Yo pisaré las
calles nuevamente
De lo que fue
Santiago ensangrentada
Y en una
hermosa plaza liberada
Me detendré a llorar por los ausentes
De una canción de Pablo Milanés
De una canción de Pablo Milanés
Escribo ya desde Madrid, como en
el post anterior, y hasta ahora he dado una versión amable de la realidad
chilena. Va siendo hora de que contemplemos otros perfiles más críticos. Es
cierto que me ha encantado visitar este país hermoso, variado y acogedor, pero he hablado
mucho con sus gentes y me he podido hacer un retrato más completo que el que se
lleva el simple turista. Algunos lectores me dicen que esto cada vez se parece más a la Guía del
Trotamundos y reclaman alguna tonalidad menos almibarada. Vamos con ello. Nada
más aterrizar en Santiago, uno recoge sus maletas y sale fuera en
busca de algún taxi o transporte que le lleve al centro, un trayecto de unos 17 kilómetros . Y, en
cuanto atraviesa la última puerta de cristal, aquello es el caos.
Antes de esa salida hay
diferentes mostradores desde los que te vociferan ofertas para ver si les
contratas. Nuestra interlocutora del Hotel Vegas nos había recomendado la
empresa Transvips. Nos acercamos, contratamos un transporte para seis personas con sus
equipajes y nos dieron lo que aquí se conoce como una boleta. Estando en posesión de una boleta, digamos que el caos se fragmenta, uno
sólo ha de enfrentar una parte de ese caos, la que corresponde a Transvips. Es
decir, en una acera estrecha, se arremolinan los grupos de viajeros enarbolando
sus boletas y gritando todos al unísono. Un tipo de la empresa trata de
controlar el cotarro, pero de vez en cuando llega una furgoneta y no hay un
turno o un orden que sea perceptible: unas se estacionan delante, otras mucho más atrás y
al que le pille al lado se sube. Y en ocasiones, aparece un tipo trajeado y con
autoridad en el porte, al que se apresuran a atender para que se suba el
primero. Los demás han de esperar, veinte, treinta, cuarenta minutos, en medio de tremendo guirigay.
Es un caos propio de los
países de Latinoamérica que conozco. Por ejemplo, en Bogotá me tocó asistir a
la salida del trabajo de distintas empresas y factorías de una zona industrial y pude ver a los
diferentes medios privados remoloneando y coqueteando con los grupos, acercando sus autobuses
con una puerta abierta, desde la que el mismo conductor vocea ofertas de rebajas. Todos
vehículos muy antiguos, que no conocen el concepto ITV, que contaminan un montón,
a pesar de lo cual los mantienen con el motor encendido, mientras cortejan a
los potenciales viajeros hasta que los dan por llenos o bien desisten de conseguir más viajeros. Nada parecido a un
sistema de paradas y horarios a cumplir. Un inciso: Santiago de Chile es, a día
de hoy, la segunda capital más contaminada de América, después de Ciudad de
México. El hecho de estar encajonada entre altos cerros tampoco ayuda.
En nuestros siguientes pasos por
el aeropuerto de Santiago cambiamos a la empresa Argos, que pareció funcionar
un poco mejor la primera vez, pero fue el mismo caos la siguiente. Acabamos
recurriendo a ir en dos taxis y, en nuestra última visita, alquilamos una
furgoneta, que usamos al día siguiente para ir a visitar Valparaiso. En una
palabra: el sistema de transporte colectivo en estos países está en manos
privadas y no tiene demasiado control público. Las empresas de transporte se
lucran de este caos, que la población soporta con estoicismo, y no hacen nada
por mejorar la calidad de su servicio, porque les interesa que se mantenga el caos (en Bogotá, la sabiduría popular ha bautizado los vehículos en función de su tamaño: hay el bus, la buseta y el busetón). Un amigo mío
trabajaba para ALSA, una de las primeras empresas occidentales de transportes que
implantó sus servicios en la China posterior a Mao. Y me contaba que les había
costado un gran esfuerzo que la gente entendiera y asumiera eso de las paradas
en lugares fijos y el sistema de horarios. Hasta entonces la gente salía al
camino cuando le petaba, se ponía en cualquier curva y paraba con la mano el
primer autobús que llegara.
