas las risas.
Y aquí una de las recetas de
Apicio, recogida en el De re coquinaria:
Coles con aceitunas (Ap., III 9,5):
Poner en una cazuela las coles a cocer en agua, añadir garum, aceite,
vino puro, comino, y espolvorear pimienta; echar por encima puerro, comino y cilantro
fresco. Mezclar con aceitunas verdes y dejar que hierva todo junto.
Dan ganas de preparárselo un día
de estos, debe de estar delicioso. ¿Cómo dicen? ¿Que no saben lo que es el garum? Desde luego, es que no saben
ustedes de nada. Menos mal que tienen este blog para enterarse. Bueno, coñas
aparte, el garum era un condimento de origen bastante repugnante, que se volvió
muy popular, convertido en ingrediente favorito de cocineros de la élite y
también del pueblo. El garum se fabricaba con las tripas del pescado azul, que
no se tiraban como ahora, sino que se almacenaban en pilas, con una fuerte
concentración de sal para evitar que se pudrieran demasiado. Además se
aromatizaba la mezcla con cilantro, orégano, eneldo, hinojo y otras hierbas. Y
todo eso se dejaba fermentar varios meses al sol, removiendo de vez en cuando (el
garum se preparaba en verano). El resultado era una pasta que se comprimía y se
comercializaba en ánforas que llegaban a los mayoristas romanos, que luego lo
vendían en dados.
Su uso era similar al del moderno
avecrem. Cualquier guiso un poco insulso que se tuviera, se le añadía un
poquito de garum y se enriquecía con los sabores de los siete mares y de todas
las plantas de las montañas del Imperio. Ya no hacía falta añadirle sal ni
nada. La mayor parte de los guisos del recetario de Apicio incluyen su toque de
garum. Y lo más curioso es que, como es lógico, las factorías que elaboraban el
garum estaban localizadas en los lugares de pesca, llegando a ser el
proveniente de Andalucía el más apreciado en la capital. Los antepasados de
Sergio Ramos fabricaban garum como locos y les salía estupendo, con el mayor
grado de exquisitez para el elaborado en la zona de Cádiz, el famoso garum gaditanum.
Lo que más placer me da de
escribir cosas como estas es imaginarles a ustedes, queridos lectores, corroídos
por la duda de si esto será cierto o les estoy tomando el pelo colándoles una bola descomunal. Hala,
vayan a comprobarlo a Internet, si tienen dudas. A Roma llegaban cientos y
cientos de ánforas de garum gaditanum, transportado en barco. Junto al puerto
de Ostia, los comerciantes rompían y desechaban esas ánforas que tiraban en un montón, que
llegó a crecer tanto que se convirtió en el actual Monte Testaccio, en donde
los paseantes más ancianos se ufanan en decir que, en contadas ocasiones,
cuando los vientos del Valle del Tíber soplan en una determinada dirección y con una intensidad
concreta, todavía se intuyen los efluvios del apreciado condimento de sus
ancestros.
Podríamos hablar de los banquetes
que se describen en el Satiricón, de Petronio, escritor y furibundo opositor político de Nerón, donde se cuentan por ejemplo las
cenas de Trimalción, un glotón histórico, que servía cerdos asados enteros, de
los que, al abrir el abdomen, salía volando una bandada de aves vivas. El emperador, mosqueado por la sospecha de que ese
Trimalción fuera en realidad una caricatura suya, acabó ejecutando a Petronio por
descarado. Pero hemos de seguir adelante en esta historia de cómo la
gastronomía y la cocina marcan no sólo el estrato social, sino hasta la
psicología de las personas y cómo esto se refleja en los textos escritos.
Ustedes, lectores, seguro que conocen la primera frase del Quijote, pero muy
probablemente desconozcan la segunda, que va a continuación. Cervantes relata
lo que come el hidalgo, para darnos en una pincelada una descripción precisa de
la persona que va a protagonizar su libro. Aquí el párrafo completo.
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho
tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín
flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más
noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino
de añadido los domingos, consumían las tres partes de su hacienda.
El punto frugal y estoico de la
manera como se alimenta Don Quijote, nos dice más sobre su personalidad que muchos de
los capítulos posteriores. En la literatura, ha habido grandes comilones que
expresaban de esa forma una particular manera de enfrentarse al mundo, con un
lugar destacado, por encima de todos, para el gran Pantagruel, ese glotón bondadoso
creado por el francés François Rabelais en el Siglo XVI, hijo del también
bonachón gigante Gargantúa. Rabelais, a quien pueden ver a la izquierda en un
cuadro de la época, era médico y siempre dijo que había escrito los cinco
libros que componen esta saga para divertir a sus enfermos incurables y aliviar
su melancolía, y que le había sorprendido mucho su éxito. Por cierto, los tres
últimos libros narran el viaje que emprende Pantagruel a tierras lejanas, en
busca del Oráculo de la Divina Botella, del que espera igualmente que le
resuelva sus dudas existenciales, también relacionadas con la muerte.
