Escribo ahora en el avión que me
lleva de vuelta desde la Isla de Pascua a Santiago de Chile, cuatro horas de
vuelo que haremos también en clase Business,
o sea, como señores. Tumbado en la posición que les mostré hace dos posts,
empezaré por aclararles que en la Isla el WiFi va como el culo. Tenía mi texto
anterior escrito en el avión de ida, pero me ha costado Dios y ayuda cargar las
fotos con las que les he ilustrado el texto, una especie de tarea de Penélope,
en la que la conexión se iba continuamente, los trabajos incompletos se perdían
y había que empezar otra vez desde cero.
Les cuento ahora que, desde la
preciosa isla de Chiloé, condujimos la furgoneta que habíamos alquilado en el
aeropuerto de Temuco, cruzamos de vuelta al continente en el ferry de Ancud y
nos dirigimos al aeropuerto de Puerto Montt para devolverla allí y tomar un
vuelo a Punta Arenas, ya casi en el círculo polar antártico, el lugar más al
sur en donde he estado en mi vida. Ya les dije que Puerto Montt es una ciudad
costera muy fea, impersonal, de antiguos madereros y mineros, un lugar portuario,
de cielos grises, vientos destemplados y escaso patrimonio arquitectónico, con
la excepción de la iglesia y otros vestigios de la presencia alemana por estas
tierras. Los alemanes se instalaron en toda esta zona cuando se marcharon los
españoles. Y se dice que, tras la caída del régimen nazi, muchos jerifaltes del
siniestro régimen se las arreglaron para escapar y encontrar por estas tierras
el refugio y la solidaridad de muchos antiguos primos lejanos.
De esta herencia alemana tóxica
vienen rollos como el de la Colonia Dignidad, de siniestro recuerdo. Pero esto
es algo que sucedió lejos de Puerto Montt, una tierra bronca que está, sin
embargo, indisolublemente unida a la matanza de los campesinos que habían
ocupado unas fincas agrícolas con intención de quedarse y explotarlas, un
suceso que cantó Victor Jara. El régimen democrático del presidente Eduardo
Frei padre, derecha democristiana, envió a los carabineros a que vigilaran la
escena. Ambas partes estaban negociando, todo iba bien aparentemente, hasta que se desató la locura.
Resultado: diez campesinos muertos a tiros, numerosos heridos y detenidos y las
fincas desalojadas. Y el régimen definitivamente manchado y bajo sospecha. Un
anticipo de lo que pasaría años más tarde, con Salvador Allende y el golpe de
Pinochet. Historia repetida y paralelismo indudable con el episodio de Casas
Viejas y la atribución a Azaña de la orden: tiros
a la barriga. Sin duda una escena precursora de las actuales fake news. Es
impensable que Azaña pudiera dar semejante orden. En Chile tampoco se supo
nunca desde donde se dio la orden de desalojar. Hablaré de algunas de estas
historias en mis textos dedicados a Santiago.
Pero estábamos en que volamos a
Punta Arenas, la puerta de la Tierra de Fuego y el casquete polar. El vuelo se
retrasó y llegamos allí casi de anochecida. Un incordio, puesto que en el
aeropuerto debíamos coger dos coches para desplazarnos en la noche a Puerto
Natales, 200 kilómetros más al norte, en donde teníamos hotel reservado. En
esta zona, los vientos son huracanados todo el año, acompañados a veces con
lluvia y con temperaturas muy bajas. Tomamos esta carretera del fin del mundo
en mitad de la noche, batidos por peligrosos vientos laterales y castigados por
aguaceros a rachas. La carretera es de dos carriles, uno por sentido, bien
asfaltada, pero mal pintada, sin bien el anochecer es extremadamente suave y
gradual, lo que permite una buena visión hasta bien entrada la noche. Cuando la oscuridad se adueñó del
panorama, le dejé el volante a un colega que ve mejor que yo por las noches.
Encontramos el hotel a la una de la madrugada y pudimos descansar en buenas
condiciones.
El motivo de venir a estas
latitudes ignotas es doble. Por un lado, visitar el Parque Nacional de las
Torres del Paine, a unos 150 kms de Puerto Natales. Por otro, contemplar de
cerca algún glaciar. Estuvimos por allí dos días completos (tres noches de
hotel). Y he de decir que la primera impresión del asunto fue un poco
descorazonadora. El macizo de las Torres del Paine es una formación geológica
espectacular, que parece surgir de la tierra y alrededor de la cual se organiza
un extenso parque natural, con la promesa de que las Torres se ven desde todas
partes, en diferentes perspectivas. El parque es precioso y pululan por allí
los guanacos como el que ven abajo, un pariente de las llamas realmente muy vistoso y bastante
confiado, de forma que es sencillo acercarse a fotografiarlo. Pero a nosotros
nos sucedió que llegamos con un viento espantoso, un frío terrible y un montón
de nubarrones impidiendo la visión de las Torres. Digamos que se veía un cielo
encapotado y, según nuestras indicaciones geográficas, allí arriba estaban las
Torres, que debían de ser una maravilla.