Chile es un país en vías de
desarrollo, situado en el lugar 43 del mundo por PIB nominal, sólo por detrás
de Brasil, México, Argentina y Colombia, en Latinoamérica. Está indudablemente
prosperando, es un país ordenado y organizado. Pero ha de quitarse determinadas
lacras de su pasado reciente que desde fuera se ven como indicativas de un
cierto grado de retraso. El tema del transporte colectivo caótico y en manos
privadas es una de ellas, pero no la única: por ejemplo, en todo el país se ven
muchos perros vagabundos sin dueño, que corren libres por las calles (incluso
en Santiago). Es un asunto que llegó a convertirse en problema en países como
Rumanía. No tanto en Chile, donde no parece haber hambre o escasez por ninguna
de las regiones que he visitado. Pero es algo directamente relacionado con la
recogida de basuras y las mínimas condiciones de higiene viaria.
Chile, por su forma alargada y
estrecha, sería un lugar perfecto para establecer un buen sistema de transporte
colectivo norte-sur, mediante trenes o autobuses de titularidad pública. Y lo
tuvo, con un tren que recorría el país de punta a punta. En Santiago hay una
magnífica estación de ferrocarril, con una marquesina de hierro diseñada por el
mismísimo Gustave Eiffel. Pero en 1985, un terremoto destruyó una gran parte de la red ferroviaria, que no ha
sido reconstruida. Hoy cubre apenas un trayecto de 400 kilómetros. ¿Por qué no
se ha reparado? En parte por desidia y porque requiere una inversión pública
muy alta. Pero también por la presión del lobby de los autobuseros privados,
que tienen buenas conexiones con los sucesivos gobiernos. Hace unos años, una
empresa china ofreció construir una línea completa de alta velocidad de punta a
punta. Se quedarían su gestión en régimen de concesión durante diez años y
luego se la cederían al Estado chileno en condiciones bastante ventajosas. Pero
el Gobierno se lo estudió y dijo que no. Pudieron más las presiones de los
lobbies. Lo mismo sucedió con el proyecto de extensión del Metro de Santiago al
aeropuerto, ahora mismo pospuesta con carácter indefinido.
Son rasgos de un cierto
tercermundismo. Chile no es Birmania, obviamente, pero sus índices de corrupción o de
transparencia distan mucho de ser los de un país europeo. Los gobiernos más
democráticos tienen una larga lucha por
delante para mejorar esos índices. Y habría que hablar también de la polarización
social. Hay una clase alta que vive muy bien, descendiente de los españoles que
colonizaron el país y una clase baja que vive bastante mal, aunque ya he dicho
que no vi hambre ni miseria por ninguna parte. Aquí encuadraríamos a la
población india. Los diferentes pueblos que conviven en Chile tienen vagas
reivindicaciones étnicas, en algunos casos muy acusadas, como entre los
mapuches, que tienen algunos grupos radicales que han llegado a quemar iglesias,
porque ellos siguen creyendo en la diosa tierra, a la que conocen como la
Pachamama. Entre ambos grupos sociales extremos hay una clase media amplia y
urbana que sufre los extremismos de ambos y cuyos votos se inclinan a un lado o a otro del espectro político en función del talante y la personalidad de los candidatos. Es esta una población que vive sobre todo en las ciudades (8 millones en Santiago), que trabaja, madruga, toma cafés a media mañana y discute sobre las noticias de prensa.
