miércoles, 29 de noviembre de 2017

687. Madrid es cojonudo

Esta mañana he participado en una entrevista que nos han venido a hacer a nuestra Área de Desarrollo Urbano Sostenible (cómo me cuesta no llamarla Urbanismo, como toda la vida), en relación con la Marca Madrid y cómo hacer para mejorarla. Resulta que los del equipo de relaciones internacionales de Cibeles han contratado a un consulting para que haga una serie de entrevistas a personas más o menos destacadas que trabajan para la ciudad y saque unas conclusiones que nos permitan mejorar esa marca y venderla mejor. Ya era hora, digo yo, después de 26 años de gobiernos de la derecha que no gastaron un duro en eso. El contrato ha recaído en una empresa de branding (váyanse a la wikipedia y averigüen lo que quiere decir la palabreja), que envía a dos empleadas guapísimas y súper eficientes, que te graban lo que dices y, además, lo van transcribiendo en su ordenador mientras hablas.

En nuestra Área, el encargado de asumir la entrevista era el Coordinador, en teoría la segunda autoridad después del Concejal, y este señor quiso que yo estuviera a su lado para que los dos opináramos libremente frente a las entrevistadoras, lo que no deja de ser un indicativo de que el nuevo equipo sabe que existo, me considera y me tiene en cuenta para este tipo de asuntos en los que durante años peleé de forma anónima, e incluso clandestina (ya he contado en el blog que, cuando el Concejal aterrizó y pasó saludando a todos sus nuevos empleados, yo no estuve presente: estaba en Alemania contando el proyecto Madrid Río en tres universidades –defendiendo la Marca Madrid, en suma– en un viaje que me subvencioné yo mismo, vuelos, hoteles y gastos). Los tiempos han cambiado para mí, por fortuna, y por eso no me jubilo todavía, porque me vuelvo a sentir útil y me estoy divirtiendo en el trabajo.

La entrevista estaba centrada en destacar las fortalezas y las debilidades de nuestra ciudad, para potenciar las primeras y combatir las segundas. A mí me costó encontrar debilidades de las que hablar, aunque alguna salió, y sin embargo hablé por los codos de las maravillas y las bondades de Madrid, una ciudad con la que tengo una historia de amor que dura ya casi 50 años. En efecto, a los 17, yo estaba bastante harto de La Coruña, una ciudad que me resultaba asfixiante, provinciana, paleta y a la vez elitista, en la que yo no encontraba mi sitio (después he vuelto a recuperar la valoración positiva y ahora me parece un lugar estupendo para vivir, que se ha renovado y ha cambiado un montón). Yo anhelaba una dimensión mayor, en todos los sentidos, y Madrid me ofreció desde el primer día todo lo que yo buscaba. Esta ciudad me fascinó de entrada y sigo aun bajo el efecto de esa fascinación inicial.

Años después, acabada la carrera y clausurado el franquismo, yo tenía muy claro que quería seguir viviendo aquí y, cuando el Ayuntamiento del señor Tierno Galván creó un par de plazas de arquitecto para la entonces Gerencia de Urbanismo, allá que me fui yo con mi currículum misérrimo, metido en una subcarpeta de cartón de color verde. Tuve una entrevista con el Gerente en persona y le expresé todo mi entusiasmo por Madrid y lo feliz que me haría trabajar para la ciudad. El Gerente me escuchó, valoró mi vehemencia y también el hecho de que estuviera en posesión del máster de urbanismo del IEAL, cogió mi carpeta y la puso sobre un montoncito en el que debía de haber unas treinta o cuarenta. Cierto que había sabido de la existencia de esas nuevas plazas por un conocido que tenía dentro, pero en ese momento pensé que a los otros cuarenta les sucedía lo mismo, por lo que no esperaba que me llamaran. Pero me llamaron y hasta ahora.

Esta ciudad es realmente maravillosa. Tiene una climatología envidiable, es una pena que no llueva más. Tiene un sistema de transporte público de los mejores de Europa. Ofrece oportunidades universitarias, de trabajo, de aprendizaje y desarrollo cultural. Tiene una vida en la calle a la altura de la mejor cultura mediterránea. Y, por encima de todo, es una ciudad acogedora y solidaria, en la que la gente es hospitalaria y te ayuda por la calle si te ven en apuros. Es un lugar seguro, donde te puedes perder y no te pasa nada, no te atracan ni te asaltan. La atención médica es bastante buena, aunque ha empeorado en los últimos tiempos. Tiene una oferta cultural y de ocio de primer nivel. Y la gente es tolerante, te permite seguir siendo tú y mantener tus señas de identidad y nunca te miran mal. Se esfuerzan por entenderte, por hablar tu lengua y si no por señas. Esta es una ciudad mestiza, cruce de todas las culturas. Un lugar donde los foráneos que vienen y le pillan el punto, ya no se quieren ir.

¿La parte negativa? Pues también la tiene. La contaminación, contra la que se está luchando. Lo caro que es encontrar una vivienda en condiciones, tanto en compra como en alquiler. Los paletos, los que ensucian las calles, tirando envoltorios usados, meando en las esquinas o perpetrando graffitis inmundos, el vandalismo callejero. En el lado positivo hay que incluir las políticas municipales de reequilibrio territorial, que nacen en los primeros 80. Esta es una ciudad en la que hay desigualdades, pero se trabaja por que los barrios más deprimidos no se queden atrás, porque vayamos todos a la vez. Un modelo opuesto, por ejemplo, al de París, donde al interior del peripherique encontramos una ciudad maravillosa, la ciudad soñada de todos nosotros. Pero basta cruzar al otro lado para encontrarte en África.

Y, esto ya es opinión personal, la estructura administrativa que tenemos es bastante penosa. La Comunidad de Madrid es una desgracia. Yo la aboliría y crearía un Área Metropolitana, un Distrito Federal. Y el resto, pa’ Castilla. La Comunidad es una institución que sólo sirve para joder al Ayuntamiento y lo dice alguien que tiene amigos que trabajan o han trabajado para ella. Esta mañana, cuando nos han preguntado qué otras ciudades podrían servirnos como modelo para mejorar, yo no he dudado en citar a Berlín, en primer lugar, como modelo global, y a Barcelona, en cuanto a su estructura administrativa, con un Área Metropolitana potente, que ejerce como tal. Pero, entre todos los defectos que tenemos, hay uno que me interesa destacar y que, al parecer, es una apreciación unánime entre los entrevistados hasta ahora.

Me refiero, al pesimismo, a los complejos, a la falta de orgullo por nuestra ciudad, al convencimiento de que esto es una mierda. Es algo que me pone negro. Si en Barcelona se hubiera hecho una operación la mitad de vistosa que Madrid Río, todo el mundo estaría enterado y en todas partes se diría: –Hala la hostia, lo que han hecho los de Barcelona. ¿Por qué sucede eso? Pues porque ellos lo hacen bien y nosotros no. Nosotros no sabemos vender el producto y eso es lo que tenemos que aprender a hacer. Y, para ello, lo primero es quitarse los complejos y convencerse de que este es un lugar de privilegio. Y, por favor, los cenizos, los tristes, los negativos, los que no están a gusto aquí, QUE SE VAYAN. Aquí lo que sobra es gente. Si se fueran todos los protestones, los verdaderos amantes de Madrid nos quedaríamos mucho más anchos y no sufriríamos colas ni atascos. Así que: que se vayan los acomplejados. Y que nos quiten la Comunidad.