Si nos vamos al mundo actual,
habría que hacer referencia a la película La
Grande Bouffe (Marco Ferreri, 1973), en la que cuatro personajes de la
clase más alta, gourmets inveterados, deciden reunirse una noche con la
intención de suicidarse comiendo. En estos tiempos convulsos, el coronavirus ha
sacudido nuestras conciencias desmontando muchas de nuestras rutinas pero, en
la era inmediatamente anterior, uno de los mayores síntomas de distinción era
ir a uno de esos restaurantes en los que te soplan de 200€ para arriba por
cabeza (los más caros están entre 600€ y 700€). Yo he estado en alguno en
contadas ocasiones y son lugares en los que se tarda un montón en comer, porque
te sacan de diez a doce platos minúsculos, que se van haciendo de rogar y que
te los traen con mucha prosapia, bajo una tapa esférica de acero, que un camarero descubre de forma
ceremonial, para que el chef te describa los diferentes ingredientes, señalando
cada uno con el meñique, gesto invariable que imagino que proviene de las
escuelas de alta hostelería.
En contraposición con esto, mi
padre, que era la personificación del estoicismo cervantino, cuando ya estaba
muy mayor y lo sacábamos los hijos a cenar a un buen restaurante para
resarcirle un poquito de todo lo que nos había dado desde niños,
invariablemente pedía dos huevos fritos con patatas fritas. Lo pedía así, no
decía huevos fritos con patatas, sino que precisaba su pedido de forma
gramaticalmente impecable. Ya lo he contado en el blog, pero viene a cuento y lo
repito. Entonces le regañábamos: papá, ¿para esto te sacamos a un restaurante
caro? Cómete un pescadito o algo más especial. Pero nos contestaba que para él
eso era la mayor exquisitez, lo que cenaba siempre y lo que más le apetecía en
ese momento. ¿No me vais a invitar? Pues entonces yo pido lo que quiero.
En fin, podríamos acabar aquí
este post, pero yo sé que muchos de ustedes están salivando como el perro de Pavlov, a la espera de otra de mis recetas para
hacérsela luego en casa y agasajar a su familia o a sus amigos. Así que voy a
rematar hablándoles del pesto. El
pesto es una salsa para aderezar la pasta, creada en la zona norte de Italia, la más rica de la península, concretamente en la región de Génova (Pesto
alla Genovese) y exportada internacionalmente desde hace siglos. Si ustedes
quieren degustar un pesto en su casa, la primera solución es comprarlo hecho,
es una solución cutre, y no está obviamente tan bueno como el artesanal, pero
les puede sacar de un apuro. El de la marca Barilla es el más aceptable.
La palabra pesto viene del vocablo genovés pestare,
machacar, o sea que en teoría podría elaborarse con cualquier producto que se
ponga en un mortero y se convierta en pasta con la mano del mortero. Pero la receta de marca del pesto alla genovese,
exige hacerlo con albahaca, piñones, aceite de oliva virgen, un poco de ajo y queso parmesano rallado.
Todo esto se puede hacer en el mortero, pero también con una minipimer o una
thermomix, sale igual de bueno y es menos laborioso. El problema con este pesto
es que los ingredientes son difíciles de encontrar y caros. La albahaca fresca
en cantidad suficiente no la tienen en todos los sitios y no es barata. Y en
cuanto a los piñones, pues están por las nubes. Eso ha motivado que surjan
alternativas más baratas sobre todo en el sur de Italia, que es más pobre, como
por ejemplo el pesto di rucola, una receta que me ha llegado
directamente desde lo más profundo de la Puglia.
Para dos personas necesitan un
paquete entero de rúcula fresca, un puñado de almendras crudas (más baratas
que los piñones), medio diente de ajo (no más, para que no salga demasiado fuerte), aceite de oliva virgen en buena cantidad y
queso rallado a gusto (piensen en la cantidad que usarían si se lo echaran en
los platos). Todo esto se pone en la minipimer y se consigue una pasta espesa,
con un olor delicioso y un aspecto similar al del pesto comprado. Se pone a
cocer la pasta con agua abundante y sal, el tiempo que diga el paquete para que
esté al dente (yo les sugiero tornillos o fusilli tricolore). Importante: al
escurrirlos, reserven una tacita del agua utilizada.