Pero venir a un sitio tan lejano para imaginar unas montañas detrás de unos nubarrones es algo un poco absurdo y descorazonador. Después, otros viajeros nos han contado que les sucedió lo mismo. Que allí cada día se suceden nubes negras y claros esplendorosos. Que el hecho de que te encuentres el macizo emboscado por nubarrones incrementa el placer posterior de descubrirlo. La cosa es que en un momento dado las nubes se van retirando como en una escenografía predeterminada y allí emerge majestuoso el macizo de las Torres del Paine, verdaderamente espectacular. Entonces uno empieza a considerar que ha merecido la pena venir hasta aquí. Aunque estábamos helados de frío y aturdidos por el viento.
Pero venir a un sitio tan lejano para imaginar unas montañas detrás de unos nubarrones es algo un poco absurdo y descorazonador. Después, otros viajeros nos han contado que les sucedió lo mismo. Que allí cada día se suceden nubes negras y claros esplendorosos. Que el hecho de que te encuentres el macizo emboscado por nubarrones incrementa el placer posterior de descubrirlo. La cosa es que en un momento dado las nubes se van retirando como en una escenografía predeterminada y allí emerge majestuoso el macizo de las Torres del Paine, verdaderamente espectacular. Entonces uno empieza a considerar que ha merecido la pena venir hasta aquí. Aunque estábamos helados de frío y aturdidos por el viento.
Yo no he visto en mi vida vientos
como estos. Es que te llegan rachas preñadas de arena y de agua, que te golpean
la cara dolorosamente (al final del día uno tiene el cutis suavecito, como si
se hubiera hecho un peeling). Es que hay momentos en que uno tiene que tirarse
al suelo hecho un ovillo, para que no te
tire. Es que, por ejemplo, estando en un bar acristalado vimos llegar una
especie de tornado que venía de un lago cercano varios metros más abajo y de
pronto cayó sobre los cristales un torrente de agua del lago que percutió sobre
la construcción más de un minuto y todos pensamos que la derribaba. Pero la
visión fantasmagórica e intermitente de la espectacular mole de las Torres
merece la pena de todas las calamidades atmosféricas que la acompañan. Y la
chica del hotel nos dijo que el viento que había hecho esos días era
prácticamente nada comparado con el de otros períodos. Que llega a tirar los
autobuses y los arrastra por el suelo de lateral. Aquí tienen las fotos que
tomé de este macizo icónico, la de los primeros momentos en que empieza a
emerger de las nubes y la que se puede ver con el tiempo totalmente
despejado.
Y
todavía nos quedaba el glaciar. Teníamos el plan de tomar un barco para
acercarnos al glaciar Valmaseda, pero no lo habíamos reservado y no encontramos
plaza. Pero había una alternativa: el Grey. El glaciar Grey origina el lago
Grey, que luego desagua en el río Grey, a cuyo lado está el hotel Grey. No son
muy imaginativos con los nombres por esta zona. El primer día estuvimos a
orillas del lago, vimos los témpanos desprendidos del glaciar flotando a la
deriva y vimos al fondo la desembocadura del glaciar en el lago. Había un
catamarán con plazas disponibles para el día siguiente. Reservamos nada más
llegar y luego nos dimos una vuelta por allí, por un camino de senderismo que
rodea una parte del lago. En algún momento se nos cruzó por la mente que ya lo
habíamos visto todo y que habíamos hecho el turista reservando para ver desde
un barco otra vez lo que ya habíamos visto por nuestra cuenta. Estábamos equivocados.
La visión de cerca del glaciar desde un barco que surca el lago, es uno de los
momentos culminantes de este viaje. Al menos para mí, que nunca había visto
nada semejante (mis compañeros ya conocían el Pedrito Moreno y otros glaciares australes).
Y eso que el embarque subraya la
sensación de haber hecho el turista. Guiris a saco, música discotequera, gente
muy contenta como si fuera la hostia lo que están haciendo y el barco
picoteando aquí y allá sin acercarse al glaciar. Todo el mundo trae bocatas y
agua y con la entrada tienes derecho a un pisco sour por cabeza. Aunque parece
que está al lado, desde el embarcadero hasta la lengua del glaciar hay 14
kilómetros. A ratos llueve a rachas sesgadas, hace también frío pero, a medida
que te vas acercando, descubres que lo que se ve desde el embarcadero es sólo
una de las tres lenguas del glaciar que desembocan en el lago, separadas por
dos islas volcánicas que en su día estuvieron cubiertas por un glaciar único,
pero que su retirada las ha hecho brotar del desierto blanco. El barco se
detiene y coquetea con las tres fachadas heladas, permitiendo ver las grietas
azuladas entre los sectores a punto de desprenderse. Como unas imágenes valen
más que mil palabras, les voy a dejar de propina una secuencia de la escena, tal como yo la
fui contemplando. Mi avión empieza ya a olfatear la costa de Chile, como los
caballos cuando intuyen la proximidad de la cuadra. El siguiente ya desde
Madrid. Sean felices.
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