Como saben soy una persona viajada, sobre todo en los últimos años, y tengo criterios comparativos. Y les puedo asegurar que como aquí no se vive en ninguna parte. Desde luego, partiendo del hecho de vivir en una ciudad grande, que es lo que a mí me gusta; respeto al que ama el campo, los pueblos o las ciudades pequeñas, lugares todos donde se vive muy bien y se tienen muchas ventajas. Pero, si hablamos de ciudades grandes, de urbes, como Madrid, ninguna, para mí. En los últimos tiempos, ha surgido un nuevo sistema de medir las bondades y las ventajas de las ciudades: los rankings. También hay rankings de otras cosas, pero yo me refiero a los que comparan las ciudades grandes, las megalópolis. Detrás de cada ranking hay un equipo que lo elabora, generalmente fijando unos indicadores, que se van midiendo año a año. Algunos rankings tienen detrás a la ONU, la UNESCO, la OCDE y otros organismos similares. Pero también hay rankings elaborados por empresas privadas, por revistas o por divisiones especializadas de las grandes compañías. Hoy quiero llamar su atención sobre un ranking concreto: el que elabora anualmente la revista británica Monocle y que determina las 25 grandes ciudades del mundo con mejor calidad de vida.

Los indicadores que utiliza Monocle se los relaciono a continuación. La seguridad urbana, las bajas cifras de crímenes y hechos violentos. La buena conectividad internacional. La climatología benigna. La calidad de la arquitectura y la protección del patrimonio edificado. La eficiencia de la red de transporte público. La tolerancia de la gente. La calidad ambiental. El diseño urbano. El acceso cercano a parajes naturales de interés. La existencia de políticas proactivas a favor del emprendimiento. Las facilidades para la implantación de comercios. Una buena red de atención médica. Cruzando esas variables, Monocle elabora la lista de las 25 ciudades más atractivas para vivir. Este ranking empezó a publicarse en 2007. Es curioso el hecho de que, siendo una revista inglesa, no haya ninguna ciudad británica, ni casi norteamericanas. Tampoco, por supuesto, hay ninguna ciudad latinoamericana ni africana.

En la lista de este año, Portland es la única ciudad yanqui que aparece, en el puesto 24, no creo que les sorprenda, después de lo que he contado de mi viaje veraniego. En pasadas ediciones aparecían también Seattle, Honolulu y otras. En los últimos años, la lista está casi copada por ciudades del norte de Europa, Australia y Japón (también aparecen Hong Kong y Singapur). Para este ranking, Tokyo es la mejor ciudad para vivir del mundo, posición que ha repetido en los últimos tres años. Un hecho que demuestra que la calidad de vida no está relacionada con el tamaño de la urbe. Estoy bastante de acuerdo, Tokyo me pareció un lugar extraordinario. París solía ser un invitado fijo en esta fiesta, pero desapareció bruscamente tras la masacre del Bataclán y la posterior reacción social xenófoba. 

Pues bien, Madrid y Barcelona han estado en esta lista desde el primer año, Madrid siempre un poco por delante. Al principio, figuraban en torno al puesto 15. Después de la crisis, bajaron por debajo del 20. En 2102, Madrid ocupaba el lugar 20 y Barcelona el 21. Desde entonces Madrid ha ido subiendo de forma constante y este año, por primera vez ha entrado en el Top Ten, como verán en el vídeo correspondiente al ranking de 2017. Barcelona, en cambio permanece en puestos similares. En los videos de los años sucesivos se ha relacionado este estancamiento con la existencia de un movimiento identitario excluyente. Si los independentistas hubieran estado atentos a este tipo de estudios, que son de dominio público, no se habrían llevado tanta sorpresa con la falta de apoyos internacionales. Para ver el vídeo han de pinchar AQUÍ. Y ponérselo en pantalla grande. 

Si los paletos madrileños que nos bajan la media vieran este vídeo, tal vez se les quitasen algunos de sus malditos complejos de inferioridad. Aunque, como no suelen saber inglés, seguramente no se enterarían de nada. Por cierto, este ranking se viene publicando en los primeros meses del año. Pronto se conocerá el de 2018. Veremos cómo quedamos situados. Sean buenos y abríguense bien. Llega el invierno.

sábado, 25 de noviembre de 2017

686. Literatura, impostura, locura

Normalmente, cada vez que se habla de literatura en este blog, es para poner por las nubes algún libro que acabo de leer, algo de una belleza inmarcesible, refulgente, maravillosa. De caerse de culo. A continuación suele venir la recomendación de que lo lean, sugerencia que sé positivamente que muchos de mis lectores siguen. Hoy vamos a cambiar el registro, que ya está bien de tanto mamoneo. El otro día, en el club Billar de Letras, analizamos el libro El suicidio de Saúl, de Carlos Eugenio López, una obra singular, divertida y muy interesante, con una cita de la cual, concluí mi post anterior sobre los dioses del fútbol napolitano y los malos vientos que impiden que el equipo de una pequeña ciudad cercana gane ninguno de sus partidos. Estaba presente el autor, un tipo súper majo, algo más joven que yo, que destila ingenio, sencillez, respeto y brillantez, igual que el ruso Yuri Buida, al que escuché hace no mucho. Cuando me llegó el turno, intervine contando algo que resultó llamativo para mis compañeros (como muchas otras veces), pero que es rigurosamente cierto.

Resulta que, para la sesión anterior, la de octubre, se nos había propuesto la lectura del libro Billar a las Nueve y Media, de Heinrich Böll. Resulta que empecé a leerlo y me atasqué, algo que me ha pasado muy pocas veces en la vida (suelo terminar los libros que empiezo, me he tragado dos veces el Ulises de Joyce y otros tochos similares con cuya lectura he disfrutado mucho). Pero con el Billar a las Nueve y Media, no pude. Se me hizo bola, como me sucedía de pequeño con ciertos filetes, para desesperación de mi madre. Lo intenté de todas las maneras, pero no llegué a terminarme ni un tercio del libro. Böll se me hizo bola. Llegué a pensar que me estaba haciendo viejo. Cuando uno llega a edades como la mía, es un hecho que el tiempo pasa a tener un valor redoblado, que uno no está ya para desperdiciar algo tan valioso como el tiempo, que no hay por qué aguantar los coñazos que nos tragábamos en otros momentos de nuestras vidas.

Tal vez recuerden la frase mítica del protagonista del film La Gran Belleza: “El descubrimiento más consistente que hice cuando cumplí 65 años es que ya no puedo perder tiempo en hacer cosas que no quiero hacer”. Pues yo me ponía con Böll y tenía esa misma sensación. Lo que se cuenta en ese libro me importaba un comino. Era insufrible. Una tortura. Dejarlo fue una liberación. Para colmo, por esos días asistí a la presentación del libro Solenoide, la última obra de Mircea Cartarescu, unos de los dos mejores escritores rumanos vivos (junto con Ana Blandiana), eterno candidato al premio Nobel. En ese acto, que les cuento más abajo, me sentí también totalmente fuera de contexto, cual proverbial pulpo en el siempre socorrido garaje. Entré en crisis. Pensé que la literatura no es mi mundo, que ya no quería leer más cosas nuevas, que no podía perder mi tiempo en banalidades. Les recuerdo que mi padre, cuando ya era muy mayor, dejó de leer otra cosa que no fuera el Quijote. Lo tenía en la mesita de noche y lo repasaba una y otra vez de forma obsesiva. 

