Normalmente, cada vez que se habla de literatura en este blog, es para poner por las nubes algún libro
que acabo de leer, algo de una belleza inmarcesible, refulgente, maravillosa. De caerse de culo. A
continuación suele venir la recomendación de que lo lean, sugerencia que sé
positivamente que muchos de mis lectores siguen. Hoy vamos a cambiar el
registro, que ya está bien de tanto mamoneo. El otro día, en el club Billar de
Letras, analizamos el libro El suicidio
de Saúl, de Carlos Eugenio López, una obra singular, divertida y muy
interesante, con una cita de la cual, concluí mi post anterior sobre los dioses
del fútbol napolitano y los malos vientos que impiden que el equipo de una
pequeña ciudad cercana gane ninguno de sus partidos. Estaba presente el
autor, un tipo súper majo, algo más joven que yo, que destila ingenio,
sencillez, respeto y brillantez, igual que el ruso Yuri Buida, al que escuché
hace no mucho. Cuando me llegó el turno, intervine contando algo que resultó
llamativo para mis compañeros (como muchas otras veces), pero que es
rigurosamente cierto.
Resulta que, para la sesión
anterior, la de octubre, se nos había propuesto la lectura del libro Billar a las Nueve y Media, de Heinrich
Böll. Resulta que empecé a leerlo y me atasqué, algo que me ha pasado muy pocas
veces en la vida (suelo terminar los libros que empiezo, me he tragado dos
veces el Ulises de Joyce y otros tochos similares con cuya lectura he disfrutado
mucho). Pero con el Billar a las Nueve y Media, no pude. Se me hizo bola, como me sucedía de pequeño con ciertos filetes,
para desesperación de mi madre. Lo intenté de todas las maneras, pero no llegué
a terminarme ni un tercio del libro. Böll se me hizo bola. Llegué a pensar que me
estaba haciendo viejo. Cuando uno llega a edades como la mía, es un hecho que
el tiempo pasa a tener un valor redoblado, que uno no está ya para desperdiciar
algo tan valioso como el tiempo, que no hay por qué aguantar los coñazos que nos
tragábamos en otros momentos de nuestras vidas.
Tal vez recuerden la frase mítica
del protagonista del film La Gran Belleza: “El descubrimiento más consistente
que hice cuando cumplí 65 años es que ya no puedo perder tiempo en hacer cosas
que no quiero hacer”. Pues yo me ponía con Böll y tenía esa misma sensación. Lo
que se cuenta en ese libro me importaba un comino. Era insufrible. Una tortura.
Dejarlo fue una liberación. Para colmo, por esos días asistí a la presentación del libro Solenoide, la última obra de Mircea
Cartarescu, unos de los dos mejores escritores rumanos vivos (junto con Ana
Blandiana), eterno candidato al premio Nobel. En ese acto, que les cuento más abajo, me sentí también totalmente
fuera de contexto, cual proverbial pulpo en el siempre socorrido garaje. Entré
en crisis. Pensé que la literatura no es mi mundo, que ya no quería leer más
cosas nuevas, que no podía perder mi tiempo en banalidades. Les recuerdo que mi
padre, cuando ya era muy mayor, dejó de leer otra cosa que no fuera el Quijote. Lo tenía en la
mesita de noche y lo repasaba una y otra vez de forma obsesiva.
El caso es que abandoné la esteril rumia de la
bola del libro y me enfrenté al dilema: voy o no voy al club, porque para participar en Billar de Letras hay que hacer el trabajo previo de leerse un libro y yo no lo había hecho. Resolví el asunto de
forma un tanto vergonzante; le envié un correo a Ronaldo diciéndole una mentira: que estaba hasta arriba de trabajo y no podía ir. Es cierto que
estoy hasta arriba de trabajo, pero no hasta el punto de no poder ir a un club
literario (el Billar de Letras no es a las nueve y media sino a las 19.30). Este
es mi cuarto año en el club y es la primera vez que falto sin una causa
justificada. Me creerán o no, pero pensé en dejarlo después de Navidad. Sin
embargo, sucedió que luego empecé a leer el libro de Carlos Eugenio López, y recobré
mi fe literaria. Me lo pasé en grande leyendo ese libro. Y, el día del club, lo
conté todo. Como un participante en una reunión de alcohólicos anónimos, le
confesé a Ronaldo, delante de todos, que le había mentido, que no había faltado
por exceso de trabajo, sino porque Böll se me había hecho bola. Y que el libro
de Carlos Eugenio me había permitido redimirme como lector y recobrar el placer de la lectura, por lo que le daba
las gracias (el autor se reía las tripas con mi proclama, igual que Ronaldo).
