Bueno, había prometido no hablar
más del prusés y voy a ver si lo
consigo. Nada me impide, sin embargo, hablar de las siglas LGTB, a las que ya se
han dedicado diversos posts en este blog. Qué tendrá que ver la velocidad con
el tocino. Tranquis. Se lo desvelo más adelante. Porque hoy de lo que quiero
hablar es de los algoritmos. ¿Cómo? Que no saben ustedes lo que es exactamente
un algoritmo. No se preocupen: yo tampoco. Tradicionalmente, un algoritmo era
un concepto matemático, un procedimiento comprobado que permitía llegar desde
un problema A a una solución B, de forma reglada y chequeada, de modo que a
la persona que lo aplicaba no le quedaban dudas sobre su eficacia, o su
exactitud. ¿Cómo dicen? ¿Algoritmos neperianos? No, no. Eso son los logaritmos,
que no tienen nada que ver. Los algoritmos remiten más bien a lo que suele llamarse un paso a paso. O lo que antiguamente se llamaba un guiaburros. Uno llegaba de novato a un trabajo, le encargaban una tarea nueva y preguntaba: y esto cómo se hace. Inmediatamente aparecía el compañero bondadoso que te sacaba del apuro: no te preocupes, yo tengo un guiaburros y te lo paso enseguida.
También tiene algo que ver con los protocolos, en términos médicos. Es decir, usted se rompe el húmero (Dios
no lo quiera), acude a un hospital e inmediatamente entra en un protocolo. Y, una vez ingresado en una rutina protocolizada, no
se le ocurra proponer salirse de ella. Por ejemplo, si usted tímidamente levanta un dedito y dice: me gustaría tomarme un ibuprofeno, es que me
va muy bien para los dolores, sabe usted, inmediatamente se enfrentará a una enfermera que con rostro
severo le dirá: el ibuprofeno no lo tiene pautado, caballero; según el protocolo, le corresponde un gelocatil dentro de dos horas.
Frente a una afirmación de ese tenor, apenas queda otra respuesta que agachar la
cabeza y esperar. La burocracia es una especie de secta que infiltra todas las
capas de nuestra sociedad. Y yo nunca me he llevado bien con los de esa secta.
Llevo casi 35 años trabajando para una institución fuertemente burocratizada y,
desde el día que entré, me he dedicado a burlar sistemáticamente las rigideces
de esa estructura, siempre en beneficio del administrado, nunca en el mío propio.
A esa tarea se la llama comunmente gestionar.
La cosa es que en el moderno
mundo de la informática y la cibernética, la palabra algoritmo ha cobrado un nuevo significado. El algoritmo es ahora un
ente inconcreto y evanescente, que adopta determinadas decisiones que inmediatamente se
convierten en incuestionables, tarea en la que ha sustituido al tradicional
trabajador de carne y hueso que toda la vida había desempeñado esa función, lo que
supone un ahorro notable para las empresas (el algoritmo no cobra sueldo, ni
exige trienios, ni se le pone la madre enferma, ni pide vales de comida ni nada). Yo empecé a tener conciencia de
estos entes intemporales, a partir de la aparición de la nueva frase mágica que
emplean ahora todos los burócratas y que les explico a continuación.
Tradicionalmente, uno se
presentaba en una ventanilla con la prolija documentación que se exige para
cualquier mínimo permiso o autorización y asistía acojonado al escrutinio del
funcionario de turno. Después de examinar detenidamente la documentación aportada, el tipo te
miraba con condescendencia, antes de decir: le falta la póliza (o el conforme
del jefe de negociado, o el certificado de idoneidad sostenible, por decir
algo). Siempre había algo que faltaba. Y luego estaba el subtipo del burócrata sádico, que te decía tal frase con una
sonrisa sardónica inconfundible. Pero, desde la introducción de la informática,
los funcionarios de manguitos han encontrado la respuesta mágica, a modo de piedra
filosofal: el sistema no me deja hacerlo.
Suele ir acompañada de un encogimiento de hombros y un gesto con la mano
abierta hacia el omnipotente ordenador. Y uno puede imaginar a un enanito
camuflado dentro del aparato, con la encomienda de impedir que se haga algo
contrario al sistema, ese poder difuso que todo lo vigila. En plan purista, creo que los funcionarios
no han encontrado la frase más apropiada. Deberían decir: el algoritmo no me deja hacerlo.
Más adelante, cuando aun compraba
la prensa escrita, advertí la presencia ominosa de los algoritmos, sustituyendo
al corrector de toda la vida. Por ejemplo, yo que soy futbolero, encontraba
crónicas absurdas de los partidos. Se comían todo el espacio útil contando en detalle la
primera parte del partido y cortaban bruscamente la narración a poco de empezar
la segunda. Un algoritmo había decidido cortar por ese lugar, en base al
espacio destinado a esa noticia en función de su importancia. En fin. Ahora me
van a decir ustedes que no han notado la presencia de los algoritmos en su vida
cotidiana y que no saben de lo que les hablo. Yo sí. Y tengo varias pruebas de
su presencia que me dispongo a contarles.