El caso es que abandoné la esteril rumia de la bola del libro y me enfrenté al dilema: voy o no voy al club, porque para participar en Billar de Letras hay que hacer el trabajo previo de leerse un libro y yo no lo había hecho. Resolví el asunto de forma un tanto vergonzante; le envié un correo a Ronaldo diciéndole una mentira: que estaba hasta arriba de trabajo y no podía ir. Es cierto que estoy hasta arriba de trabajo, pero no hasta el punto de no poder ir a un club literario (el Billar de Letras no es a las nueve y media sino a las 19.30). Este es mi cuarto año en el club y es la primera vez que falto sin una causa justificada. Me creerán o no, pero pensé en dejarlo después de Navidad. Sin embargo, sucedió que luego empecé a leer el libro de Carlos Eugenio López, y recobré mi fe literaria. Me lo pasé en grande leyendo ese libro. Y, el día del club, lo conté todo. Como un participante en una reunión de alcohólicos anónimos, le confesé a Ronaldo, delante de todos, que le había mentido, que no había faltado por exceso de trabajo, sino porque Böll se me había hecho bola. Y que el libro de Carlos Eugenio me había permitido redimirme como lector y recobrar el placer de la lectura, por lo que le daba las gracias (el autor se reía las tripas con mi proclama, igual que Ronaldo). 

La sesión del club tuvo otra serie de dimes y diretes muy interesantes, con el autor en medio de todos los fuegos, pero yo quiero centrarme ahora en contarles el acto de presentación del libro de Cartarescu. De este señor he leído Lulú, una novela atormentada que relata el vertiginoso descenso a los infiernos interiores de un adolescente y que me gustó bastante. Además, había leído que el tipo hace teatro, había visto fotos suyas como la que tienen al lado (no me digan que no está guapo) y con todo ese conjunto de datos me había hecho mi propia composición de lugar, pensando que me iba a enfrentar a un personaje importante, con autoridad moral y literaria, brillante y seductor, con cosas interesantes que contar, porque además ya saben que la Rumanía de Ceaucescu es un tema recurrente en este blog, en el que tiene hasta etiqueta propia. Convencido de que estaba ante una ocasión única para comprarme el libro de mi ídolo y que me lo dedicara, acudí ilusionado, esperanzado y anhelante, a la librería Rafael Alberti, barrio de Argüelles, Madrid.

Llegué con tiempo y ya el autor estaba por allí firmando libros antes del acto. Y, nada más verle, se me cayó el alma a los pies. Cómo decirlo. Cartarescu es un tipo pequeñito, de aire abatido y ensimismado. Vamos, que no tiene media hostia. Ya sé que el físico no lo es todo, pero el lenguaje gestual revela muchas cosas. Con el pelo corto recién cortado, una camisa de cualquier Saldos Arias de Bucarest y, por encima, una rebeca de punto tal vez tejida por una abuela tan triste como él, la imagen de este hombre estaba muy lejos de lo que yo había imaginado. Cartarescu es pequeño y feo, siniestro, taciturno, soturno, con el aire lóbrego que tienen los vampiros por la mañana. Me dio tan mal rollo que tomé dos decisiones sobre la marcha: no comprar su libro (es un tocho de tamaño natural) y sentarme en la última fila, por si tenía que salir de naja a medio acto, en cumplimiento de la frase de La Gran Belleza.

Y empezó la cosa. Público entregado. Se podía cortar el aire. Cartarescu no habla más que rumano y tenía como intérprete no simultánea a su habitual traductora al español. Enseguida supe que no me había fallado el olfato. El tipo meditaba sus respuestas y hablaba en un susurro, dando margen a la traducción de cada una de sus frases magistrales. Hablaron primero de Solenoide, lo que me sirvió para concluir que este señor siempre escribe el mismo libro. Que vive aislado y sólo cuenta cosas de su infancia y adolescencia, en un entorno de represión familiar y opresión soviética. Preguntas del público. ¿Cómo es su rutina cuando escribe una novela? Respuesta fragmentada en mil frases sucesivas musitadas, apenas audibles. Verán, yo puedo estar un tiempo sin escribir nada, mientras va madurando en mi interior el tema de mi siguiente libro. Y, de pronto, un día tengo una especie de iluminación (sic) y sé que ya está, que puedo empezar a escribir. Entonces me pongo. Escribo siempre a mano, en folios. Y dedico dos horas exactas al día. Luego paro. Antes de empezar, repaso mínimamente mi texto del día anterior, para garantizar la continuidad narrativa, y me pongo a ello. Nunca releo mis textos. Nunca corrijo nada. Lo que sale de mi pluma se queda tal cual. Los folios se van amontonando a un costado de la mesa y una secretaria los mecanografía después, pero yo ya no leo ni la transcripción ni la versión que se edita. El editor puede hacer lo que quiera con el material que yo le entrego.

Increíble ¿verdad? Los que hemos escrito, sabemos que eso, o bien es mentira, o bien traduce un componente místico infumable. O las dos cosas. Más preguntas. En Solenoide (y en Lulú) son clave los sueños, las escenas oníricas. ¿Puede contarnos algo al respecto? Respuesta. Yo soy una persona que sueña mucho. Y llevo, desde los diecisiete años, un registro minucioso de mis sueños. Cada mañana anoto mis sueños de la víspera en un cuaderno que ya tiene varios tomos. Todos los sueños que se cuentan en Solenoide están sacados de ese cuaderno, son auténticos, son sueños que yo he tenido. En este punto me hago yo una pregunta: ¿hay alguna diferencia entre el rollo de este señor y el de, digamos, Paulo Coelho? Me contesto yo mismo: no en el fondo, sí en la forma; Cartarescu escribe muy bien y el otro no. Bien, creo que tendrían bastante con lo que les he contado hasta aquí, pero aun me falta la traca final.

Otra pregunta. ¿Cuáles son sus referentes literarios, los escritores que más admira? Pues son dos. Uno, algo así como Peter Smith, o Alan Wilson (no me quedé con el nombre). Cartarescu levanta por primera vez la mirada, observa al auditorio y constata: no lo conoce nadie, ¿verdad? Bien. Este señor era de Chicago y cada día acudía a su trabajo en un hospital. Su trabajo consistía en limpiar los suelos con una fregona. Nunca hablaba con nadie. No socializaba. Simplemente iba al trabajo y luego se volvía a su casa, cerca del hospital. Hizo eso durante 60 años. Hasta que un día no fue a trabajar. Preocupados, sus compañeros llamaron a la policía, que descerrajó la puerta de su casa. Encontraron al tipo muerto, recostado sobre su mesa de escritorio, con un folio a medio rellenar. Y descubrieron que no tenía cama ni apenas muebles ni cuadros en la pared. En una estantería, se encontraron varios obras manuscritas de este señor. Una de ellas, la novela más larga de la Historia, 30.000 folios. Otras dos más cortas, de unos 20.000 folios cada una. Una editorial las tiene y las sigue analizando años después, sin saber qué hacer con ese material, que algunos han calificado de genial.