Pero tengo que hablarles ahora de un sector
muy concreto: el ejército. Chile es un país con un alto grado de militarismo, tal vez inducido por la influencia alemana. Los
llamados por la gente milicos son un
poder a tener muy en cuenta. En Chile, según nos contaron, un milico (o un
policía, o un carabinero) se puede jubilar a los 38 con una pensión de por vida
mucho más alta que la de cualquier trabajador por cuenta propia o ajena. Y, lo
más escandaloso, puede simultanear esa pensión con un empleo, más o menos
encubierto, en ocasiones en el mismo sector de la seguridad en el que antes
trabajaba, donde puede hacer valer su experiencia. Determinados gobiernos han
favorecido la externalización de ciertos servicios de seguridad a compañías dirigidas o
participadas por antiguos servidores públicos. Otro dato que envenena el ambiente y que
tendrían que ir corrigiendo.
Los militares y los policías no
bromean en este país. Y, por el otro extremo, ha habido muchas veces grupos
revolucionarios que se han pasado bastante. Pinochet no era un loco que surgió
de la nada. Por el contrario, representaba a un sector de la población que
demandaba orden, en un momento en el que consideraban que ese orden estaba en
peligro o no existía. Algo parecido dice sobre Franco un historiador que ha
estudiado su figura y sobre el que ayer apareció un artículo en El Mundo que me
parece muy bueno (pueden leerlo AQUÍ).
La historia reciente de Chile supongo que todos la conocen. En 1970 llegó al
poder Salvador Allende, médico socialista que formó un gobierno apoyado por la Unidad Popular, una agrupación de partidos de izquierda, más o menos radicales. Era alguien muy popular y muy querido, pero le sucedió lo mismo que a
la República española. Que no le dejaron completar su programa. Está demostrado históricamente que Henry Kissinger
y la CIA se aprestaron desde el primer día a organizar un boicot económico sistemático, que terminó por asfixiar al país. Allende apenas pudo nacionalizar el cobre y esbozar una incipiente reforma
agraria. Además, los sectores más revolucionarios no ayudaban, como suele
suceder, iban a su bola y no se bajaban de sus propuestas de máximos.
El 11 de septiembre de 1973, fue
un día funesto para Chile y para todo el mundo civilizado. Yo vivía en ese
momento en un piso en la urbanización Saconia, después de haber
convencido a mi padre de que podía seguir estudiando sin vivir en un Colegio
Mayor, algo que mis hermanos mayores no habían siquiera intentado. Recuerdo el
día, recuerdo los carteles que pusimos en la Escuela de Arquitectura. Pinochet
había dado su golpe, al frente de las tres ramas del ejército, más los
carabineros. Todo el mundo en Chile sabe que a Allende lo mataron, tras
defender heroicamente el Palacio de la Moneda, sede del Gobierno. Y que también
mataron de alguna forma a Pablo Neruda, unos días después. Y que en ese punto empezaron las desapariciones. Más de 3.000 personas fueron ejecutadas hasta
que, en 1990, Pinochet dejó el poder tras perder un plebiscito que esperaba ganar a toda costa. Uno de los gobiernos democráticos
posteriores organizó una Comisión de la Verdad, que, en sus conclusiones, cifró
en 40.000 las víctimas, entre muertos y afectados de cualquier forma.
Frente al Hotel Vegas donde yo me
alojé en Santiago, está el edifico Londres-38, el primer y principal centro
de detención y tortura de la DINA, la siniestra policía política de Pinochet.
Hoy es un centro dedicado a la memoria de estas víctimas, la mayoría jóvenes
del MIR. En la calle, frente al edificio hay una serie de placas metálicas
intercaladas entre los adoquines del piso con los nombres y las edades de los
desaparecidos. El Estadio Nacional fue habilitado como centro de detención
masiva (allí estuvo el cantautor Víctor Jara, entre otros, hasta
que lo mataron también). Hay detalles de todo esto en los libros de Historia y en las wikipedias. Un asunto que me afectó mucho en su día y que todavía
recuerdo con pavor. Por eso me hice la foto que ven abajo, junto a la estatua
de Allende, frente al Palacio de la Moneda.