Un primer ejemplo. Como saben, acabo de
visitar Portland, Seattle y Vancouver. Hace más de un mes que volví pero, cada
vez que abro un ordenador con mis claves, la pantalla se me llena de anuncios
de hoteles en esas tres ciudades. No creo que vuelva nunca por esa zona pero,
cada vez que abro El País, o El Mundo, o la Voz de Galicia, los márgenes entre las
noticias aparecen llenos de ofertas de alojamiento en Vancouver, o de vuelos a
Seattle. Y lo mismo me pasaba cuando viajé a Japón o a San Petersburgo. Eso
sucede porque hay un algoritmo que, a partir de mi estancia en un lugar
determinado, deduce que seguramente volveré y me bombardea con tales mensajes.
Peor es lo de Change.org. Se me ocurrió firmar
determinadas campañas promovidas por esa página, en general relacionadas con
injusticias médicas o sociales, y ahora me tienen atufado. Últimamente suelo eliminar sus mensajes sin leerlos, pero cada día me llegan
varios del siguiente tenor: Emilio, mi hija de diez años estornudó y se le cayó
un ojo al suelo. Y ahora los de Adeslas no me quieren pagar el ojo de cristal,
porque dicen que nadie le mandaba estornudar. O esta otra: mi madre se cayó por las
escaleras y se rompió diecisiete huesos, y dice la Seguridad Social que sólo me
cubre el tratamiento de doce. Y, cada viernes, me llega un mensaje que reza: Vaya semanita, Emilio, en donde se recogen todos los comentarios
que se han suscitado en torno a las campañas que un día apoyé con mi firma.
De todo eso son responsables los
algoritmos. Por ejemplo, yo abro el Youtube y lo primero que me salen son los
vídeos con los goles del Deportivo, los de Bruce Springsteen y los discursos de Donald Trump.
No soy del tipo paranoico, pero hay por ahí, a lo largo del universo-mundo, unos
entes llamados algoritmos, que saben perfectamente lo que me interesa y de qué
pies cojeo y hasta aventuran mis próximos movimientos presuponiendo que, como
he estado en Seattle, algún negocio tendré por allí y por lo tanto voy a volver
y por eso me machacan con ofertas de hoteles. Lo malo de los algoritmos es que presuponen que, si haces algo una vez, lo vas a seguir repitiendo indefinidamente. Y, en cualquier caso, eso de sentirse vigilado, aunque
sea por una especie de robots, no es una sensación para nada placentera.
Otro ejemplo más. Abro el
Facebook y, ante mis ojos se despliega la imagen que ven a la izquierda. Todos
los hombres fueron creados iguales, pero sólo los mejores nacieron en febrero. Eso dice la
camiseta que lleva Roger Federer, uno de los deportistas que más admiro. Y yo,
que soy un ingenuo, me lo trago y pienso: qué
demasiao, resulta que los de febrero somos los más cojonudos. Y aquí el menda sin saberlo. Estaba ya a punto de meter la pata de forma clamorosa escribiendo un rollo sobre la supremacía de
los nacidos en febrero, cuando me llegó una segunda imagen, la
que ven abajo, en donde ese actor mediocre y cachas importante que se llama Gordon Stachan
aparece con la misma camiseta. Rápidamente entré a consultar en Google y encontré lo
que se imaginan: que hay una marca de camisetas que ha ideado esta imaginativa
campaña y que está fabricando modelos, no sólo de febrero, sino también de marzo, abril, mayo, junio, julio, agosto, septiembre, octubre, noviembre, diciembre y enero. Y que, para
promocionarse, ha logrado que participen en su campaña un montón de famosos nacidos en cada uno de los
doce meses del año. No sé en qué mes nació Guardiola pero seguro que, si le pagan, saldrá en el anuncio correspondiente.
Pero, a lo que íbamos. A mí sólo
me llegan los anuncios de los famosos nacidos en febrero. ¿Por qué? Pues porque
hay un algoritmo que sabe que ese es mi mes de nacimiento. Los algoritmos lo
saben todo de nosotros. Si somos independentistas o anti, qué tipo de mujeres
preferimos, que vino nos gusta más, qué tipo de música escuchamos, cuantas veces vamos al baño al día,
si al salir del despacho nos rascamos el culo o no. Es la contrapartida de estar
interconectado. Para evitarlo, uno puede darse de baja en Facebook, en Linkedin
y en Whatsapp, pero igualmente le seguirán vigilando. Es como el ojo del
Gran Hermano (el de Orwell, no el de Telecinco). El algoritmo que todo lo ve y
todo lo sabe.
Así que sólo me queda aclarar el
acertijo del principio de este texto. Había planeado ponerles la solución al final
pero, si se lo llego a advertir, todos se hubieran tirado como locos a buscarla en este
párrafo. Por eso he dicho que lo explicaría más
adelante, así de forma más sibilina. Atención, pregunta: ¿Saben ustedes a qué se
refieren las siglas LGTB? ¿No lo saben? Pues es bastante obvio: Lérida, Gerona,
Tarragona y Barcelona. Los que más dan por culo, sin duda. No se atraganten de la risa,
que nadie les manda leer mis textos mientras cenan. Vaya, como finalmente no he podido evitar el tema maldito, pues AQUÍ les dejo una lectura de fin de semana. Ya les anticipé mi idea de que el nacionalismo acaba por arrasar a las izquierdas, como un terremoto. Iglesias y Colau nunca volverán a ser lo mismo. Que ustedes lo pasen bien.
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