Pero eran dos los referentes. La historia del otro es similar. Un nombre desconocido, un rumano que se escondía detrás de un seudónimo de una sola palabra (Woycek o algo así). Con 20 años logró publicar una novela, compuesta de cinco capítulos, cada uno de media cuartilla. Fue saludado como el nuevo genio, el gran renovador de la literatura rumana. En entrevistas le preguntaban por qué no escribía otra cosa y se salía con evasivas. Le ofrecieron apoyo los medios universitarios. Le dieron adelantos las editoriales. Nada. Se suicidó con 40 años. Entraron en su casa y encontraron un baúl lleno de folios escritos. Y pensaron: qué maravilla, el legado secreto del gran Woyceck, lo publicaremos y nos forraremos. Pero los folios contenían únicamente las mismas medias cuartillas de su única obra, repetidas obsesivamente hasta el infinito con su letra atormentada. Cartarescu concluyó: ese es el verdadero compromiso del artista o el escritor. Producir arte es algo doloroso, es un sufrimiento y el verdadero compromiso del artista requiere esa entrega sin condiciones.

Digo yo que sobran los comentarios. Recapitulemos. Seguramente, los dos tipos de que hablaba el escritor llevaron su compromiso con la literatura hasta los mismos bordes de la locura y siguieron adelante. Ambos estaban para que les pusieran una camisa de fuerza. Y no creo que ninguno de ellos se jactara de ello. Los dos debían de sufrir bastante. Cartarescu es un tipo siniestro, misántropo, que tal vez bordea la sociopatía. Pero vende ese tinte siniestro como si fuera la hostia. Se tira el rollo. Juega al malditismo. Se las da de héroe de una lucha titánica con las procelosas fuerzas de la creación literaria, vende su sufrimiento, su heroicidad, su atrevimiento, en una exhibición en la que no es difícil descubrir los lúgubres tintes de la impostura. Y vive del invento, en medio de la veneración de sus lectores. Curiosamente contó, con cara de pena, que no había ido esta vez a presentar su libro a Barcelona, por los motivos que todos sabíamos. Vaya valiente.

Ronaldo me dijo que conmigo eran varias las personas que le habían hablado mal de Cartarescu, que su amiga y admirada Ana Blandiana, la gran dama de las letras rumanas, le tiene por un gilipollas y no se habla con él. En fin, una ventaja que tenemos los mayores es que sabemos detectar la impostura. En mi caso además, sucede que he tenido ante mis ojos a escritores o artistas que estaban locos de verdad. Hablo, por ejemplo, de Michel Houellebecq. O de Leopoldo María Panero, con quien tomé cañas un par de veces en Malasaña, hace una eternidad. Otro día les hablaré de ellos. La locura no es algo divertido. En el mundo actual hay ejemplos estremecedores. Vean por ejemplo el caso de David Nebreda. Es un fotógrafo cuya obra se expone y se vende sobre todo en Francia, como propuesta de arte extremo. Está diagnosticado de esquizofrenia desde los 19 años. Vive encerrado en un piso madrileño, con las persianas bajadas y se dice que no toma su medicación.

Su obra es su propio cuerpo, al que somete a ayunos y agresiones increíbles. Sus fotografías, extraordinarias, son como una especie de exorcismo para expresar todo el mal que le tortura. Se puede ver en ellas la herencia del Caravaggio entre otros. Les dejo un link para quienes quieran saber algo más de este ser sufriente. Sólo para estómagos fuertes. Los impresionables absténganse de abrirlo. Han de pinchar AQUÍ. Este señor no es un impostor. Este señor es auténtico. Este señor, literalmente, se está muriendo y lo va registrando con su cámara, en cuidadas escenografías, que nadie sabe cómo resuelve técnicamente. La locura es una cosa, la impostura otra y la literatura una tercera, que no requiere necesariamente de la primera. Yo estoy totalmente cuerdo y, modestamente, trato de hacer literatura en este blog. Que tengan un buen fin de semana. 

martes, 21 de noviembre de 2017

685. Nápoles y los dioses del fútbol

Hablar de Nápoles es hablar del Vesubio, que se ve desde todos lados y también de los dos santos que se veneran en esa bulliciosa y abigarrada ciudad del sur: su patrón, San Gennaro, y Diego Armando Maradona, a quien todavía se recuerda como el liberador, el Dios del fútbol que llevó al equipo de la ciudad a ganar el scudetto en 1987, primera vez que un equipo de una ciudad al sur de Roma ganaba el calcio desde su fundación en 1898. Cierto que el Cagliari había ganado el campeonato en una sola ocasión, en 1970, pero Cagliari es Cerdeña y aquí estamos hablando de Italia, de la Italia auténtica, porca miseria. Cuando Maradona llegó a Nápoles en 1984, fue recibido en olor de multitudes y prometió que en un par de años o tres el equipo ganaría el campeonato, algo que no había conseguido en 60 años de historia. Y lo cumplió. En los comercios y bares de la ciudad todavía se le recuerda en carteles y letreros, como los que les muestro más abajo. Las dos primeras fotos están tomadas en la calle, la tercera en el interior de un restaurante.




Nápoles es la ciudad más grande del sur de Italia, menospreciada desde las zonas ricas del norte, en donde se trata a los napolitanos con desdén. La pasión por el fútbol es tremenda y, hasta la llegada de Maradona, el equipo local solía desempeñarse por la parte baja de la tabla. En los primeros 80, el Nápoles pugnaba por no descender a la serie B. En el verano de 1984, dos intermediarios del club llegaron a Barcelona con la intención de fichar al entonces ídolo del Barça, que no se encontraba a gusto en la Ciudad Condal. Lo habían suspendido tres meses por liarse a puñetazos con medio equipo del Athletic de Bilbao al final de un partido, y encima estaba arruinado después de gastarse todo lo que había ganado en los años anteriores. Necesitaba largarse como fuera.

El Barça se negó en redondo a traspasarlo y los dos agentes estaban ya tanteando otras ofertas de jugadores que pudieran revivir al depauperado club napolitano. Cuando más desesperados estaban, el vicepresidente Gaspart se presentó por sorpresa en su hotel y les dijo que su club no retendría contra su voluntad a un jugador que no estaba a gusto con ellos. Era el 1 de julio de 1984. Acordaron el traspaso por 7 millones de dólares a pagar en tres plazos anuales, con intereses del 8% el segundo y del 16% el tercero. Una cantidad ridícula comparada con las actuales, pero una barbaridad por aquel entonces. Y desde luego un esfuerzo notable para un club modesto como el Nápoles.

Durante las negociaciones los napolitanos ya estaban histéricos, un tipo estuvo varios días encadenado como Prometeo en las puertas del estadio San Paolo y un grupo numeroso de tifosi se declaró en huelga de hambre. Cuatro días después del acuerdo, Maradona era presentado en el estadio, donde le aclamaron 70.000 personas. El flechazo entre jugador y afición fue instantáneo. Diego pidió que se dejara entrar gratis a los niños en su presentación y desde el primer día se presentó como una especie de Robin Hood, que batallaría con los poderosos equipos del norte (Juve, Milán e Inter) discutiendo su hegemonía. Según ha contado el propio Diego, el club al que llegó era súper modesto. Los vestuarios necesitaban una mano de pintura, eran sórdidos y tenían goteras. El campo de entrenamiento era del nivel de un segunda división argentino. Pero el jugador se identificó enseguida con la gente humilde de la ciudad, que le recordaba a los ambientes de su infancia. 