Algunos chilenos me contaron anécdotas de los últimos momentos de Allende. Aparte de su talla personal y política tenía dos cualidades menos conocidas. La primera, un sentido del humor permanente; estaba todo el día bromeando con sus colaboradores que lo llamaban El Chicho; era un cachondo. Y la segunda: un arrojo extremo; este señor no conocía el concepto de miedo. Eso explica que, cuando empezaron los bombardeos al Palacio, el tipo se calzara un casco y se pusiera al frente de sus defensores. Había otros médicos con él, entre ellos el doctor Gijón, compañero de la facultad. Este ha contado que, en algún momento del asedio, se preguntaron dónde estaba el Presidente; no lo veían por ningún lado. El doctor Gijón lo reconoció finalmente, tumbado en el suelo y asomado por un hueco de la fachada disparando su fusil. Asustado, lo agarró por las piernas y lo jaló hacia atrás a rastras. Allende soltó una puteada: me cago en tus muertos. Luego, al reconocerlo, añadió: –Ay, perdona, Gijoncito. Mira que ya te dije yo que esto era más grande de lo que nos imaginábamos.
Algunos chilenos me contaron anécdotas de los últimos momentos de Allende. Aparte de su talla personal y política tenía dos cualidades menos conocidas. La primera, un sentido del humor permanente; estaba todo el día bromeando con sus colaboradores que lo llamaban El Chicho; era un cachondo. Y la segunda: un arrojo extremo; este señor no conocía el concepto de miedo. Eso explica que, cuando empezaron los bombardeos al Palacio, el tipo se calzara un casco y se pusiera al frente de sus defensores. Había otros médicos con él, entre ellos el doctor Gijón, compañero de la facultad. Este ha contado que, en algún momento del asedio, se preguntaron dónde estaba el Presidente; no lo veían por ningún lado. El doctor Gijón lo reconoció finalmente, tumbado en el suelo y asomado por un hueco de la fachada disparando su fusil. Asustado, lo agarró por las piernas y lo jaló hacia atrás a rastras. Allende soltó una puteada: me cago en tus muertos. Luego, al reconocerlo, añadió: –Ay, perdona, Gijoncito. Mira que ya te dije yo que esto era más grande de lo que nos imaginábamos.
Otro de sus colaboradores, el
catalán Joan Garcés, que sigue dando conferencias sobre este período de su
vida, ha contado que tenían puesta la música y estaban escuchando a Joan Manuel
Serrat, cuando alguien trajo la información de que Radio Magallanes no había
sido tomada todavía por los facciosos y que tenían conexión directa con ellos. Entonces
el presidente se puso al micrófono e improvisó allí mismo su conocido último discurso al
pueblo de Chile. Un discurso emotivo que pueden encontrar transcrito en la
Wikipedia y hasta en audio en Youtube, y que terminaba con estas palabras: –Superarán
otros hombres este momento gris y amargo en el que la traición pretende
imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, más temprano que tarde, de nuevo se abrirán
las grandes alamedas y por ellas pasará el hombre libre para construir una sociedad mejor. Palabras proféticas, por fortuna. Así que yo pisé las calles finalmente, de lo que fue Santiago ensangrentada, y en una plaza limpia y soleada, me fotografié ante la estatua del ausente.
Termino con un anuncio. En el siguiente
post voy a contar una historia relacionada con ese momento histórico concreto, que atañe a un
amigo mío al que hace tiempo perdí la pista. Es algo que no he contado nunca a nadie, porque soy respetuoso con la privacidad de los demás (ya lo era antes de que existiera la Ley de Protección de Datos). Durante años he tratado infructuosamente de comunicarme con él para pedirle permiso para contarlo. Y por fin, tras visitar Santiago, he decidido escribirlo adjudicándole un nombre camuflado. Es un asunto con muchas componentes, pero me parece que todas ellas encajan en la línea de este foro. Y creo que puede ser un auténtico highlight del blog. No se lo pierdan. Y sean buenos.
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