Una vez escurridos los fusilli,
se ponen en un bol, fuera del fuego (el pesto no se cocina) y se le echa
la salsa. Se dan muchas vueltas, para que se remezcle todo y se sirve en los
platos. Pero no se olviden de lo que les digo ahora: es el toque maestro. El
pesto que acaban de elaborar es una bomba calórica y nutritiva, un reto para su
aparato digestivo. Si usted se pone un plato abundante con la salsa tal cual,
es posible que por la tarde necesite un alka-seltzer o un almax. Una solución para esto es ponerse poca cantidad. Pero lo mejor es rebajarlo un poco, con el agua
que hemos reservado de la cocción de la pasta. Pero han de hacerlo esto poco a
poco, añadiendo una cucharadita, removiendo y observando. Si se pasan y les queda demasiado
líquido, entonces ya no mola, porque queda desleído y no está tan bueno. Así
que este es el toque de artista: a lo mejor basta una sola cucharada, como
mucho dos. Hay un punto en que todavía es pastoso, pero ya no es tan indigesto.
Y un segundo toque de artista:
cojan unos tomates cherry, partidos por la mitad, añádanselo a la pasta antes
de echarle el pesto y luego denle muchas vueltas con todo. Le da un punto de
color y sabor impagable. Yo les recomiendo los tomates cherry-pera del Río
Guadalfeo. Son especiales pero los venden en cualquier supermercado. Y, por
supuesto, un buen vino blanco de Rueda bien frío. Con esto pueden hacerse una
comida estupenda y hasta invitar a una amiga vegetariana que quedará claramente
predispuesta a pasar con usted, querido lector, a otro orden de placeres más
comprometido (a las vegetarianas se las gana uno por el paladar). Que ustedes
se lo coman bien, les dejo con un par de imágenes: la salsa preparada y el
plato servido. Un plato perfecto para glotones y exquisitos. Sean felices.
De siempre he oído que desde el Miño se llevaban hasta Roma lampreas vivas en depósitos de agua.
ResponderEliminarCuando vivía mi padre solíamos ir a As Neves cuando era la temporada. A él le gustaba mucho a la bordelesa, ese plato que para los no habituales resulta bastante difícil. Se prepara con una salsa hecha con la propia sangre del bicho, que por cierto es muy feo.
He probado en contadas veces la lamprea y siempre también con mi padre. Es un plato con un regusto a cieno que comprendo que eche para a atrás a muchos. En México (Puerto Escondido) probé la tortuga, que ahora está prohibido pescar. Caguama la dicen allí. Tenía también un regusto a cieno, pero estaba deliciosa. También he comido serpiente (muy parecida al pollo) y chapulines (saltamontes) achicharrados y con diferentes salsas, en Querétaro, aunque son típicos de la cocina de Oaxaca, que también he visitado). Todo eso son exquisiteces para ricos de las diferentes zonas.
EliminarEn Azerbaiján, lo típico de los banquetes de los pastores nómadas es matar un carnero allí mismo y, cuando aun palpita, meter la mano en sus entrañas y agarrar un puñado de sus vísceras para comérsela tal cual. Cuando tienen un invitado, lo agasajan así y se decepcionan mucho si el tipo se desmaya, o se pone blanco o pierde la compostura.
Restos de ese pasado bárbaro que nos une a todos.
Bueno, yo ya me quedo sin palabras. Este es EL POST. Debería usted repensarse su veto a Twitter, un texto como este podría encontrar miles de lectores agradecidos. Conste que, como Santo Tomás, he ido a comprobar sus informaciones a San Google, porque no salía de mi asombro. Enhorabuena.
ResponderEliminarGracias, hombre, tampoco es para tanto. Mi amiga África, que sabe mucho del mundo antiguo, me ha ayudado con algunos datos sobre Roma. El resto está por ahí en la nube. Sólo hay que buscarlo, relacionarlo y darle una redacción un poco atractiva.
EliminarMe quedo con el garum. El mejor de todos es el de Bolonia, al lado de Algeciras. Los ancestros de Sergio Ramos igual eran alemanes que llegaron a Andalucía con la repoblación de Carlos III, pero él debe tomarlo ahora porque tiene un aspecto saludable.
ResponderEliminarUna precisión. En vez de "el mejor de todos es" debería usted decir "el mejor de todos era". Ha habido varios intentos de resucitar el garum, como elemento central de una nueva línea de turismo gastronómico andaluz. Pero todos han fracasado. Nadie quiere meter un solo euro en semejante empresa.
EliminarSupongo que frecuenta o ha frecuentado como yo la playa de Bolonia, ese lugar con un punto mágico en que conviven bañistas clásicos, familias de pic-nic, nudistas y pastores que conducen sus vacas a través de la arena entre los turistas tumbados tomando el sol. Muy cerca hay unas ruinas romanas bien conservadas, de las instalaciones donde se elaboraba el mejor garum gaditanum. Sergio Ramos es un ejemplo extremo de nuestra cultura. Si de pronto se desanimara por alguna putada (no se lo deseo en absoluto) y dejara de hacer ejercicio compulsivamente, se convertiría en un pellejudo, un saco de piel desinflada sin músculos, lleno de tatuajes desvaídos. Ojalá no le pase nunca y siga alimentando los sueños húmedos de muchas señoras, empezando por la suya.