En su tercera temporada en el club ganaron el scudetto. Después ganarían también una Copa de la UEFA y una segunda Liga. El jugador estuvo en Nápoles hasta 1991, cuando se marchó ya en plena decadencia futbolística, con 30 años cumplidos. No faltaron en su estancia los escándalos. Estando embarazada su mujer Claudia, apareció una joven napolitana con un bombo aproximadamente del mismo tamaño, que le denunció por abandono. El juicio, que se resolvió años después, terminó con el reconocimiento forzado de su paternidad. También fue fotografiado al lado de un conocido capo de la Camorra, amistad que no desmintió, sino que dijo que le proporcionaba seguridad y tranquilidad, aumentando el escándalo. Maradona había empezado su mala vida en Barcelona y no se cortó durante sus siete años en Nápoles. Pero nada de esto importa a la gente de la ciudad, que le siguen recordando con veneración, como se demuestra en este vídeo de 10 minutos que les recomiendo ver aunque no sean seguidores del fútbol, porque es una delicia contemplar las vistas de la ciudad al pie del Vesubio y escuchar el cadencioso italiano de sus gentes.


Como ven, Maradona es una especie de Titán de Nápoles, que ayudó a su pueblo a vencer a los dioses del poderoso Olimpo del norte. Pero en la antigua Grecia, no era tan sencillo desafiar a los dioses. Lo intentó Prometeo al frente de sus titanes, y llegó incluso a robarle el fuego a Zeus para dárselo a los humanos. Zeus le derrotó después, ayudado por los gigantes y los cíclopes, lo capturó y se lo llevó a las montañas del Cáucaso, donde lo mantuvo encadenado. Cada noche, un águila enviada por Zeus se le iba comiendo el hígado, que se le regeneraba por la mañana porque, como buen titán, era inmortal. El suplicio duró hasta que un día llegó el bueno de Heracles y se cargó al águila.

Y miren ustedes por dónde, en la Campania napolitana ha surgido un segundo equipo de futbol, que este año ha subido por primera vez a la serie A. Y ha desafiado también a los dioses del Olimpo futbolístico del norte, que le están ahora sometiendo a una tortura digna de Prometeo. Vayamos por partes. Benevento es una pequeña localidad (30.000 habitantes) cercana a Nápoles en el interior de la Campania. Fue una ciudad griega de importancia y luego romana, con el nombre inicial de Maleventum, que luego se cambió por Beneventum. En la Edad Media la ciudad fue famosa por las continuadas prácticas de brujería que se realizaban al pie de un nogal centenario. Los seguidores del Benevento Calcio Club de Fútbol se llaman todavía gli stregoni, los brujos. La historia del club es casi centenaria, pero es una historia de malos vientos y miserias que incluye varios descensos administrativos a categorías regionales por impagos a sus futbolistas, desapariciones temporales y cambios de nombre.

Pero los malos vientos de la ciudad cambiaron de signo en los 90, cuando se hizo cargo del club de futbol la familia Vigorito, los magnates de la energía eólica de Italia (el viento una vez más). El patriarca Ciro Vigorito fue elegido presidente pero murió en el intento de elevar el nivel del club. Su hijo Oreste Vigorito es el actual presidente y hace dos años consiguió subir por primera vez a la Serie B, la segunda división italiana. En su primera temporada en la categoría, se clasificó en quinto lugar, lo que le daba derecho a jugar el play-off de ascenso. Y ganó los tres partidos que le llevaban a la Serie A. La celebración en la ciudad pueden imaginársela. Oreste Vigorito se volvió loco y emuló a Lendoiro cuando gritó aquello de Barça, Madrí, ya estamos aquí. Prometió que ficharía grandes jugadores, que competiría duro y que el Benevento llegaba a la primera división para quedarse.

Pero, una vez más, los dioses están castigando al titán desafiante. A comienzos de la temporada, gli stregoni debutaron en casa de la Sampdoria, con una digna derrota por dos a uno. Jugaron a continuación ante el Bolonia en el estadio Ciro Vigorito. Resultado: 0-1. El Torino les derrotó también por el mismo resultado. Y llegó el derby nunca antes jugado. El Benevento se presentó por primera vez en el San Paolo de Nápoles y salió escaldado: 6-0. Por el camino, el equipo ha llegado a tener hasta diez jugadores titulares lesionados. Nunca en la historia se ha visto un caso de mala suerte como el de este equipo. En el partido contra el Cagliari, perdían por un gol y lograron empatar en el descuento, minuto 93. Pero en la siguiente jugada, en el último segundo del partido, encajaron gol y perdieron. El árbitro no les dejó ni sacar de centro.

El Benevento ha llegado a la jornada 13 sin sacar un solo punto, ha marcado seis goles y encajado 33. Ha perdido todos los partidos, al menos tres de ellos en el último minuto del descuento. Es ya el peor registro histórico del fútbol europeo, superando el record de 12 derrotas seguidas que ostentaba el Manchester United desde los años 30. Vigorito ya no sabe qué hacer, ha cambiado al entrenador del ascenso y fichado algún jugador nuevo. Encima, su colega del Nápoles le ha tocado los cojones con unas declaraciones en las que dijo que habría que reducir el número de equipos de la serie A para que los buenos pelearan con enemigos de su talla. Una indirecta cruel, que Vigorito ha respondido furioso diciendo que, en ese caso, se haga lo mismo en la Champions europea para que los buenos no tengan que jugar con el Nápoles y otros equipos de mierda.

Toda Italia está anímicamente empujando a este equipo modesto y desgraciado, para que al menos saque algún punto, porque encima se empeñan en salir desde atrás con el balón jugado como el Barcelona, algo para lo que no tienen la calidad suficiente. Los contrarios lo saben y se limitan a esperar sus fallos en el pase. Este domingo, volvió a repetirse la tragedia. Era la jornada 13 y el Benevento recibía en casa al Sassuolo, un equipo también del montón. Se llegó al tiempo reglamentario con empate a uno y con el Sassuolo atacando en tromba, porque tenían un jugador más por expulsión de uno del Benevento.  Y en el minuto 93, penalti a favor del Sassuolo. Lo lanza un delantero y pega en el travesaño. La afición se puso a rugir, estaban a punto de sacar su primer punto, la suerte había cambiado de bando y ya se disponían a celebrarlo durante toda la noche. Pues nada de nada. En el 94 el Sassuolo marcó sobre la bocina, con un cabezazo in extremis de su delantero centro, que atiende por el nombre de Peluso (se lo juro).

No es posible tanta desgracia. Frente a cosas como esta uno llega a pensar que todo está escrito, que hay por ahí algún dios malévolo o travieso, como los griegos, que se dedica a fastidiar. Carlos Eugenio López aporta otra teoría por boca del protagonista de su libro El suicidio de Saúl, enfrentado a una serie de calamidades similar. Es el libro que analizamos en el último Billar de Letras. Les dejo con una cita literal de la página 137. Sean buenos.