La sesión del club tuvo otra
serie de dimes y diretes muy interesantes, con el autor en medio de todos los
fuegos, pero yo quiero centrarme ahora en contarles el acto de presentación del
libro de Cartarescu. De este señor he leído Lulú, una novela atormentada que
relata el vertiginoso descenso a los infiernos interiores de un adolescente y que me gustó
bastante. Además, había leído que el tipo hace teatro, había visto fotos suyas
como la que tienen al lado (no me digan que no está guapo) y con todo ese conjunto
de datos me había hecho mi propia composición de lugar, pensando que me iba a enfrentar a un personaje importante, con autoridad
moral y literaria, brillante y seductor, con cosas interesantes que contar, porque además ya saben
que la Rumanía de Ceaucescu es un tema recurrente en este blog, en el que tiene hasta etiqueta propia. Convencido de que estaba ante una ocasión
única para comprarme el libro de mi ídolo y que me lo dedicara, acudí ilusionado,
esperanzado y anhelante, a la librería Rafael Alberti, barrio de Argüelles,
Madrid.
Llegué con tiempo y ya el autor
estaba por allí firmando libros antes del acto. Y, nada más verle, se me cayó
el alma a los pies. Cómo decirlo. Cartarescu es un tipo pequeñito, de aire
abatido y ensimismado. Vamos, que no tiene media hostia. Ya sé que el físico no
lo es todo, pero el lenguaje gestual revela muchas cosas. Con el pelo corto recién cortado,
una camisa de cualquier Saldos Arias de Bucarest y, por encima, una rebeca de
punto tal vez tejida por una abuela tan triste como él, la imagen de este hombre estaba muy lejos de lo que yo había imaginado. Cartarescu es pequeño y feo, siniestro,
taciturno, soturno, con el aire lóbrego que tienen los vampiros por la mañana. Me dio tan mal rollo que tomé dos decisiones
sobre la marcha: no comprar su libro (es un tocho de tamaño natural) y sentarme
en la última fila, por si tenía que salir de naja a medio acto, en
cumplimiento de la frase de La Gran Belleza.
Y empezó la cosa. Público
entregado. Se podía cortar el aire. Cartarescu no habla más que rumano y tenía
como intérprete no simultánea a su habitual traductora al español. Enseguida
supe que no me había fallado el olfato. El tipo meditaba sus respuestas y
hablaba en un susurro, dando margen a la traducción de cada una de sus frases
magistrales. Hablaron primero de Solenoide, lo que me sirvió para concluir que este señor
siempre escribe el mismo libro. Que vive aislado y sólo cuenta cosas de su
infancia y adolescencia, en un entorno de represión familiar y
opresión soviética. Preguntas del público. ¿Cómo es su rutina cuando escribe una
novela? Respuesta fragmentada en mil frases sucesivas musitadas, apenas audibles. Verán, yo
puedo estar un tiempo sin escribir nada, mientras va madurando en mi interior
el tema de mi siguiente libro. Y, de pronto, un día tengo una especie de
iluminación (sic) y sé que ya está, que puedo empezar a escribir. Entonces me
pongo. Escribo siempre a mano, en folios. Y dedico dos horas exactas al día. Luego
paro. Antes de empezar, repaso mínimamente mi texto del día anterior, para garantizar
la continuidad narrativa, y me pongo a ello. Nunca releo mis textos. Nunca
corrijo nada. Lo que sale de mi pluma se queda tal cual. Los folios se van amontonando
a un costado de la mesa y una secretaria los mecanografía después, pero yo ya
no leo ni la transcripción ni la versión que se edita. El editor puede hacer lo que quiera con el material que yo le entrego.