Dios sí juega a los dados. El que detalles tan insignificantes tengan en ocasiones consecuencias tan devastadoras se me antoja imposible atribuirlo a un designio o diseño premeditado. Ha de ser obra del azar. Ni siquiera la perversidad o el capricho lo explican. Ha de ser resultado del albur de un cubilete, que, sin razón ni providencia algunas, ora nos hace avanzar expeditos sobre el tablero de los días, ora nos retiene en una casilla con trampa o ante una barrera infranqueable y ahí nos obliga a aguantar las embestidas de la adversidad, sin otro escudo protector que la lábil esperanza de que, antes o después, acabaremos despertando de lo que necesitamos considerar a toda costa nada más que un mal sueño.


sábado, 18 de noviembre de 2017

684. Come il cacio sui maccheroni

Después de mi semana romana he vivido unos días enloquecidos con unas mañanas frenéticas apurando a la carrera la preparación de la conferencia de prensa de lanzamiento del Reinventing Cities, que tuvo lugar finalmente el jueves, y unas tardes también súper ocupadas. El lunes salí a correr y regresé cansado, pero aun con fuerzas para escribir mi post napolitano, que terminé al borde de la medianoche. El martes tuve el club Billar de Letras. El miércoles volví a nadar y luego sufrí una soporífera e interminable reunión de la comunidad de propietarios de mi casa. Y ayer jueves, sesión de dentista, presentación en la sede del COAM del acuerdo para desbloquear la Operación Chamartín y unas cañas a la salida. Cada día de esta semana he salido tempranito de mi casa y he estado por ahí hasta las tantas, retirándome con la noche bien cerrada y algunos días bastante cansado. A este ritmo, la expresión “fin de semana” ha vuelto a recuperar para mí un significado y un valor que hace tiempo no experimentaba. Hoy he ido en Metro al trabajo, por evitarme el atasco de los viernes, he quedado a comer con mi hijo Kike y luego me he tirado en la cama a descansar.

Pero no me olvido de que les debo al menos algunas referencias romanas y me pongo a ello, aunque no creo que me dé tiempo a terminarlo esta noche. Sé que algunos de mis seguidores guardan las informaciones sobre restaurantes y monumentos a visitar, para utilizarlas en sus eventuales viajes futuros, lo que me parece muy bien. Mi amigo X incluso me sospecho que tiene una base de datos con todo ello, o al menos una tabla Excel, que por algo es ingeniero. Desde esta tribuna le mando un fuerte abrazo. Lo cierto es que, después del caos de Nápoles, Roma es como un bálsamo, una ciudad magnífica donde se puede pasear despacio, casi al albur que marquen tus pasos, porque en cada rincón hay cosas que ver, vestigios de una trayectoria larga y llena de historia. La grandeza de Roma parte de sus impecables trazados barrocos, sus grandes avenidas muy rectas, que siempre terminan en un hito visual (una fuente o un obelisco), con un palacio detrás que le sirve de fondo compositivo. 

Hay innumerables cosas que ver, que se relacionan en cualquier guía. La zona del Coliseo y los Foros es impresionante, a pesar de que está atestada de turistas organizados en hordas detrás de una chica paraguas en alto. Pululan también por allí buhoneros diversos vendiendo baratijas y zascandiles que se te ofrecen como guías a cambio de la voluntad, con dominio de varios idiomas y un sexto sentido para captar tu acento y saber de dónde eres para seguir dándote la matraca en tu lengua (matraca no identitaria: dice Andrés Trapiello que el preso compañero de celda de Jordi Sànchez –con acento al revés– que pidió el traslado porque no soportaba la matraca, se merece de largo el indulto, como premio por su hallazgo lingüístico). La escena se repetía: te entra un tipo que se ofrece de guía; con tu mejor acento napolitano le dices no, grazie mille, e inmediatamente te replica: –¡Ah! ¡Español! Y te sigue dando la brasa en un castellano bastante aceptable. La presión del turismo masivo es especialmente asfixiante los fines de semana. De diario es soportable y el Coliseo, la Columna de Trajano y los arcos de Constantino y de Tito merecen una visita.


Lo que ven aquí arriba es el Memorial a Vittorio Emanuelle II, el rey de la unificación de Italia, un monumento mayestático, opulento y presuntuoso, no muy del gusto de los romanos, que lo llaman irónicamente la macchina da scrivere, la máquina de escribir. Está en la Piazza Venecia, de donde parte la Vía del Corso, eje norte-sur que vertebra todo el centro de Roma, hasta terminar por el norte en la Piazza del Popolo. Callejeando en torno a este eje uno puede darse de bruces con la Fontana di Trevi, por cuyas aguas corría Anita Ekberg en la famosa escena de La Dolce Vita (una película, por otra parte, que siempre me resultó difícil de ver y de descifrar, como todo Fellini). La fuente es magnífica, pero el espectáculo está ahora en observar las muecas que hacen las jóvenes generaciones para tomarse selfies y fotos, sobre todo los asiáticos y los sudamericanos. Por entre ellos pululan también numerosos ociosos locales, al descuido de cualquier cartera no muy bien guardada. Aquí no hay tanto borseggiatore como en Nápoles, pero tampoco hay que descuidarse. En fin, la Plaza de España, la Escalinata de la Trinidad del Monte, la columna de Marco Aurelio, el Panteón y tantas y tantas iglesias a cual más hermosa. ¡Qué quieren que les cuente!

Es maravilloso deambular por el entramado de callejuelas del antiguo gueto judío, o recorrer el mercadillo de alimentación de la plaza del Campo de Fiori, o contemplar las espléndidas fuentes de la Piazza Navona. También es inexcusable un recorrido por las iglesias que albergan cuadros del Caravaggio, del que ya les hablaré más en detalle. Luego, puede ser buena idea cruzar el Tíber por el puente Garibaldi para ir al Trastévere a tomarse un spritz-aperol o un campari en cualquiera de sus terrazas. Y después comer en Da Enzo al 29, por ejemplo unas alcachofas a la romana y unos spaguetti cacio e pepe, preparados con queso pecorino y pimienta negra. O bien una pizza calzone en el Carlo Menta. Y una visita inexcusable: la Basílica de Santa María in Trastévere, con su ábside de mosaico del siglo XII. Se puede continuar con un expreso, o un ristretto, en el Caffè Sant’Eustachio, o en el Antico Caffè Greco, con su decoración decadente. Y acudir a la All Saints’ Anglican Church, al fondo de la Vía del Babuino, cerca de la Piazza del Popolo, a escuchar a un cuarteto de cuerda interpretando Las Cuatro Estaciones de Vivaldi. Para una cena ligera, tal vez ir al viejo restaurante popular Dar Filettaro, cerca del Campo de Fiori a tomar un bacalao rebozado y una ensalada de puntarelle, raíces de achicoria cortadas en finos hilos y aliñadas con una vinagreta de anchoas. Y rematar con un helado de pistacho en la heladería Old Bridge. En fin, dejo cargándose unas imágenes elegidas al azar y me voy a dormir.

Vista del Coliseo desde una calle lateral.


Una de las cuádrigas que coronan la máquina de escribir.


La escalinata de la Trinidad del Monte.

Ambiente en el Campo de Fiori.


Un puente sobre el Tíber.


Detalle en penumbra del ábside de Santa María in Trastévere.

Ya en sábado por la mañana. La mayoría de los monumentos que les he citado, los había visitado en la prehistoria de mi vida y apenas me quedaban unos vagos recuerdos. Pero hay dos lugares que he visto por primera vez: las Termas de Caracalla (impresionantes) y el Vaticano. El Vaticano se merece algunas reflexiones específicas. Estamos ante una anomalía geográfica e histórica. Un Estado de 44 hectáreas incrustado en el centro de una ciudad (por tener una comparación, la Casa de Campo de Madrid, un parque grande, pero un parque al fin y al cabo, mide 1.700 hectáreas). Un Estado, además, que no puede formar parte de la Unión Europea, porque está formalmente gobernado por una monarquía absoluta electiva teocrática (esta es la definición técnica del papado) y con un sistema electoral claramente predemocrático. Ya saben que los cardenales se encierran en la Capilla Sixtina, donde se instala en cada ocasión una chimenea portátil para la ceremonia de las fumatas, lo que obliga a limpiar luego los frescos de Miguel Ángel para quitarles el hollín. La visita a sus museos es recomendable hacerla con un guía, preferentemente en español, y yo creo que la Capilla Sixtina hay que verla al menos una vez en la vida. Pero creo que no la repetiría si vuelvo otra vez a Roma.

La anomalía tiene un origen muy antiguo y diversos hitos. Los historiadores no se ponen de acuerdo sobre qué fue exactamente lo que decidió el emperador Constantino en el archifamoso Edicto de Milán, año 313, cuya misma existencia cuestionan incluso algunos estudiosos. Parece claro que se decretó la libertad religiosa, por lo que los cristianos dejaron de ser perseguidos. Pero se dice que también el emperador hizo entrega al patriarca de la iglesia Melquiades de unos ciertos derechos sucesorios sobre el Imperio. Los sucesivos dirigentes de la Iglesia, que pronto empezaron a llamarse Papas, se convirtieron en uno más de los poderes que luchaban por la preeminencia en la gobernación del convulso Imperio de los últimos tiempos. No se puede explicar en un breve texto un asunto complejo del que se han escrito numerosos tratados y del que existen fuentes muy difusas. Pero, en este orden de simplificación, digamos que, a la caída definitiva del Imperio Romano, emerge un papado guerrero, con territorio propio y capital en Roma, que pasa a ser conocido como Los Estados Pontificios, cuya creación se remonta formalmente al año 751.

Estos estados pontificios duran hasta la unificación de Italia, en 1870, momento en que son derrotados por el ejército de Vittorio Emanuelle II. A partir de aquí, el Papa se autoproclama prisionero en el Vaticano, en medio de una Italia unificada que tiene su capital en Roma. El tira y afloja tiene un trasfondo fiscal, puesto que la iglesia se niega a pagar impuestos al nuevo estado por sus numerosas propiedades. La situación se resuelve a favor de los intereses eclesiásticos en 1929, mediante el acuerdo que firma el Papa Pio XI con Mussolini, por el cual el suelo de las iglesias sigue siendo fiscalmente propiedad del Vaticano, que es reconocido como Estado. Un acuerdo que se reproducirá en España, con el famoso Concordato. Es decir, que además de sus 44 hectáreas, la Iglesia cuenta con la propiedad de facto del suelo de todas las iglesias de Italia, por las que no paga ningún tipo de IBI, lo mismo que le sucede en España. No soy un experto en este tema, por lo que ruego que, si entre mis lectores hay alguno, UNO, no se ofenda por mis ignorancias y DOS aporte aquí cuantas correcciones estime pertinentes.

La anomalía se palpa nada más ingresar en los territorios vaticanos, por el simple procedimiento de cruzar una calle. No hay aduanas, el euro sigue siendo la moneda oficial y lo único es que se observa una sobreabundancia de curas y monjas entre las masas de turistas que acuden a expresar su fe. El Papa tiene cada día unas horas de audiencia matinal para apuntarse a las cuales hay una cola de varios meses. En realidad estamos en una especie de Estado virtual, evanescente, superpuesto sobre la realidad geopolítica mundial. Algo bastante interesante como fenómeno y como exponente de la peculiar mentalidad del ser humano, este singular bípedo implume capaz de crear cosas tan sofisticadas. Visitando el Vaticano, tuve una especie de revelación: ¡Coño! Esta es la solución para el problema de Cataluña. Les viene como anillo al dedo, o come il cacio sui maccheroni, que dicen en Italia. Al fin y al cabo, los independentistas se sienten tan maltratados y aporreados como los primitivos cristianos en la Roma pagana.

Digo yo que se les podría habilitar un pequeño barrio de Barcelona, por ejemplo, en torno a la Sagrada Familia, para que dispusieran allí de unos Estados Pontificios del Prusés. El Papa Junqueras podría ejercer su pontificado sin ataduras, el unurabla Jordi Pujol se encargaría de montar una especie de Banco Ambrosiano, la señora Forcadell podría dirigir a los cardenales sin el engorro de tener que cumplir unas mínimas normas democráticas y la seguridad se encomendaría a una guardia pretoriana de mossos de esquadra comandada por el mayor Trapero. Los 200 alcaldes tendrían un sitio fijo adonde acudir los domingos, para lanzar siete hurras al Papa con sus bastones en alto, lo que se convertiría en una atracción turística única en el mundo. También podrían mostrar a Rufián interpretando el Rap del Franquismo. Este nuevo país colmaría las ansias de dos millones de creyentes que sueñan con tener un estado propio. Podrían seguir usando el euro y hasta quedaría margen para proporcionarle un empleo a Lluis Llach, como compositor de motetes laudatorios. Desde luego que, si se organizara un referéndum nacional para la creación de un estado de este tipo, yo no tendría ninguna duda de ejercer mi derecho a decidir votando que sí. Incluso me apuntaría a salir a correr al Retiro gritando VUTAREM, VUTAREM, VUTAREM, que ya han visto que se me da de maravilla.

Bien, aunque no tiene nada que ver, les voy a dejar con un poquito de rock’n roll, que esa es la marca de la casa. Supongo que no ignoran que los diferentes miembros de los Stones cultivan sendas carreras en solitario, donde se expresan libremente sin tener que aguantar el coñazo de unos compañeros a los que tienen ya muy vistos. No les sorprenderá tampoco saber que el más brillante de todos ellos es Mick Jagger, como no podría ser de otra manera. Entre la larga lista de canciones en solitario que este hombre ha publicado, hay una que me gusta especialmente y que me pongo una y otra vez en el coche cuando estoy acelerado como en estos últimos tiempos. Les hablo de God gave me everything I want, Dios me ha dado todo lo que quiero, de 2001. Consciente de que tenía entre manos un tema grandioso, Jagger grabó un vídeo promocional a la altura, que les dejo de despedida. Junto a él, participa la guapísima Shannyn Sossamon, cantante, baterista, actriz y modelo de Reno (Nevada). También pueden reconocer en ese energúmeno gesticulante con chándal barato, gafas negras y gorro de lana, nada menos que al rockero neoyorkino Lenny Kravitz, que es el autor de la música, sobre letra de Jagger. Para poder verlo con nitidez, caprichos del Youtube, han de pinchar AQUÍ. Ojo que la cosa tiene truco porque, después de la canción te calzan publicidad y más música, pero pueden cerrar la página si no quieren seguir. Así que, pónganselo en pantalla grande, súbanle el volumen y a disfrutar. Siempre adelante. 

Que pasen un buen finde.  

lunes, 13 de noviembre de 2017

683. Napoli nel cuore

Aquí me tienen de nuevo, felizmente reincorporado a la normalidad después de un venturoso periplo por tierras italianas. Hoy he ido al trabajo, me he sumado a una rutina laboral que no se ha parado en todo este tiempo y, por la tarde, he salido a darme mi carrera por el Retiro, actividad de la que llevaba casi un mes apeado, a cuenta de apreturas laborales y viajes. Durante este eclipse de blog, la situación en Cataluña ha seguido evolucionando de forma vertiginosa, aceleración de la que me informaba cada noche al volver al hotel y conectarme a través de su WiFi, porque han de saber que, con esto de la liberalización del espacio europeo, ahora ya no es necesario desconectar los datos al cruzar la frontera, porque ya no te cobran una millonada al volver, pero te da igual tenerlos conectados porque no se pilla nada por la calle ni en bares o restaurantes. Así que, tras los primeros intentos, uno opta por desentenderse de la información hasta la noche, precaución excelente para el mantenimiento de la buena salud mental.