Increíble ¿verdad? Los que hemos
escrito, sabemos que eso, o bien es mentira, o bien traduce un componente
místico infumable. O las dos cosas. Más preguntas. En Solenoide (y en Lulú) son clave los sueños, las
escenas oníricas. ¿Puede contarnos algo al respecto? Respuesta. Yo soy una
persona que sueña mucho. Y llevo, desde los diecisiete años, un registro minucioso de mis sueños. Cada mañana anoto mis sueños de la víspera en un cuaderno que ya tiene varios tomos. Todos los sueños que se cuentan en Solenoide están
sacados de ese cuaderno, son auténticos, son sueños que yo he tenido. En este
punto me hago yo una pregunta: ¿hay alguna diferencia entre el rollo de este
señor y el de, digamos, Paulo Coelho? Me contesto yo mismo: no en el fondo, sí
en la forma; Cartarescu escribe muy bien y el otro no. Bien, creo que tendrían bastante con lo
que les he contado hasta aquí, pero aun me falta la traca final.
Otra pregunta. ¿Cuáles son sus
referentes literarios, los escritores que más admira? Pues son dos. Uno, algo
así como Peter Smith, o Alan Wilson (no me quedé con el nombre). Cartarescu
levanta por primera vez la mirada, observa al auditorio y constata: no lo conoce
nadie, ¿verdad? Bien. Este señor era de Chicago y cada día acudía a su trabajo en
un hospital. Su trabajo consistía en limpiar los suelos con una fregona. Nunca hablaba
con nadie. No socializaba. Simplemente iba al trabajo y luego se volvía a
su casa, cerca del hospital. Hizo eso durante 60 años. Hasta que un día no fue
a trabajar. Preocupados, sus compañeros llamaron a la policía, que descerrajó la
puerta de su casa. Encontraron al tipo muerto, recostado sobre su mesa de escritorio,
con un folio a medio rellenar. Y descubrieron que no tenía cama ni apenas muebles ni cuadros en la pared. En una
estantería, se encontraron varios obras manuscritas de este señor. Una de
ellas, la novela más larga de la Historia, 30.000 folios. Otras dos más cortas,
de unos 20.000 folios cada una. Una editorial las tiene y las sigue analizando años
después, sin saber qué hacer con ese material, que algunos han calificado de
genial.
Pero eran dos los referentes. La
historia del otro es similar. Un nombre desconocido, un rumano que se escondía detrás
de un seudónimo de una sola palabra (Woycek o algo así). Con 20 años logró publicar
una novela, compuesta de cinco capítulos, cada uno de media cuartilla. Fue
saludado como el nuevo genio, el gran renovador de la literatura rumana. En
entrevistas le preguntaban por qué no escribía otra cosa y se salía con
evasivas. Le ofrecieron apoyo los medios universitarios. Le dieron adelantos las editoriales. Nada. Se suicidó con 40 años. Entraron en su casa y encontraron un baúl lleno de folios escritos. Y pensaron: qué maravilla, el legado secreto del gran Woyceck, lo publicaremos y nos forraremos. Pero los folios contenían únicamente las
mismas medias cuartillas de su única obra, repetidas obsesivamente hasta el
infinito con su letra atormentada. Cartarescu concluyó: ese es el verdadero
compromiso del artista o el escritor. Producir arte es algo doloroso, es un
sufrimiento y el verdadero compromiso del artista requiere esa entrega sin
condiciones.
Digo yo que sobran los
comentarios. Recapitulemos. Seguramente, los dos tipos de que hablaba el
escritor llevaron su compromiso con la literatura hasta los mismos bordes de la locura
y siguieron adelante. Ambos estaban para que les pusieran una camisa de fuerza. Y no creo que
ninguno de ellos se jactara de ello. Los dos debían de sufrir bastante.
Cartarescu es un tipo siniestro, misántropo, que tal vez bordea la sociopatía.