Lo de Cataluña en estos días ha adoptado cadencias de scherzo frenetico, con un componente bufo muy acusado en algunos de sus episodios, como la saga/fuga de Puigdemont, o la peregrinación eterna de los 200 alcaldes, que van como almas en pena por Europa porque no saben dónde gritar, vara de mando en alto, unas consignas que ya nadie escucha. Y, por encima de todo, la declaración de las cabezas del Parlament en el Supremo, con el momento estelar en que una señora, por nombre Ramona, abjura de todas sus ideas, pide perdón por sus pecados y el juez se muestra proclive a concederle la absolución eterna, lo que hace que todos los demás (Forcadell incluida) aprovechen el último turno de intervención de que disponían para proclamar con énfasis: yo, como esa. Hasta ahí podíamos llegar; una cosa es defender una cosa imposible y otra ir a la cárcel por ello, escolti, que en los trullos castellanos hace mucho frío, no tienen butifarra y ni siquiera se le puede dar la matraca identitaria al compañero de celda, porque se harta y pide el traslado. Un cambio de rumbo en el último segundo, en la línea de la mejor tradición católica que, como saben, permite ser toda la vida un cabrón y ganarse el cielo arrepintiéndose en el último instante de vida, algo que no comparten los calvinistas, entre otros, que por el contrario sostienen que hay que ser bueno en esta vida, que lo otro no vale.

De las novedades diarias del culebrón me iba yo enterando puntualmente en mis horas de hotel, tras las largas y fructíferas jornadas de turista, que he disfrutado a lo largo de doce días que me han parecido muchos más, porque en Italia hay muchas cosas que ver y mucho que disfrutar con sus paisajes, sus gentes, su idioma, sus comidas, su música y su cultura antigua de la que dan fe innumerables restos casi por cada esquina. No conocía Nápoles y me he encontrado con una muestra perfecta del sur profundo. Caos circulatorio, atascos constantes, cláxones al viento, motos enloquecidas metiéndose por áreas peatonales atestadas de gente sin bajar la velocidad, pequeños roces entre automóviles que hacen que los dos conductores se bajen, dejen el vehículo en medio y se enzarcen en discusiones interminables en su dialecto napolitano, trufado de gestos característicos. Y señoras que se suman a la trifulca con sus cestas de la compra llenas de verduras y envoltorios.

Si has de cruzar una calle, debes hacerlo como en Birmania, con arrojo y sin retroceder nunca. Si das un paso atrás, te atropellan seguro, porque no se lo esperan. En la ciudad hay barrios más elegantes un poco más tranquilos, pero el casco antiguo, por donde nos movimos mayormente, es un conglomerado de callejas con edificios antiguos faltos de una mano de revoco, ropa tendida por todos lados y basura, mucha basura. En Nápoles hay más basura en situación normal que en una ciudad occidental cualquiera durante una huelga de basureros. Por entre los montones de bolsas y cuidando de evitar las motos que te achuchan tocando el claxon, circula una multitud abigarrada y bulliciosa de todas las edades, con muchos negros vendiéndote cosas y bajo la permanente amenaza de los borseggiatori, que es como llaman aquí a los carteristas. En cinco días que pasamos allí un grupo de unas veinte personas, sufrimos dos robos: una chica a la que llevaron el bolso de un tirón desde una moto y un colega al que le desapareció el móvil al cruzar un mercadillo. Como una imagen vale más que mil palabras, aquí tienen la portada de una mísera tienda de charcutería. Parece que se les cayó el letrero luminoso y han llamado a Pepe Gotera y Otilio para que se lo arreglen. El resultado no parece preocupar demasiado al propietario.


Pero la ciudad funciona, la gente parece feliz en medio del caos y lo cierto es que los napolitanos disfrutan de la vida en un lugar de buen clima y lleno de energía positiva. Y, prácticamente en cada rincón, una iglesia en la que se entra y es como un oasis del follón callejero: amplias, lujosas en su decoración barroca, bien conservadas y con tesoros sorprendentes, como el extraordinario Cristo Velado, una figura yacente a la que le han quitado la corona de espinas y los clavos de la cruz con unas tenazas (todo ello reposa en una esquina de la talla), antes de taparlo con un velo, esculpido en mármol con tanta fidelidad que parece de tela. Aquí les traigo una imagen tomada desde arriba y un detalle de la cabeza. Ambas están bajadas de Internet, porque estaba prohibido hacerle fotos.



El dialecto napolitano es bastante curioso, porque incorpora muchas palabras del francés y del español. No en vano Nápoles estuvo bajo el mando borbónico, como parte del llamado Reino de las Dos Sicilias y tuvo allí como rey, entre otros a nuestro Carlos III, que es recordado con cariño porque construyó muchos edificios y obras públicas durante los 25 años que duró su reinado, antes de venirse a Madrid y ponerlo también bonito. Pero este dialecto napolitano (que los del norte de Italia entienden con dificultad) es también un prodigio de síntesis: utilizan frecuentemente apócopes, porque se comen la mitad de las palabras. La música típica de la zona es la tarantella, que tocan músicos callejeros a cambio de unas monedas y también en los bares. El gran exponente de la música napolitana fue Renato Carosone, pianista genial y gran compositor. Su música era lo que yo más escuchaba en La Coruña, antes de que llegaran los Beatles. Aquí les traigo uno de sus temas más recordados: la genial Tu vuo fa l’americano, que quiere decir Tú quieres hacerte el americano, ya ven que forma de sintetizar el lenguaje.


En cuanto a la parte gastronómica, un descubrimiento: la pizza con grelos. Se lo juro. En Italia se usan mucho los grelos (en italiano, friarielli), sobre todo como acompañamiento (contorni) de las salchichas. Ambos ingredientes, junto con el tomate y la mozarella, forman parte esencial de la Pizza Salsiccia e Friarielli, una delicia para el paladar con vagos regustos galaicos. Si vienen por esta ciudad no dejen de probar también los dos dulces prototípicos: la sfogliatella (un hojaldre finísimo en capas, relleno de crema de ricotta, que es como llaman aquí al requesón) y los babás, equivalentes a los bizcochos borrachos de nuestra infancia. En las pastelerías y cafeterías napolitanas es posible degustar también los cannoli, el dulce siciliano por excelencia, que adoran tanto los miembros de la familia de El Padrino, como el comisario Montalbano en las novelas de Andrea Camilleri.

Por lo demás, el viaje a Nápoles permite también algunas visitas cercanas, como la costa amalfitana, las ruinas de Pompeya y Herculano o los sorprendentes templos griegos de Paestum, de los que les dejo también una imagen. Allí se encontraron numerosos mosaicos, que pueden verse en el pequeño museo junto a las ruinas. Entre las imágenes rescatadas se encuentra el famoso tuffatore, el zambullidor, una estilizada silueta de la que también les pongo una foto.  



Y ya que hemos abierto la veda de Renato Carosone, les dejo otra de sus típicas tarantellas, aunque en este caso no dispongo de vídeo, pero es un digno cierre a este post y con el añadido de que el dialecto napolitano se llega a entender bastante bien. Sean buenos.