Pero vende ese tinte siniestro como si fuera la hostia. Se tira el rollo. Juega al malditismo. Se
las da de héroe de una lucha titánica con las procelosas fuerzas de la creación literaria, vende su sufrimiento,
su heroicidad, su atrevimiento, en una exhibición en la que no es difícil
descubrir los lúgubres tintes de la impostura. Y vive del invento, en medio de la
veneración de sus lectores. Curiosamente contó, con cara de pena, que no había ido esta vez a
presentar su libro a Barcelona, por los motivos que todos sabíamos. Vaya
valiente.
Ronaldo me dijo que conmigo eran varias las personas que le habían hablado mal de Cartarescu, que su amiga y admirada Ana Blandiana, la gran dama de las letras rumanas, le tiene por un gilipollas y no se habla con él. En fin, una ventaja que tenemos los mayores es que sabemos detectar la impostura. En mi caso además, sucede que he tenido ante mis ojos a escritores o artistas que estaban locos de
verdad. Hablo, por ejemplo, de Michel Houellebecq. O de Leopoldo María Panero, con quien
tomé cañas un par de veces en Malasaña, hace una eternidad. Otro día les hablaré de ellos. La
locura no es algo divertido. En el mundo actual hay ejemplos estremecedores.
Vean por ejemplo el caso de David Nebreda. Es un fotógrafo cuya obra se expone
y se vende sobre todo en Francia, como propuesta de arte extremo. Está diagnosticado de esquizofrenia desde
los 19 años. Vive encerrado en un piso madrileño, con las persianas bajadas y se dice que no toma su medicación.
Su obra es su propio cuerpo, al
que somete a ayunos y agresiones increíbles. Sus fotografías, extraordinarias,
son como una especie de exorcismo para expresar todo el mal que le tortura. Se
puede ver en ellas la herencia del Caravaggio entre otros. Les dejo un link
para quienes quieran saber algo más de este ser sufriente. Sólo para estómagos
fuertes. Los impresionables absténganse de abrirlo. Han de pinchar AQUÍ. Este señor no es un impostor. Este señor es auténtico. Este señor, literalmente, se está muriendo y lo va registrando con su cámara, en cuidadas escenografías, que nadie sabe cómo resuelve técnicamente. La locura es una cosa, la impostura otra y la literatura una tercera, que no
requiere necesariamente de la primera. Yo estoy totalmente cuerdo y,
modestamente, trato de hacer literatura en este blog. Que tengan un buen fin de
semana.
De acuerdo con su texto en todo. Hay mucho papanatismo, guiado por los medios de comunicación. Hay mucha gente que se lee cada semana el Babelia para saber qué es lo que le tiene que gustar.
ResponderEliminarLe diré también que hace muchos años intenté leer el Billar a las Nueve y Media, después de haberme maravillado con Las Opiniones de un Payaso. Y con el mismo resultado que usted. No pude con él. Y no soy tampoco de abandonar la lectura de libros a la mitad.
Finalmente, no me extraña que le cayera mal el rumano. Porque usted es como una contrafigura suya. Usted parte de un objetivo muy modesto, divertir al lector, y, a veces (no siempre) alcanza cotas de altura. Enhorabuena.
En la sesión de Billar de Letras averigüé que muchos de mis colegas habían conseguido a duras penas leerse el libro de Böll y se habían quejado a Ronaldo.
EliminarSu opinión sobre mi blog coincide bastante con la mía propia. Desde el primer día dije que iba a primar la cantidad sobre la calidad. Algunos textos me salen redondos y otros no tanto, para mí que soy bastante autocrítico. Pero intento que en cada uno de ellos, los lectores encuentren datos o informaciones que no tenían antes y que en algún momento del texto se dibuje en sus labios una sonrisa. Eso es bastante para mí.
Tratas de hacer literatura y lo consigues. No hay más que leer esta entrada. Brillante.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias, amigo. Un fuerte abrazo.
EliminarYo creo que siempre alcanzas cotas de altura. Puede que a veces yo no llegue, pero se que soy yo el que no ha llegado
ResponderEliminarGracias, hombre. No creo que estés nunca a menor altura como lector. Lo que pasa es que yo escribo sobre temas muy variados y no es obligatorio que todos le interesen a todo el mundo.
EliminarUn abrazo para ti también